La vida rota de las mujeres de Afganistán: “Nos gustaría escapar de este infierno”
El miedo a los talibanes las empuja a esconderse en sus casas, a cubrirse para salir, a intentar abandonar el país. Muchas se han quedado sin trabajo. Todas temen perder los derechos adquiridos en los últimos 20 años
De un día para otro, la vida de unos 19 millones de mujeres y niñas afganas se ha roto. A Aisha, periodista, le dijeron el lunes que no fuese a trabajar y le avisaron que, de volver, sería en todo caso con burka. Saphiry destruyó el jueves el informe en el que estaba trabajando para una ONG extranjera. Los talibanes apalizaron a unos amigos por tener libros en inglés en su casa. Ambos nombres son falsos y ambas temen por su vida e intentaban este sábado salir desesperadamente del país.
En Kabul, los relatos distópicos de mujeres escondidas en sus casas, obligadas a cubrirse, con la entr...
De un día para otro, la vida de unos 19 millones de mujeres y niñas afganas se ha roto. A Aisha, periodista, le dijeron el lunes que no fuese a trabajar y le avisaron que, de volver, sería en todo caso con burka. Saphiry destruyó el jueves el informe en el que estaba trabajando para una ONG extranjera. Los talibanes apalizaron a unos amigos por tener libros en inglés en su casa. Ambos nombres son falsos y ambas temen por su vida e intentaban este sábado salir desesperadamente del país.
En Kabul, los relatos distópicos de mujeres escondidas en sus casas, obligadas a cubrirse, con la entrada prohibida en sus centros de trabajo o de estudio se repiten por toda la ciudad, donde viven la mayoría de las mujeres con estudios superiores y profesiones liberales de un país mayoritariamente rural. De un día para otro las mujeres han desaparecido de las calles de la capital. Los rostros femeninos de carteles y escaparates han sido burdamente borrados con pintura. Dueñas de sus vidas hasta hace unos días, ahora es difícil contactar con ellas, no cogen el teléfono por miedo o porque sus familias se los han quitado por temor a represalias.
Ser mujer en Afganistán nunca ha sido fácil. Incluso en los años más recientes las tasas de analfabetismo femenino, la violencia de género y los obstáculos legales y culturales para la igualdad de oportunidades están entre los peores del mundo. Sin embargo, los avances desde 2001, fin del quinquenio talibán, han sido colosales. Avances que ahora peligran. A pesar de las promesas de los talibanes, las mujeres temen que vuelva la pesadilla. El burka obligatorio, el mahram, un guardián masculino para poder salir de casa, la prohibición de estudiar, trabajar, conducir, viajar solas, tener dinero propio, ir a un médico varón, mantener relaciones fuera del matrimonio, todo bajo pena de ser lapidadas, mutiladas, latigadas o presas. Sería el fin del baile, la música, la tele, los libros, el deporte, la risa, la independencia y cualquier tipo de libertad para las mujeres. Estas son solo tres historias de 19 millones.
Aisha es periodista. No es la primera vez que siente el aliento helado de una amenaza. Mucho antes de su entrada en Kabul, los talibanes ya la habían acosado por redes sociales: “Vamos a por ti, te vamos a matar y mataremos a toda tu familia”.
Ahora es oficial, pero el miedo no es nuevo para ella. “Desde hace tiempo cargo con un tremendo estrés, mi familia me ha pedido muchas veces que por favor deje este trabajo, porque les pongo en riesgo, pero me costó mucho llegar hasta aquí, me encanta y no puedo hacer otra cosa”. Hace semanas que su familia le pidió también que abandonase el país. Ella se negó: “Amo mi país, quiero luchar por mi gente. ¿Qué oportunidad van a tener las mujeres de las provincias si ven que todas las que podemos permitírnoslo, aquí en Kabul, nos marchamos? Las dejaríamos sin ninguna esperanza”.
Eso fue un viernes.
El lunes pasado, al día siguiente de que los talibanes entrasen en Kabul, la llamaron del trabajo para decirle que se quedase en casa. Allí sigue encerrada, solo ha salido para ir al aeropuerto. “No me quería ir del país, pero las amenazas y los llantos de mi madre me han convencido”, contaba ayer en una reunión clandestina en el salón de su casa. Pasó 18 horas en el aeródromo, aguantó varios tiroteos, pero no consiguió nada. Lo sigue intentando. El rumor es que si dejan volver a trabajar a las mujeres periodistas será con burka y solo para que entrevisten a otras mujeres.
Aisha nunca lo ha usado. Era una niña pequeña cuando los talibanes gobernaban, pero no olvida los horrores que relataba su madre. “Aquí nadie puede aceptar de nuevo esas reglas, que las mujeres no trabajen, que sean castigadas por salir de casa…”, dice. “Los estadounidenses, los europeos no pueden abandonarnos, no podemos perder todo lo que hemos avanzado en estas últimas dos décadas”. Mientras, fuera de su casa se oye un tiroteo.
Hamiya monta en bici. Incluso protegida por el pelotón, incluso sin talibanes, no es fácil ser ciclista para una mujer en Afganistán. Por la calle la han insultado muchas veces. Por llevar ropa ajustada, por practicar un deporte occidental, “de infieles”, como el tenis, el fútbol, el baloncesto. “Recibimos de forma permanente amenazas en redes sociales, por WhatsApp, incluso llaman a nuestras casas… Si los talibanes llegan a controlar Afganistán nadie podrá practicar ningún deporte, especialmente las mujeres, para ellos el deporte no está en nuestra cultura. Mis sueños quedarán frustrados para siempre”, dice la joven con angustia.
Además de deportista, Hamiya es hazara, la comunidad más odiada por los talibanes. El 9% de la población afgana es hazara, una minoría étnica de ascensión mongola y confesión chií (frente a una mayoría de suníes) que ha sido históricamente castigada. “Los talibanes no son musulmanes”, dice Hamiya, “ni siquiera saben leer el Corán, el islam no permite matar y castigar a su propia gente. Para nosotros los hazaras, el islam es una religión tolerante. Jamás aceptaríamos matar niños y mujeres como los talibanes lo hacen abiertamente. Eso no es el islam”.
Ahora no quiere hablar por teléfono delante de su familia. Tienen miedo a que los milicianos ubiquen la casa. Son todos hazara y viven con una deportista. Han escondido las bicicletas y los maillots, por si en las búsquedas puerta a puerta los talibanes la descubren.
Saphiry vive en Kabul y tiene una larga experiencia como activista por los derechos de las mujeres. Ha trabajado para varias organizaciones internacionales y reivindicado a cara descubierta la necesidad de mejorar la situación en Afganistán, que distaba mucho de ser buena ya antes de que llegaran los talibanes. Recientemente ofrecía una entrevista televisada en la que reivindicaba: “Estamos ante sociedades muy patriarcales en las que las mujeres son el foco. En Afganistán hasta las ministras son insultadas, no se aplican las leyes que defienden nuestros derechos, pero aun así hemos mejorado considerablemente”. Pero ahora, todo ha cambiado.
Saphiry ya no da su nombre real. Hasta hace escasas semanas vivía tranquilamente junto a su madre y sus hermanos. Desde que los talibanes entraron en Kabul no abren la puerta de su casa a nadie, procuran no hacer ruido para no llamar la atención y ya no entra ningún salario en su casa.
La conversación se entrecorta, la conexión por teléfono es muy inestable, y la entrevista acaba siendo por WhatsApp; Saphiry no quiere usar el correo electrónico, no es seguro. “Nos hemos quedado sin trabajo y la vida cada día es más cara. Somos muchos de familia y no tenemos ni para las medicinas de mi madre, que tiene 80 años y está enferma” se lamenta. “Vivimos angustiados de que suene la puerta”. Saphiry está preocupada por el reciente anuncio talibán de que las mujeres solteras mayores de 18 pueden ser golpeadas y encarceladas: “Yo tengo 40 años”, repite.
Su mente está ahora en el aeropuerto: “Nos gustaría escaparnos de este infierno”. Saphiry da vueltas sobre una misma idea, cómo se ha llegado a esto: “Quizás sea difícil de entender para los occidentales, pero no nos esperábamos este final. Hasta ahora nuestra vida era buena. Yo estaba trabajando en un informe para una organización internacional, uno de mis sobrinos también tenía trabajo y estábamos contentos, pero esta situación, aunque no lo crean, nos ha cogido por sorpresa. Nunca nos imaginamos que íbamos a volver al terror. Pensábamos que la situación era irreversible, que no volveríamos a estar bajo un régimen talibán, que el mundo no lo permitiría”.
Minutos después de la entrecortada entrevista, Saphiry vuelve a mandar un mensaje. Los talibanes acaban de entrar en casa de unos amigos, en plena noche, buscando libros en inglés y documentos críticos con el Islam. Tras el registro, enseñan “el botín” a los vecinos y apalean a los dueños delante de todos para que sirva de ejemplo, “para que limpien sus casas”.
“Lo primero que he hecho ha sido destruir el informe en el que estaba preparando”, escribe Saphiry. “Solo quiero salir de aquí”, repite. Ayer por la mañana, se animó a salir a comprar el pan. Unos hombres la estaban esperando en la esquina de su casa. El susto la decidió a salir camino del aeropuerto.
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