Termina la luna de miel de Joe Biden
Proyectos estrella como la reforma policial o la migratoria, así como la ley de voto, pierden fuelle mientras otros, como el de infraestructuras, encogen
Los primeros 100 días de Joe Biden en la Casa Blanca parecieron una exhalación. Echando mano del poder ejecutivo, el nuevo presidente de Estados Unidos lanzó una insólita batería de decretos y memorandos con los que enterró grandes símbolos de la era de Donald Trump: decidió el retorno al Acuerdo del Clima de París, ordenó detener la construcción del muro en la frontera con México y eliminó el veto de las personas transgénero en el Ejército, entre otras medidas. Tambié...
Los primeros 100 días de Joe Biden en la Casa Blanca parecieron una exhalación. Echando mano del poder ejecutivo, el nuevo presidente de Estados Unidos lanzó una insólita batería de decretos y memorandos con los que enterró grandes símbolos de la era de Donald Trump: decidió el retorno al Acuerdo del Clima de París, ordenó detener la construcción del muro en la frontera con México y eliminó el veto de las personas transgénero en el Ejército, entre otras medidas. También impulsó un plan de reactivación económica de 1,9 billones de dólares [1,6 billones de euros] y anunció otros programas de apoyo social que evocaban el New Deal de Franklin Delano Roosevelt. De cara al exterior, cambió radicalmente el tono hacia los países aliados, declaró el regreso del multilateralismo y le llovieron parabienes de Europa por la audacia de sus proyectos.
El huracán Biden, sin embargo, ha empezado a perder fuerza conforme se ha acercado a sus primeros seis meses de mandato. Varios de sus grandes proyectos legislativos, como la reforma migratoria, la policial o las medidas de control de armas, han quedado atascados a su llegada al Congreso debido a la débil mayoría demócrata. La ley del acceso al voto naufragó en junio en el Senado. Y el ambicioso plan de infraestructuras sigue en negociación. Biden anunció hace ya un mes un preacuerdo bipartito de menor presupuesto (1,2 billones, frente a los 2,3 iniciales), pero esta semana intentan cerrarse aún los últimos flecos. Ha pinchado incluso el objetivo de vacunación contra el coronavirus que el demócrata se había marcado para el 4 de julio, coincidiendo con el Día de la Independencia, y Estados Unidos sufre un rebrote de casos de la variante delta. La luna de miel, en resumen, ha terminado.
Sonríe al presidente la marcha de la economía, que experimenta las mayores tasas de crecimiento en 40 años, pero crecen los temores por la inflación, en máximos desde 2008. El pasado lunes defendía que se trata de un aumento de precios “temporal” y “esperado”.
La inquietud por el futuro de la agenda de Biden empieza a crecer en las filas más progresistas del Partido Demócrata ante el muro de contención del Partido Republicano en el Capitolio. El congresista californiano Ro Khana, que fue miembro de la campaña electoral del izquierdista Bernie Sanders, lo planteó con estas palabras en unas declaraciones recientes a la agencia Associated Press: “Hay mucha ansiedad (...), esta es la cuestión para el presidente Biden: qué clase de presidente quiere ser”.
La ambición de Biden de lograr acuerdos con los republicanos no ha cristalizado aún en apenas nada. Para la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez, una de las nuevas estrellas del partido, “el romanticismo sobre el bipartidismo [en el sentido de consensos entre las dos grandes formaciones] viene de una época de los republicanos que sencillamente ya no existe”. El líder de estos en el Senado, Mitch McConnell, coincidió con ese planteamiento en unas declaraciones hace un par de semanas. “La era del bipartidismo ha terminado”, decretó.
El episodio de la nueva ley de voto, una de las grandes batallas políticas de esta legislatura, representa un buen ejemplo de los problemas que le esperan a Biden a partir de ahora. A diferencia del plan de rescate, esta no es una legislación que se pueda aprobar con una mayoría simple en el Senado, sino que requiere del apoyo de 60 de los 100 senadores. Los demócratas controlan la Cámara de Representantes y están igualados 50-50 en la Cámara alta, pero en este último caso, la vicepresidenta, Kamala Harris, puede emitir un voto que dirima un empate cuando el proyecto en discusión no exige más que de la mitad más uno de los votos.
Ese no es el caso de la llamada ley del pueblo, la reforma electoral de mayor calado en décadas. El pasado marzo, los demócratas sacaron adelante la primera versión en la Cámara de Representantes con el fin de contrarrestar las restricciones impuestas en varios Estados republicanos en los últimos meses y que, de facto, limitan la participación de los desfavorecidos y las minorías. El martes, en el Senado, la norma ni siquiera llegó a la fase de voto final en el pleno. Los 50 republicanos bloquearon incluso su debate al votar unidos e impedir la supermayoría de 60 senadores.
Esa mayoría es una norma establecida por el filibusterismo, concepto que hay que tener grabado en la mente para comprender lo que queda de mandato de Biden en Estados Unidos. Se trata de una táctica parlamentaria arcaica y muy pintoresca que permite a cualquier senador objetar el procedimiento y la votación de un determinado proyecto de ley. Antiguamente, los legisladores se ponían a hablar durante horas sobre cualquier asunto —hay casos sonados, como el de Strom Thurmond en 1957, que pronunció un discurso que duró 24 horas y 18 minutos— con el fin de eternizar el debate e impedir la votación. Hoy, en la práctica, ha perdido la parte teatral y se traduce en que un senador puede pedir el bloqueo y este se quiebra con 60 votos, es decir, que la ley se aprueba con una mayoría de tres quintos.
Asuntos como el paquete de rescate de la covid, sin embargo, quedan blindados ante el filibusterismo porque se recurre a un procedimiento de urgencia de reconciliación presupuestaria. También los nombramientos de jueces del Tribunal Supremo, por ejemplo, han pasado a aprobarse por mayoría simple desde que los republicanos cambiaron las normas —usaron la llamada “opción nuclear”, en la jerga parlamentaria— en 2016. Pero cuando una ley necesita arañar apoyos entre los republicanos, vienen curvas.
La pugna entre los demócratas sobre si poner fin al filibusterismo ha ganado protagonismo mientras Biden trata de seguir haciendo su magia de veterano miembro del Senado, Cámara en la que trabajó durante décadas y en la que se labró la fama de hacedor de acuerdos con la oposición.
La presión crece para que los demócratas saquen adelante capítulos de la agenda importantes, como las infraestructuras, mediante un procedimiento de urgencia de reconciliación presupuestaria, algo que depende en buena medida de los senadores demócratas Joe Manchin, de Virginia Occidental, el más centrista de la Cámara; y Kyrsten Sinema, de Arizona. Ambos se oponen a terminar con la norma del filibusterismo.
Los demócratas de la Cámara baja lograron consensuar la semana pasada una propuesta de inversiones y gasto por valor de 3,5 billones de dólares, con medidas para impulsar la lucha contra el cambio climático y la pobreza, reforzar el programa de sanidad pública para la tercera edad (Medicare) y otros objetivos clave de la agenda Biden. Pero no tienen el sí de sus socios demócratas al otro lado del Capitolio. A la capacidad negociadora de Biden le aguarda otro complejo semestre.