Escocia, la amenaza independentista que quita el sueño a Johnson
Nicola Sturgeon promete un nuevo referéndum de separación del Reino Unido si obtiene una mayoría absoluta en las elecciones autonómicas del 6 de mayo
La bandera de Escocia es simpática y aparentemente inofensiva. Un aspa blanca sobre fondo azul celeste. Esconde un martirio. Por algo se llama la Cruz de San Andrés. Esa forma en equis tenían los maderos en los que fue clavado el santo. La misma equis con la que rechazaron el Brexit un 62% de escoceses. El mismo martirio que espera a ...
La bandera de Escocia es simpática y aparentemente inofensiva. Un aspa blanca sobre fondo azul celeste. Esconde un martirio. Por algo se llama la Cruz de San Andrés. Esa forma en equis tenían los maderos en los que fue clavado el santo. La misma equis con la que rechazaron el Brexit un 62% de escoceses. El mismo martirio que espera a Boris Johnson si el Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) consigue hacerse este jueves con una mayoría absoluta en el Parlamento de Holyrood.
A pesar de la cadena de encuestas que, desde hace un año, señalan una clara mayoría de los partidarios de la independencia, llegada la hora de la verdad, el país ha vuelto a mostrar que está dividido en dos partes iguales. El diario The Herald publicaba este domingo el sondeo de BMG Research, dirigido por el sociólogo más respetado en el Reino Unido, John Curtice. Descartados los indecisos, independentistas y unionistas empatan al 50%. Ese mismo estudio, sin embargo, otorga al SNP 68 escaños en las elecciones autonómicas. En una asamblea de 129 diputados. Y su candidata, la actual ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, ya se ha comprometido a impulsar durante el mandato un nuevo referéndum de independencia —el anterior fue en 2014, y el no ganó con un 55%— si obtiene la mayoría absoluta.
Inverness, allí donde comienzan las Tierras Altas, tiene 50.000 habitantes. De ellos, 8.000 son estudiantes universitarios. Hace seis años, un estudio seleccionó la ciudad como el lugar más feliz de Escocia. No se puede ser más escocés que Ian Chisolm. Tiene 74 años y ha trabajado toda su vida en el negocio familiar: Chisolms Highland Dress. Confecciona el traje nacional de los hombres, universalmente conocido. No solo por la falda de tartán (el famoso kilt), con los colores que identifican al clan familiar. También por el sporran, esa riñonera de piel, pelo y plata que sustituye a los bolsillos. O la chaqueta corta entallada, y los zapatos de piel, fabricados por las mejores marcas británicas de calzado. El conjunto puede suponer varios miles de euros. “Ha sido acabar el confinamiento y han venido decenas de clientes, varios de ellos ingleses, a encargar su traje. La mayoría, para bodas aplazadas”, cuenta Ian. “Siempre he tenido la sensación de que formábamos parte de algo más grande. Yo soy muy escocés, pero también soy británico. Parecerá tonto, pero creo que a la gente joven se le comenzó a hervir la sangre con esa película, Braveheart”. Mel Gibson contribuyó sin duda a engrandecer el mito de William Wallace.
Pero la mayoría de los highlanders son de temperamento más reposado que sus compatriotas del sur, los de Glasgow y Edimburgo, donde el nacionalismo arrasa. Hace 42 años, un inglés enamorado de esta tierra decidió montar en Inverness una de las librerías de segunda mano más bellas del mundo. Charles Leakey eligió una antigua iglesia, instaló una enorme estufa de hierro en el centro de la nave, acumuló leña para el eterno invierno de la región y levantó decenas de estanterías con miles de libros. Muchos de ellos de literatura e historia escocesa. “Tengo 69 años, y he visto crecer este sentimiento independentista. Me sigue pareciendo más emocional que racional, porque sé que muchos de mis amigos, en cuanto echen cuentas y vean la catástrofe económica que supondría, votarían con la cabeza”.
El dueño de Leakey´s Bookshop se aferra al argumento racional. Otros, como Ken Bryson, que llegó de Glasgow a Inverness para dedicarse a la venta ambulante de pescado fresco, se fían más de su intuición. O quizá tiene los pies más en el suelo. Sabe de la rabia de los pescadores escoceses, que se sienten traicionados por el Brexit de Johnson, pero su efecto ha tenido para él un giro afortunado. “La gente quiere producto local y producto fresco. Pescado escocés para los escoceses. Desde que he vuelto a la calle no paro de vender”, explica mientras muestra las bandejas de salmón y bacalao. “Yo no quiero la independencia, pero entiendo las razones de unos y otros, y creo que tarde o temprano llegará”.
Nunca un panorama tan incierto tuvo un ruido de fondo más claro. Se llama independencia, pero la líder del SNP, Sturgeon, sabe que los escoceses aún no se han repuesto de una pandemia desoladora. Aunque sus cifras de muertos e infectados no se alejan, proporcionalmente, de las del resto del Reino Unido, ha proyectado la imagen de responsabilidad y cautela que Johnson no ha tenido. Y quiere mantener esa templanza ante la idea de una secesión. Habrá un nuevo referéndum, promete, pero solo si la mayoría es clara, y cuando el coronavirus esté controlado. Negociará con Londres para que el Gobierno británico permita una nueva consulta. Solo si Downing Street persiste en su negativa, optará por la vía unilateral, a través de una ley del Parlamento Autónomo. Y acatará lo que diga la justicia si el asunto acaba en los tribunales.
Contra esa prudencia cree haber encontrado su hueco Alex Salmond, el exlíder y mentor de Sturgeon que llevó al SNP a sus cotas más altas con el referéndum de 2014. La derrota en la consulta, y las graves acusaciones de abuso sexual y hasta violación por parte de varias empleadas del partido —de las que fue absuelto— hundieron su imagen. Ha resucitado con una nueva formación, Alba (el término gaélico con que se conoce Escocia), y con un ataque en toda regla a la integridad de su sucesora que ha agitado las aguas del independentismo. “No me puedo creer que no se hablen entre ellos, han sido aliados durante muchísimos años”, dice Dougie Bogie, de 59 años, mientras araña la playa de Aberdeen con un rastrillo y escribe Alba en grandes letras mayúsculas. Ya ha plantado la bandera escocesa. Al fondo, se mueven los molinos de la enorme granja eólica del mar del Norte. Es el nuevo petróleo de una región que llegaron a llamar la Arabia Saudí del Norte, por sus yacimientos de crudo. “Yo soy de Whitburn, entre Glasgow y Edimburgo, y creo que comencé a ser independentista cuando la política de Margaret Thatcher arrasó con la riqueza minera de la región. Vi cómo mi padre, ingeniero, se quedaba en la calle. Fue entonces cuando comenzamos a dar la espalda al Partido Laborista y sus aliados, los sindicatos”, explica a la vez que comenta entusiasmado que Salmond va a hacer una visita a esta ciudad, la tercera en tamaño de toda Escocia.
Y Salmond llega, para hacerse una foto rápida con 30 seguidores y pedirles ayuda para alcanzar una “supermayoría” a favor de la independencia. Cree haber encontrado un hueco en el endiablado sistema electoral escocés, que obliga a votar dos veces. Una por el diputado de la circunscripción —el partido más votado se lleva el escaño— y otra a una lista regional. Hay ocho regiones y corresponden siete representantes a cada una, asignados con reparto proporcional. Un total de 56, que el SNP solía descuidar en su estrategia. Esta vez, nadie quiere dejar flecos sueltos. Aunque Sturgeon sabe que, con el apoyo de los Verdes, que pueden tener hasta nueve parlamentarios y son aún más independentistas que ella, la voluntad de separarse del Reino Unido cuenta con una mayoría holgada y tranquila.
El rechazo a Londres se respira sobre todo entre las clases urbanitas de Glasgow y Edimburgo. Resulta difícil encontrar a alguien joven o de mediana edad que no oscile entre la defensa de la identidad escocesa o la aceptación de un futuro inevitable y, por qué no, bueno. “Este es un país maravilloso, y lleno de riqueza. No entiendo por qué tenemos que entregar al Reino Unido más de lo que recibimos”, protesta Gary Garruthers, de 49 años, y trabajador del Centro Nacional de la Gaita. Otro lugar tópico que, como tal, esconde su contradicción. A la entrada del edificio se muestra una foto del príncipe de Gales, Carlos de Inglaterra. El heredero de la Corona británica es patrón de una fundación que vela por la preservación y difusión de ese instrumento tan escocés. “Durante la pandemia, se ha doblado el número de alumnos que han tomado clases virtuales. Habrá sido el aburrimiento o la falta de trabajo”, dice Gary.
—¿O una pasión nacionalista?
—”Hubiera estado bien, pero creo que de eso hay de sobra”, responde entre risas.
Los conservadores y laboristas apenas aspiran a rebañar un 20% de los votos y pelean entre ellos, abiertamente, por la segunda posición. Los autobuses electorales de Anas Sarwar, hijo de paquistaníes, se limitan a reclamar para su partido el segundo voto de los escoceses, el de las listas regionales.
El candidato laborista, de 38 años, lleva apenas 10 semanas al frente de la formación y no se le ocurriría decir en voz alta que aspira a ser ministro principal de Escocia. Proclamaría la victoria si lograra superar, en contra de las encuestas, al conservador Douglas Ross. En esta campaña, los tories han procurado esconder todo lo que ha sido posible a Johnson, a la vez que se presentaban como el único baluarte capaz de detener la ruptura por el norte del Reino Unido. Sus llamamientos para formar un “bloque constitucionalista” que frenara al independentismo han sido ignorados por laboristas y liberal-demócratas, cuyo único objetivo es buscar su propio hueco útil en un paisaje político monocolor.