“Mi mamá también fue un ‘falso positivo’ del Ejército colombiano”
Más de 6.000 civiles fueron asesinados y presentados como guerrilleros caídos en combate bajo el Gobierno de Álvaro Uribe, entre 2002 y 2010. Las familias de las víctimas denuncian impunidad
Los estímulos que ofrecía el Ejército colombiano a los militares para que sumaran muertos a la lista de guerrilleros abatidos en combate se llevaron por delante la vida de miles de civiles. Sin importar el género ni la edad, cualquiera podía terminar asesinado y presentado como subversivo. A la mamá de Marino Mazo se la llevaron el 20 de mayo de 2004. Dos días después, apareció en una morgue disfrazada con un uniforme camu...
Los estímulos que ofrecía el Ejército colombiano a los militares para que sumaran muertos a la lista de guerrilleros abatidos en combate se llevaron por delante la vida de miles de civiles. Sin importar el género ni la edad, cualquiera podía terminar asesinado y presentado como subversivo. A la mamá de Marino Mazo se la llevaron el 20 de mayo de 2004. Dos días después, apareció en una morgue disfrazada con un uniforme camuflado sobre un jean y una camiseta gris. En la radio de Cocorná –el pueblo en el que la encontraron– las noticias la presentaban como una guerrillera dada de baja en un intercambio de disparos con los militares.
La semana pasada, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) determinó que 6.402 personas fueron ejecutadas extrajudicialmente entre 2002 y 2008 en Colombia. Sus cadáveres servían para engordar la lista de triunfos del Ejército en la guerra contra las FARC. Además, por cada muerto los oficiales y soldados eran premiados con días libres, condecoraciones y hasta dinero en efectivo. También ganaba el Gobierno, porque cada baja era una muestra más de la “mano dura” contra la guerrilla, el pilar de la política de “seguridad democrática” del Ejecutivo de Álvaro Uribe (2002-2010), en el que más se registraron asesinatos de civiles que luego hicieron pasar por criminales.
Blanca Gómez, que estaba por cumplir 50 años, era una campesina que la mañana en que se la llevaron se había detenido en su camino a recoger café para visitar a una vecina. Estaban desgranando maíz y conversando cuando seis militares aparecieron en el rancho. Según cuenta su hijo, y coincide con la sentencia del caso, le pidieron a Blanca que los ayudara a sacar unas vacas que llevaban a la vía principal. Junto con la mujer y los uniformados iba otro campesino de la zona, Jairo de Jesús García –el Gordo, le decían–. Ambos fueron reportados como dados de baja. A él también lo disfrazaron de guerrillero.
A la mamá de Marino Mazo la enterraron antes de que su familia llegara al pueblo y fue identificada con una foto de su cadáver. Según la sentencia contra uno de los suboficiales condenados por el asesinato, el cuerpo de Blanca Gómez tenía “un orificio de entrada en la parte abdominal del lado izquierdo con salida en la cadera, un orificio de entrada en la axila lado derecho con salida en la parte lumbar. En la parte frontal presenta una herida abierta y otra igual en la parte orbital”.
El Ejército la señaló como integrante del IX Frente de las FARC. Junto al bulto que marcaron como “sin identificar”, los militares presentaron un arma supuestamente incautada en el operativo. Según la descripción del expediente, la encontraron vestida con un “pantalón camuflado, debajo tenía un pantalón jean color café, talla 16, camisa color azul oscuro manga corta talla L, y tenía otra camisa debajo color gris manga corta sin talla, botas negras talla 37 y un brasier color blanco con fondo de flores”.
Marino Maza cuenta que su mamá era delgada, bajita y llevaba el pelo corto. Había quedado viuda muy joven. A su marido lo había asesinado la guerrilla del ELN a inicios de los años ochenta. ”Ella nunca se quiso ir del campo porque mi abuela vivía cerca y no la quería dejar sola”, recuerda el hijo, de 36 años.
En 2008 se conocieron los que serían los primeros de miles de casos. En Soacha, un municipio que colinda con Bogotá, varios jóvenes habían desaparecido tras aceptar una oferta de trabajo en el campo que implicaba viajar. Nueve meses después de que se fueron sus mamás empezaron a recibir noticias en las que señalaban a sus hijos de guerrilleros. Pronto se supo que habían sido engañados y que sus ejecuciones correspondían a una política macabra del Ejército.
“Los jóvenes desaparecidos de Soacha fueron dados de baja en combate y no fueron a recoger café, fueron con propósitos delincuenciales y no murieron un día después de su desaparición sino un mes más tarde’', dijo Álvaro Uribe, entonces presidente, cuando el escándalo ya ocupaba los titulares de la prensa. Las mujeres estaban ahora haciéndole frente a un mandatario que justificaba los asesinatos y las humillaba.
Uribe tuvo que retractarse años más tarde, en el 2017, cuando las mujeres unidas en el colectivo Las Madres de Soacha lo demandaron por un tuit en el que relacionaba a los jóvenes con la delincuencia. El exmandatario se disculpó y tuvo que mencionar, con nombre y apellido, a los muchachos que el Ejército había ejecutado. Las mamás de estos jóvenes han sido las abanderadas del caso y han logrado que hasta septiembre pasado 1.740 integrantes del Ejército hayan sido condenados por participar en las ejecuciones extrajudiciales. Con el anuncio de la JEP la semana pasada, otras víctimas han aparecido para contar sus historias. “Muchos no denunciaron, hubo familias que no tenían cómo hacerlo, que no tenían abogado o por miedo no dijeron nada. Hay más víctimas”, dice el hijo de Blanca Gómez, que hasta ahora hace público el caso de su mamá.
Ana Páez, mamá de Eduardo Garzón Páez, insiste en que sin verdad no habrá justicia. “Estamos presentes y seguiremos adelante”, advierte en un vídeo publicado la última semana. Llevan más de trece años haciendo el mismo reclamo. “No queremos que los militares y gobernantes se pudran en la cárcel, queremos que cuenten la verdad, que reconozcan los crímenes y que pidan perdón”, apunta Marino Mazo. ¿Quién dio la orden?, preguntan una vez más las familias de las víctimas.
Uribe se defiende y Santos promete contar la verdad
“No hay un solo militar que pueda decir que recibió de mi parte mal ejemplo o indebida insinuación”, ha dicho el expresidente Uribe después de conocerse que bajo su mandato fue cuando se registraron, por mucho, la mayoría de las ejecuciones extrajudiciales. Uribe ha dicho que suspendió a 27 oficiales de sus cargos en 2008, cuando –según su versión– empezó a ver falta de rigor en los protocolos operativos que podrían facilitar hechos delictivos. También ha acusado a las organizaciones de derechos humanos de ser sus enemigas por denunciar las ejecuciones extrajudiciales y acompañar a las víctimas. Uribe era el comandante en jefe de las fuerzas militares y su respuesta resulta insuficiente para las más de 6.000 familias que piden justicia.
De Juan Manuel Santos, expresidente y ministro de Defensa en el Gobierno de Uribe, también esperan explicaciones. En 2006, cuando estaba a cargo de las Fuerzas Militares, se registraron más de 1.200 falsos positivos. “Desde el año pasado me puse a disposición de la justicia transicional para contarles, entre otras cosas, cómo investigamos, destapamos y acabamos con ese horror de los falsos positivos”, dijo la semana pasada tras conocerse que no fueron 2.248 ejecuciones extrajudiciales, como oficialmente sostenía la Fiscalía, sino más de 6.000. Las víctimas siguen esperando la verdad.
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