El Reino Unido cierra el último capítulo del Brexit con el fin del periodo de transición
La salida definitiva de Londres abre una nueva era en Europa y acaba con una relación de 47 años. La soberanía anhelada por los euroescépticos llega acompañada de trabas burocráticas y costes para las empresas
No habrá celebraciones. Tan solo una mezcla de euforia contenida entre los vencedores y de tristeza y resignación entre los derrotados de una batalla que ha durado cuatro años y medio, desde que el Reino Unido decidió en el referéndum de 2016 romper amarras con la UE. A partir de las once de la noche de hoy (las 0.00 en el horario peninsular español), los ciudadanos y las empresas brit...
No habrá celebraciones. Tan solo una mezcla de euforia contenida entre los vencedores y de tristeza y resignación entre los derrotados de una batalla que ha durado cuatro años y medio, desde que el Reino Unido decidió en el referéndum de 2016 romper amarras con la UE. A partir de las once de la noche de hoy (las 0.00 en el horario peninsular español), los ciudadanos y las empresas británicas dejarán de estar bajo el marco normativo que ha condicionado sus vidas y su actividad económica durante los últimos 47 años. Un acuerdo comercial de mínimos, que necesitará en el futuro una constante supervisión y desarrollo, sentará las bases de la nueva relación entre Londres y Bruselas.
Resultó revelador que, cuando este miércoles la Cámara de los Comunes celebró el último gran debate sobre el asunto que más heridas y divisiones ha provocado entre los británicos en los últimos años, las principales cadenas televisivas decidieron ignorarlo y transmitir en directo la comparecencia de los científicos que acababan de dar luz verde a la vacuna del coronavirus desarrollada por la Universidad de Oxford y la farmacéutica Astrazeneca. El Brexit ha acabado por hastiar a los bandos enfrentados. El gran acierto del eslogan con el que Boris Johnson triunfó en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2019 ―Get Brexit Done (Hagamos que el Brexit se cumpla)― no tuvo tanto que ver con la defensa de la obsesión de los euroescépticos como con la promesa de acabar con una pesadilla nacional. La “cuestión europea” acabó con la carrera de la primera ministra Margaret Thatcher, torturó a su sucesor, John Major ―”esos bastardos”, dijo al referirse a los euroescépticos de su Partido Conservador― , trituró a Theresa May, incapaz de deshacer un nudo gordiano que heredó a su pesar, y encumbró a Johnson. El único de todos ellos que entendió que, cuando se cabalga una emoción, los detalles técnicos o las promesas son fácilmente prescindibles.
Johnson prometió que Irlanda del Norte iría de la mano del resto del Reino Unido. La realidad es que este territorio británico seguirá dentro del espacio aduanero de la UE. Aseguró que su Gobierno recuperaría el control de las aguas. La industria pesquera ha expresado su irritación y se considera la gran perdedora del acuerdo alcanzado con Bruselas. Ha logrado su principal empeño: un pacto comercial que evita la imposición de aranceles o cuotas en el comercio entre la isla y el continente. A cambio, las empresas británicas se verán sometidas, en los próximos años, a un papeleo y a una burocracia que encarecerá sus costes y reducirá su competitividad.
“No perseguimos nunca una ruptura, sino una resolución para la vieja y polémica cuestión de nuestra relación política con Europa, que ha atormentado toda nuestra historia desde el final de la Segunda Guerra Mundial”, ha proclamado Johnson con su recién adquirido tono de humildad y respeto hacia la UE, la adversaria contra la que construyó su carrera profesional y política. “[Winston] Churchill y [Margaret] Thatcher se habrían mostrado orgullosos con el logro alcanzado. El Reino Unido ha recuperado su libertad y su independencia”, aseguraba con anacrónica solemnidad Bill Clash, uno de los diputados más activos en impulsar el euroescepticismo en la Cámara de los Comunes.
Los ciudadanos británicos han recuperado su histórico pasaporte azul ―una de las campañas más histriónicas protagonizada por los tabloides sensacionalistas durante estos años―, y han perdido a cambio la libertad de movimiento que les garantizaba su pertenencia a la UE. A partir del 1 de enero, los ciudadanos europeos que quieran trabajar o vivir en el Reino Unido deberán someterse a un nuevo sistema de inmigración por puntos y competir en igualdad de condiciones con los inmigrantes del resto del mundo. Los estudiantes universitarios de uno y otro lado del canal de la Mancha ya no podrán disfrutar del programa Erasmus de intercambio, que ayudó a crear una idea de espacio compartido e inoculó un europeísmo entre los jóvenes británicos.
Una muestra de la intrincada y compleja huella que el debate sobre Europa ha dejado sobre varias generaciones de políticos del Reino Unido es el diputado laborista Hillary Benn. Hijo del histórico líder Tony Benn ―el bennismo sigue siendo una fuerte corriente interna dentro de la izquierda británica, como demostró el defenestrado Jeremy Corbyn―, ha sido uno de los europeístas más convencidos del Parlamento de Westminster. Su padre sembró la semilla del euroescepticismo en el seno del laborismo. “Entre la soberanía y el interés económico, el Gobierno pensó que podía obtener lo mejor de los dos lados. Pero sabía que eso era imposible y que llegaría el momento de elegir”, ha dicho Benn. “A partir del 1 de enero deberemos hacer frente a una nueva cuestión: ¿qué clase de relación queremos construir con nuestros socios y amigos más cercanos?”
El Brexit provocó en el Partido Laborista heridas tan profundas como las sufridas por el Partido Conservador. Su anterior líder, Corbyn, optó por una ambigüedad autodestructiva con la que intentó conciliar su propio euroescepticismo, el sentimiento contrario a Bruselas que el populismo había inoculado en los votantes tradicionales del norte de Inglaterra, y el deseo de permanecer en la UE de la mayoría de los votantes laboristas. Fracasó estrepitosamente. Y por eso su sucesor, Keir Starmer, ha tenido que forzar finalmente a su formación a tragar la amarga píldora de respaldar el acuerdo alcanzado por Johnson. Era eso, o la alternativa de un Brexit duro. Eso, o una nueva guerra civil en la izquierda británica.
El Reino Unido sale mucho menos unido después de la aventura del Brexit. Escocia votó mayoritariamente en contra de la salida de la UE, y el Gobierno nacionalista del SNP [Partido Nacional Escocés] se presenta a las elecciones regionales de mayo con un único punto en su programa: impulsar un nuevo referéndum de independencia. Los últimos sondeos repiten el mismo resultado. Una clara mayoría de escoceses cree que su futuro será mejor si van por libre. La ministra principal, Nicola Sturgeon, ya ha anticipado que, de lograr la separación, su primera medida será solicitar el reingreso de Escocia en la Unión Europea.
Johnson ha negociado contra el reloj para obtener un acuerdo que evitara añadir más incertidumbre al futuro económico de un país azotado como pocos por la pandemia de la covid-19. Su PIB ha descendido más de 11 puntos porcentuales en 2020, y su deuda pública se ha disparado a niveles históricos. El sector de servicios (financieros, jurídicos o de seguros), que supone el 80% de la economía del Reino Unido, ha quedado fuera del pacto alcanzado con Bruselas, y la inquietud sobre su futuro seguirá viva cuando llegue 2021. La revista The Spectator, la referencia obligada para los euroescépticos conservadores, celebró la llegada del Brexit con una portada usada ya en repetidas ocasiones y que se ha convertido en un clásico. Una mariposa con los colores de la Union Jack (la bandera del Reino Unido) despliega sus alas al salir de una caja decorada con el azul y las estrellas de la UE. Out, and into the world. Fuera, para salir al mundo. El Gobierno de Johnson ha logrado finalmente dar ese salto, justo para encontrarse con un mundo mucho más frío y duro, más difícil de navegar en solitario, que el mundo soñado durante la campaña del referéndum de hace más de cuatro años.