Faroles, renuncios y órdago de un sultán otoñal
Con tal de seguir aferrado al poder, Erdogan derriba el emblema del 'statu quo' de la Turquía laica en Santa Sofía
Como Mehmed II el Conquistador (Fatih) en 1453, Recep Tayyip Erdogan no ha dejado de buscar la gloria en Constantinopla desde hace tres décadas. El primero, la del califato islámico por la transformación en mezquita de Santa Sofía. El presidente turco, para seguir aferrado al poder, cuyos peldaños comenzó a escalar en la alcaldía de la antigua Bizancio. Ambos se reencuentran ahora en la historia de la basílica-museo, reconvertida...
Como Mehmed II el Conquistador (Fatih) en 1453, Recep Tayyip Erdogan no ha dejado de buscar la gloria en Constantinopla desde hace tres décadas. El primero, la del califato islámico por la transformación en mezquita de Santa Sofía. El presidente turco, para seguir aferrado al poder, cuyos peldaños comenzó a escalar en la alcaldía de la antigua Bizancio. Ambos se reencuentran ahora en la historia de la basílica-museo, reconvertida durante 85 años en emblema de la Turquía laica por el fundador de la República, Mustafá Kemal, Atatürk.
No faltan templos musulmanes en la península histórica de Estambul, desde la cercana Mezquita Azul hasta, precisamente, la de Fatih. El gesto de restaurar el culto islámico en Santa Sofía es propio de un sultán otoñal. Reaviva el viejo antagonismo otomano entre los países herederos de la cristiandad a fin de movilizar a los seguidores del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). También es un mensaje nacionalista de profundo calado para todos los turcos. Y signo de vulnerabilidad de un líder que lleva casi 18 años en el poder y asiste con inquietud al reagrupamiento de dirigentes del islamismo político que él defenestró.
Diplomáticos de Washington en Ankara ya constataron el “instinto de matón de barrio” de Erdogan en los cables de WikiLeaks. “Tayyip solo cree en Alá… pero no se fía ni de Dios”, llegó a aseverar un miembro de su partido en la Embajada de EE UU. Después de repetidos juegos de farol en Siria y Libia —ante Donald Trump o Vladímir Putin— y de sucesivos renuncios en la partida doméstica —divisa en caída libre y pérdida, precisamente, de la alcaldía de Estambul—, el presidente lanza un órdago que reverbera dentro y fuera de Turquía.
La reinstauración del culto musulmán en Santa Sofía viene a confirmar que la verdadera agenda oculta de Erdogan no era la de un régimen islámico integrista basado en la sharía, sino una autocracia nacionalista y populista asentada en victorias electorales encadenadas. Maniobra de distracción para las masas conservadoras que votan al AKP ante la crisis económica que se deriva de la pandemia, la reislamización de la basílica erigida por el emperador Justiniano I amenaza con agudizar la polarización de la sociedad turca. El nacionalismo laico de centroizquierda, empero, puede acabar cerrando filas con el presidente ante una previsible escalada de la tensión exterior.
Los principios de “cero enemigos”, que inspiró la diplomacia neotomana preconizada por los primeros Gobiernos de Erdogan, y de acercamiento a Europa, plasmado desde hace 15 años en la candidatura al ingreso en la UE, han experimentado un vuelco copernicano. Además de haberse granjeado la enemistad de Grecia y otros países cristianos ortodoxos —cuyos ciudadanos rezan a veces con sigilo en Santa Sofía—, Turquía ha perdido aliados clave.
EE UU le reprocha que, como Estado miembro de la OTAN, se haya equipado con misiles S-400 de fabricación rusa. Rusia, precisamente, le advierte de que está desafiando sus designios en Siria y Libia. Y Bruselas amenaza con imponerle sanciones por las prospecciones en busca de gas en aguas de Chipre, cuyo tercio norte permanece bajo ocupación militar turca desde 1974.
El presidente parece querer agitar el espectro de la ocupación multinacional de Anatolia que siguió al hundimiento el Imperio Otomano tras la I Guerra Mundial para galvanizar a los turcos frente a una amenaza exterior. Para ello no ha vacilado en desenterrar el hacha del choque de civilizaciones, aunque pinche el nervio religioso ortodoxo del Kremlin o el de la devota derecha evangélica de EE UU, encarnada por el secretario de Estado Mike Pompeo.
Cuando las aguas del Tigris acaban de cubrir en el sureste de Anatolia la varias veces milenaria Hasankeyf —represada en un embalse aprobado por Erdogan en 2006— la historia da otro giro imprevisible en Turquía. Por encima de todo, el mandatario que ha acaparado más poder desde Atatürk aspira a los 66 años a conservarlo al menos hasta 2023, cuando la República cumplirá su centenario. Después de haber sobrevivido a la cárcel y el ostracismo, a un rosario de procesos para declararle proscrito y a un sangriento golpe de Estado, el presidente turco ha hecho saber que con tal de seguir al timón en Ankara bien vale resucitar el rezo islámico en Santa Sofía.