El virus entra en casa del hombre con más fobia a los gérmenes: Donald Trump

El presidente siempre ha detestado estrechar las manos, lava las suyas con obsesión y le saca de quicio que estornuden dentro del mismo cuarto. Los primeros contagios han sacudido la vida en el ala oeste de la Casa Blanca, pero el republicano vive un confinamiento heterodoxo, con vistas a la elección de noviembre

Washington -
Donald Trump, este viernes, flanqueado por la doctora Deborah Birx y el doctor Anthony Fauci.MANDEL NGAN (AFP)

A quien haya seguido los últimos meses de la actualidad estadounidense, le puede sorprender que no hay mucha gente en el mundo con tanta fobia a los virus, los gérmenes y las enfermedades infecciosas como Donald Trump. El presidente que durante semanas minimizó el riesgo de la covid-19, que no se pone una mascarilla ni por asomo y que ansía reabrir el país cuanto antes, ha sufrido toda su vida de una misofobia confesa. Detesta estrech...

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A quien haya seguido los últimos meses de la actualidad estadounidense, le puede sorprender que no hay mucha gente en el mundo con tanta fobia a los virus, los gérmenes y las enfermedades infecciosas como Donald Trump. El presidente que durante semanas minimizó el riesgo de la covid-19, que no se pone una mascarilla ni por asomo y que ansía reabrir el país cuanto antes, ha sufrido toda su vida de una misofobia confesa. Detesta estrechar las manos, lava las suyas con obsesión, le saca de quicio que estornuden dentro del mismo cuarto y siempre ha evitado tocar los botones de llamada de los ascensores. Cuando su hijo menor, Barron, tenía apenas un año y se ponía malo, pedía que no se lo acercaran.

Esas manías las ha contado él mismo a lo largo de su pública y notoria vida. “No soy muy fan de dar la mano. Creo que es una costumbre bárbara. Hay informes médicos todo el tiempo, dando la mano te agarras resfriados, gripe. De todo. Quién sabe qué contraes…”, advertía en el programa Later Today, de la NBC, en 1999. “El otro día vino un tipo, estornudó, se tapó la nariz con la mano y vino a dármela… ¿Se supone que tengo que hacerlo?”, dijo un mes después, en otra entrevista, cuando se planteaba por primera vez entrar en la carrera por la Casa Blanca. Mientras la ABC grababa una entrevista en el Despacho Oval en julio, Trump interrumpió la conversación: “Eso no me gusta, eso no me gusta”, dijo de pronto. Su entonces jefe de gabinete, Mick Mulvaney, había tosido. “Si vas a toser, sal, no puedes toser. Chico, oh, chico…”, dijo irritado.

Y Anthony Scaramucci, breve director de comunicación en la Casa Blanca, contó que una vez, cuando se disponía a sentarse en el avión presidencial, el Air Force One, el mandatario percibió que estaba resfriado. Envió al doctor que siempre lo acompaña, entonces Ronny Jackson, y este administró a Scaramucci una inyección de penicilina y cortisona en el trasero. Solo después pudo volver al mismo espacio que Trump. Otro día, mientras trabajaban, Scaramucci se humedeció la yema del dedo con la lengua para pasar unas páginas y Trump le espetó: “¡Qué haces, asqueroso!”.

La historia ha querido que la peor pandemia en un siglo se haya encontrado como presidente de Estados Unidos a una estrella de la telerrealidad que siente aversión por los gérmenes y las enfermedades. Y que, al mismo tiempo, se ha saltado las recomendaciones más básicas impulsadas por su propio Gobierno: en el mismo encuentro en el que anunció con solemnidad la declaración de emergencia nacional, a mediados de marzo, se puso a estrechar la mano del resto de oradores; se ha negado implícita y explícitamente a usar mascarilla y, por supuesto, ya ha retomado su agenda de viajes con la mirada puesta en la campaña de reelección. Una incoherencia marca de la casa, a medio camino entre su conocido espíritu de contradicción y cálculo político muy determinado.

Pero la semana pasada, cuando dieron positivo su ayudante de cámara, uno de los militares de alto rango que le sirven, y una asistente del vicepresidente, las alarmas sonaron en el número 1600 de la Avenida Pensilvania. Al republicano le exasperó saber que el ayudante no llevase mascarilla, según contaron fuentes del Gobierno a The New York Times, y ahora detesta que la gente se le acerque demasiado.

Y eso puede resultar inevitable. El ala oeste de la Casa Blanca es un lugar repleto de gente, máxime en la mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. “Da miedo ir a trabajar”, confesó el consejero económico Kevin Hassett en la CBS, el domingo de la semana pasada. “Es un lugar pequeño y atestado, pero tienes que hacerlo para servir a tu país”, añadió.

El punto de inflexión había tenido lugar apenas tres días antes. El jueves, 7 de mayo, la CNN avanzó el contagio del ayudante de cámara, que había estado en la misma sala que el presidente por última vez el martes anterior. En las pruebas inmediatas realizadas, Trump y Pence dieron negativo. El viernes, Katie Miller, la portavoz del vicepresidente, Mike Pence, también dio positivo. La noticia llegó cuando Pence y varios miembros de su gabinete se encontraban ya embarcados en el avión oficial para dirigirse a Iowa. Y, aunque Miller no iba en la comitiva, seis asistentes que habían tenido contacto con ella abandonaron la nave para realizarse las pruebas. Dieron negativo, pero aun así se fueron a casa por precaución.

Ahora trabaja a distancia todo el personal posible, práctica que hasta entonces no se recomendaba de forma entusiasta, y tanto el presidente, como el vicepresidente y los equipos que los rodean se realizan pruebas rápidas a diario, en lugar de una vez por semana. Stephen Miller, asesor de Trump para asuntos migratorios y esposo de la portavoz de Pence, no pondrá los pies en la Casa Blanca en una buena temporada. Tres miembros del equipo de trabajo para el coronavirus del presidente, incluido el epidemiólogo Anthony Fauci, cara visible de la divulgación científica sobre el virus para los estadounidenses, decidieron guardar semicuarentena.

Y las mascarillas, que, según relataron fuentes de la Administración a la prensa local, disgustaban a Trump porque las veía síntoma de debilidad —y, sobre todo, daban una imagen de gravedad, en un momento de lucha por la reelección a la presidencia—, se han convertido en obligatorias para todos. Menos para Trump, que nunca aparece con ellas. Y se ha extremado el uso de los geles sanitarios, que el magnate neoyorquino ya usaba con fruición desde que llegó a la Casa Blanca hace tres años.

De Melania Trump y su hijo Barron poco se sabe, recluidos como están en el ala este de la Casa Blanca, y, en realidad, no mucho más alejados de los focos de lo que están habitualmente. A Trump, la crisis social y económica que sufre el país a unos meses de las elecciones le ha empezado a hacer mella. El domingo, Día de la Madre, tuiteó 126 veces (su tercera cota de la presidencia), disparando a diestro y siniestro, y hace unas semanas expresó enfado incluso con la cadena conservadora Fox, su medio de cabecera, por difundir lo que él llama “argumentario demócrata”. La pandemia ha sacudido el 1600 de Pensilvania Avenue.

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