Columna

“Me mataron en Internet como si fuera un zombi de la serie ‘The Walking Dead”

Wagner Schwartz, el artista que realizó la 'performance' 'La Bête' en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, habla por primera vez sobre los ataques que sufrió, en los que le llamaron “pedófilo”

El artista Wagner Schwartz, autor de la 'performance' 'La Bête'.Divulgação/Matthias Biberon

El 26 de septiembre de 2017, Wagner Schwartz, de 45 años, era un artista plenamente realizado. Abría el 35º Panorama de Arte Brasileño en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, uno de los espacios más prestigiosos de Brasil. Su performance, denominada La Bête (El Animal), partía de la obra consagrada de Lygia Clark, una de las artistas más importantes de la historia del país. Desde 2005, Wagner ya había presentado este trabajo diez veces, en Brasil y en Europa. Como en las ocasiones anteriores, tuvo lugar una experiencia artística. Para que La Bête pueda realizarse, ...

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El 26 de septiembre de 2017, Wagner Schwartz, de 45 años, era un artista plenamente realizado. Abría el 35º Panorama de Arte Brasileño en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, uno de los espacios más prestigiosos de Brasil. Su performance, denominada La Bête (El Animal), partía de la obra consagrada de Lygia Clark, una de las artistas más importantes de la historia del país. Desde 2005, Wagner ya había presentado este trabajo diez veces, en Brasil y en Europa. Como en las ocasiones anteriores, tuvo lugar una experiencia artística. Para que La Bête pueda realizarse, es necesario que las personas del público dejen de ser espectadores y se conviertan en participantes. Cada presentación es diferente, porque es el público quien cuenta una historia creada colectivamente al mover el cuerpo desnudo del artista como si fuera una de las figuras geométricas con bisagras de Lygia Clark.

Durante los días siguientes, sin embargo, una pesadilla que Wagner no tenía se materializó.

Se divulgó en internet un fragmento de la presentación con la intención de provocar una hoguera. En él, se veía a una mujer y a su hija pequeña tocando el cuerpo del artista durante la performance, como hacían tantas otras personas del público. Pero, recortada y fuera de contexto, convirtieron la escena en algo que no era. Y millones de personas en internet llamaron “pedófilo” a Wagner.

En busca de popularidad y electores, políticos sin escrúpulos grabaron vídeos e hicieron declaraciones en las que condenaban al museo y al artista. Líderes religiosos fundamentalistas, la mayoría vinculadas a iglesias evangélicas neopentecostales, diseminaron odio al estimular a sus fieles a olvidarse de los preceptos cristianos más básicos y a condenar al artista y al museo como si estuvieran “al servicio de Satanás”. Grupos vinculados a movimientos extremistas de derecha promovieron protestas delante del museo, a las que se juntaron anónimos enfurecidos, y llegaron a agredir a los trabajadores. Internet se convirtió en una plaza medieval donde lincharon a Wagner Schwartz como si fuera un “monstruo” y un “pedófilo”.

El artista tuvo que prestar declaración durante casi tres horas en la 4ª Comisaría de Policía de Represión a la Pedofilia. La Fiscalía de São Paulo abrió una investigación para averiguar si se había producido un crimen. La Comisión de Investigación de los Malos Tratos, del Senado Federal, decidió aprovechar el momento para facturar con su propio factoide y convocó a los comisarios del museo, a la madre de la niña y al artista para que declararan.

Sin víctima, sin hechos y, por lo tanto, sin crimen, y aun así transformaron a Wagner Schwartz en un monstruo
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De repente, transformaron a Wagner Schwartz en un criminal. Y no en el autor de un crimen cualquiera, sino en un “pedófilo”, una de las figuras que más repulsa provoca a la sociedad. Sin víctima, sin hechos y, por lo tanto, sin crimen. Sus linchadores, los anónimos y los públicos, en ningún momento recordaron que allí había una persona, con una historia, con una vida y con sentimientos. No importaba.

Lo que importaba era manipular el odio, la mercancía que más abunda en el Brasil actual, con objetivos políticos. Se desplazaba así la atención de la gravedad de lo que pasaba —y pasa— en el país hacia una amenaza inexistente. El truco es viejo, se ha usado bastante en regímenes totalitarios, como en la Alemania nazi. Pero parece que siempre hay gente de sobra que se une a las manifestaciones más triviales. El odio, como sabemos, es burro. 

De repente, el problema ya no era que Michel Temer estuviera en el poder a pesar de todas las denuncias de corrupción, la maleta llena de dinero y las conversaciones comprometedoras. Ni que el Congreso más corrupto de la historia reciente utilizara dinero público con fines privados, personales y particulares en el mercado de chantajes en el que se ha convertido Brasilia. Ni el hecho de que los derechos conquistados por la lucha de muchos se estuvieran suprimiendo rápidamente de la vida de los brasileños. Ni el desempleo y la falta de perspectivas. No.

¿Cómo se pudo convencer a tanta gente a que creyeran en una ficción totalmente inverosímil, como la de que el problema de Brasil son los pedófilos que albergan los museos?

Las milicias del odio, al servicio de sí mismas y de algunos políticos, crearon una ficción y millones de personas se olvidaron de raciocinar, se juntaron al linchamiento y produjeron pruebas contra sí mismos. Vale la pena investigar por qué caminos, objetivos y subjetivos, se pudo convencer a tanta gente a que creyeran en una ficción de mala calidad, porque es totalmente inverosímil, como la de que el problema de Brasil son los pedófilos que albergan los museos y las exposiciones de arte. 

La catástrofe es que, a partir del momento en que se creyó en una ficción, se creó por lo menos una víctima real: Wagner Schwartz.

¿Quién responderá por lo que hicieron con su vida?

Además de inventarse que el artista era “pedófilo”, los haters también notificaron que se había suicidado o que lo habían matado a golpes

Wagner Schwartz recibió 150 amenazas de muerte por algo que inventaron que hizo. Ya no podía caminar solo por la calle. Para imaginar cómo le afectó, basta hacer el ejercicio de vestir su piel por algunos minutos y pensar en qué le sucedería a tu vida, al igual que a la vida de tu familia, si de la noche a la mañana se inventaran que has cometido un crimen de pedofilia. Y que tu cara estuviera en las redes con la etiqueta más terrible: “pedófilo”. No se necesita mucha empatía para imaginar los efectos de algo de tamaña dimensión. Y, aun así, tantos se olvidaron de ese ejercicio básico de humanidad y se convirtieron en protagonistas y cómplices de la violencia contra él, esta, sí, criminal.

Durante los días siguientes, se inventaron más hechos. No bastaba con transformar a Wagner en un pedófilo. Lo mataron con noticias falsas en internet. En una, se había suicidado. En otra, lo mataban a golpes. ¿Quién puede imaginarse lo que es leer la noticia de tu propia muerte en internet? ¿Lo que significa para tus familiares? ¿Cómo se vive mientras tantos te matan repetidamente?

Wagner había decidido hacer la performance en 2005, al encontrar en París una de las figuras geométricas de Lygia Clark encerrada en una caja. Como cuenta en esta entrevista, quería liberar “al animal” que había creado la artista, para que la obra volviera a ser lo que es. El pasado septiembre, en Brasil, Wagner descubrió lo que sucede cuando un cuerpo se atreve a salir de la caja en un país tomado por el odio y por fundamentalismos, en un país de linchadores.

Lo trataron con brutalidad. Pero él se niega a continuar sometido, convertido en objeto sin voz. Wagner cree que la respuesta más importante a los ataques la da continuando con su trabajo.

Wagner Schwartz y otros tres artistas que sufrieron ataques por su trabajo están creando una obra de para el Festival de Teatro de Curitiba

Este año, el Festival de Teatro de Curitiba propone una reflexión, que también es una acción, sobre los ataques contra el arte. Wagner Schwartz, Elisabete Finger, performer y madre de la niña que participó en La Bête, Maikon K, un artista que llegó a ser detenido en Brasilia durante la performance ADN de Dan, en la que se queda desnudo, y Renata Carvalho, una actriz que fue atacada por ser travesti y hacer de Jesucristo en una representación teatral, están creando una obra a partir de la violencia que sufrieron.

La campaña contra el arte y los artistas no tiene nada de inocente. Inventa una justificación “moral” y genera un apoyo popular para defender la disminución de inversiones en Cultura. El sector cultural, históricamente falto de inversiones, hoy está en una situación desesperante.

El momento que vive el país es tan imbécil que, en lugar de que la población pida más inversiones en Cultura, una parte ataca el arte y los artistas, prácticamente reivindicando la estrechez de su propia vida y la de sus hijos. Cuantas menos inversiones en arte y cultura haya, menos acceso al arte y la cultura habrá, y más desconfianza y miedo de lo que no se conoce. La imbecilidad del mal vive días de gloria en Brasil, con la colaboración activa de una parte de la población.

La 'performance' 'La Bête' empieza con el artista en el centro, moviendo la réplica de una de las figuras geométricas de Lygia Clark.Divulgação/ Humberto Araújo

En esta entrevista, el brasileño Wagner Schwartz, coreógrafo que vive entre París y São Paulo, habla por primera vez sobre la violencia que sufrió, una violencia cuyos efectos están lejos de terminar. Entre las primeras preguntas, enviadas por correo electrónico, y las primeras respuestas, pasaron dos meses y medio. Lo que le hicieron provocó un efecto brutal en su vida, le duele el cuerpo. Cuando toca el tema, algunas partes de su cuerpo tiemblan. Cualquier palabra parece casi arrancada. Para quien fue silenciado al ser transformado en objeto de odio, hablar se ha convertido en algo penoso. La noche antes de la publicación, se quedó afónico, su voz, entrecortada, a veces desaparecía.

Aun así, Wagner hizo el esfuerzo del gesto, el de creer que todavía se puede convivir y dialogar en el Brasil actual.

Pregunta: ¿Cómo surgió la performance? ¿Y cómo es tu relación con esta obra de Lygia Clark?

Respuesta: En 2005, me invitaron a presentar, en París, en la programación del Año de Brasil en Francia, mi primera performance, Transobjeto, que había estrenado en el antiguo programa Rumos Dança (Rumbos Danza) del Itaú Cultural, en São Paulo.

Al visitar las galerías de la ciudad francesa, me encontré con una de las esculturas de Bichos (Animales), de Lygia Clark, expuesta en una caja de cristal. Era de metal. Era mayor que mis manos. Tenía unas ocho partes, planas y puntiagudas como cuellos de camisa, envejecidas por el tiempo. En Francia, los Animales pueden llamarse “Bêtes”.

Cuando se crearon los Animales, en la década de 1960, se podía mover las diferentes partes de su cuerpo gracias a las bisagras. En las exposiciones, solo realizaban su función como obra de arte si el público participaba. En 2005, al ver a un Animal encerrado, le prometí a él y me prometí a mí mismo que sacaría su cuerpo de dentro de aquella caja de cristal, para que se retomara la relación entre el objeto y las personas.

Lygia Clark decía que un Animal era un organismo vivo, una obra esencialmente actuante. Entre él y el público se establecía una integración total, existencial. En la relación entre ambos, no había pasividad, ni por parte del público ni del objeto. En ese contacto, se producía una especie de cuerpo a cuerpo entre lo que ella denominaba “dos entidades vivas”: el Animal y el que lo dobla y desdobla.

Los Animales no se concibieron para que se observaran, sino para que se manipularan. Clark consideraba que la acción de las personas que forman el público es tan importante como sus esculturas, porque, de hecho, esa acción es parte integrante de sus esculturas. En el momento en que se encierra un Animal dentro de una caja de cristal, se desconsidera la acción de la persona, se desconsidera una parte de la obra, se desconsidera una de las partes de los Animales.

Por eso, me sentí encerrado. Y, de hecho, necesitaba encontrar una forma de transformar esa sensación de haber sido encerrado. Sin embargo, sería imposible “soltar” a aquella escultura de la caja de cristal, ya que no podía adquirir un original. Y para recuperar sus movimientos, pensé, yo tendría que convertirme en un Animal. Compré una réplica de plástico y creé (la performance) La Bête.

Según la propia Lygia Clark, esas esculturas tienen un carácter orgánico, las bisagras que unen sus planos recuerdan una espina dorsal. Cuando le preguntaban cuántos movimientos podía hacer un Animal, respondía: “Yo no lo sé, tú no lo sabes, pero él lo sabe”. Clark creó una relación simbólica entre las articulaciones del objeto y las del cuerpo humano. Imaginé que, artísticamente, podría ser interesante dar vida a esa asociación.

En La Bête, tengo la réplica de un Animal en las manos. Pongo esa réplica en el suelo. Me arrodillo, me tumbo, me siento a su lado. Doblo y desdoblo sus extremidades en silencio. Después de un rato, como quien no quiere continuar solo con la maniobra, le pregunto al público, hasta el momento espectador: “¿Alguien quiere intentarlo?”. Y entonces ofrezco mi cuerpo a los presentes, como la réplica de la réplica de un Animal de Lygia Clark.

El artista Wagner Schwartz, en una de las posiciones en que el público colocó su cuerpo durante la 'performance' 'La Bête'.Divulgação/Humberto Araújo

P: Entonces, ¿La Bête solo existe si el público participa?

R: Sí. Una persona tras otra entra en escena. El espectador se convierte en participante. Durante los primeros minutos, algunos prueban la flexibilidad de mi cuerpo. Creen que puede ponerse de formas que los suyos no pueden. Otros ven límites. Los participantes me doblan, desdoblan, encojen y estiran. Con el paso del tiempo, algunos creen que son como yo, me cuidan: me dan masajes, ponen mi cuerpo en posiciones de relajación, me abrazan. Otros proponen desafíos, pensando que no son como yo: ponen el animal en el que me he convertido en posiciones complejas, desafiadoras, me dejan caer.

Para que La Bête se realice, es importante que los que están en la galería o en el museo estén dispuestos a repensar el lugar del espectador. Un lugar que, paradójicamente, es impracticable en esta performance. Algunas personas entran en escena para mover las “bisagras” del Animal humanizado. Otras se quedan fuera e, igualmente, actúan sobre las acciones que van sucediendo al comentarlas entre ellos.

Las personas también pueden abandonar la performance. Nadie está obligado a esperar a que termine. Y, como es el público quien hace La Bête, las personas también pueden proponer un final para la acción.

La Bête pone en evidencia la cultura del otro, su manera de narrar. Después de que se presentara en el Museo de Arte Moderno, en el Parque del Ibirapuera, en São Paulo, la performance se siguió realizando y reproduciéndose, pero de una forma diferente de como Lygia Clark y yo propusimos. La Bête salió de todos los espacios artísticos y siguió, en estas otras realizaciones, mostrando la cultura de la gente que dobla, desdobla y redobla una performance, que, en este caso, ni siquiera se vio.

P: ¿Por qué la forma como Animal se reprodujo es diferente de como tú y Lygia Clark la proponíais? Los ataques contra el arte y el artista, así como los sentidos que se atribuyeron, ¿no podrían leerse como parte de la performance o incluso otra performance de diferentes grupos que se apropiaron de La Bête, aunque fuera a partir de la imagen de un móvil que un espectador/participante hizo y colgó en internet?

R: El arte es un territorio sin control, pero el fragmento de la performance —y no la performance— que se reprodujo estaba recontextualizado para promover etiquetas ideológicas conservadoras, como “la familia brasileña” o “nuestros niños”. Ese acto performático también existe como experiencia, pero, en lugar de expandir la relación de las personas con el mundo, la silencia por medio del miedo. Ese acto performático no propone imágenes emancipadoras, sino que adoctrina, reduce un concepto abierto a la propiedad privada de la creencia de un grupo específico de personas.

P: ¿Te acuerdas del momento exacto en que la madre y la niña te tocaron? ¿Cómo fue ese momento para ti, antes de que se contaminara?

R: La performance estaba terminando cuando me di cuenta de que dos personas se acercaban. Como mi cuerpo había sido estirado en el suelo por otras personas y yo miraba fijamente el techo del museo, solo vi que se trataba de Elisabete, una amiga a la que no veía hacía tiempo, y su hija cuando cruzaron mi campo de visión. Para mí, aquel momento fue como cualquier otro de la performance.

P: ¿Cómo te enteraste de lo que sucedió después?

R: Tras la presentación de La Bête, Elisabete, su marido y yo quedamos para ir al teatro, esa misma semana. Nos encontramos, fuimos a ver la obra juntos. Al terminar, me acerqué a otros amigos en el vestíbulo y los perdí de vista. Cuando los volví a encontrar, me di cuenta de que el marido de Elisabete estaba al teléfono, inquieto. Le pregunté si había pasado algo grave. Entonces Elisabete me dijo que un vídeo, que contenía el breve fragmento en el que su hija y ella participaban en la performance en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, se había hecho viral en internet, sin que se protegiera su rostro ni el de su hija. Me quedé consternado, preocupadísimo con su familia, con la protección de la niña, con los graves problemas que surgen cuando se saca una performance de su contexto y se difunde masivamente. Me puse a su disposición para lo que necesitaran.

Crearon muertes tan reales para mí como las que pueden convertirse en películas: la sangre en la pantalla parece que esté hecha de píxeles

P: ¿Cómo se sintió en ese momento?

R: Pedimos dos taxis. Elisabete y su marido se fueron a casa. Yo me fui a la fiesta de otra amiga. Por el camino constaté, por las actualizaciones en mi smartphone, que estaba recibiendo una gran cantidad de mensajes de odio, enviados por desconocidos. En uno, me llamaban “pedófilo”. Cerré los ojos. Apoyé la cabeza en el reposacabezas del asiento. Apagué el teléfono. Tuve una bajada de presión. El taxista me preguntó si me encontraba bien. Respondí que me pondría bien. Encontré a algunos amigos en la fiesta y les conté lo que había sucedido. Se quedaron atónitos, me aseguraron que se movilizarían. No pude quedarme mucho rato. En el metro, encendí el teléfono y llamé a mi familia. Llegué a casa y me encerré en mi habitación. Encendí el ordenador. Leyendo los posts, entendí que los haters (odiadores) habían difundido mi nombre y mi trabajo en las redes sociales, sin conocerme ni a mí ni mi trabajo, como amenazas a sus convicciones políticas y referencias culturales. Habían provocado otro equívoco con clímax moral para polemizar en Brasil.

Al día siguiente, recibí la foto de tres niños a quien cogía de la mano durante el agradecimiento final de la presentación de La Bête que tuvo lugar en el festival IC Encuentro de Artes, en 2017, en el Instituto Goethe, en Salvador. De nuevo, otra imagen había sido arrancada de su contexto y usada sin consentimiento. Las personas que no estuvieron en el festival en el que presenté la performance se convirtieron en odiadores y empezaron a acusar lo que no conocían.

En internet, me mataron, como se matan los zombis de la serie The Walking Dead. Después, dijeron que me había suicidado, un tema muy discutido en 2017 tras el lanzamiento de otra serie, Por trece razones. Personalizaron la violencia, con el objetivo de volver real la intención fabulada de las series emitidas en continuo. Crearon muertes tan reales para mí como las que pueden convertirse en películas. Acercaron la ficción a la vida off-line.

La sangre en la pantalla parece que esté hecha de píxeles.

Era como si viera mi propio funeral. Un sentimiento de luto se adueñó de mi cuerpo

P: ¿Qué efectos produjo ese “asesinato” en el hombre “real”, en la realidad de su cuerpo, en Wagner Schwartz?

R: Era como si viera mi propio funeral. Un sentimiento de luto se adueñó de mi cuerpo. Los días siguientes a los ataques, no conseguía ser objetivo. Mi familia y mis amigos me ayudaban a tomar decisiones, de las más simples a las más complejas: dónde dormir, cómo cuidarme. No dormía en mi casa, porque podían descubrir mi dirección y concretar las amenazas que no paraba de recibir. Entonces, dormía cada día en un lugar diferente. Es curioso: las personas podían amenazarme, pero yo no tuve derecho a protección. Los amigos me llamaban llorando porque habían leído sobre mi muerte en internet. Pasé mucho tiempo respondiendo los mensajes de todos los que me conocían para decir que estaba vivo. Porque, si no respondía, creerían las noticias falsas. Luchaba diariamente contra esa sensación de pérdida, y recibía apoyos de todo tipo. Me preguntaban si estaba bien. Yo respondía que sí, automáticamente, porque tenía que resistir, resignificar la muerte simbólica. Todavía lo hago. Y queda mucho trabajo por delante.

P: Sentiste miedo, ¿todavía lo sientes?

R: El miedo es algo que siento ahora. Leí una vez un artículo, no me acuerdo dónde, que trataba sobre unos padres que sacaron a su hijo de la boca de un cocodrilo. En el momento del ataque, no podían sufrir ni entregarse. Ambos sintieron que tenían que actuar, sacar al niño de la boca del cocodrilo. Y eso fue lo que hicieron. En cierto modo, creo que eso fue lo que me pasó a finales de septiembre. Tenía que dar una respuesta salvaje a los ataques, así que me convertí en un animal para protegerme del cocodrilo que me estaba devorando. Mi cuerpo entero se endureció. No conseguía hablar. Hoy, el miedo tiene mi altura: 1,86 m. Este miedo que protege lo necesito. Pero el miedo que silencia y enferma, lo voy a enfrentar.

P: Has necesitado mucho tiempo para empezar a responder mis preguntas. ¿Cómo es hablar sobre todo esto?

R: Precisamente, he necesitado dos meses y medio para salir del trauma. Era muy difícil hablar del tema los días posteriores a los ataques. Las palabras se me escapaban y me faltaban. En este momento, en que sé que mis palabras estarán en internet, en esta entrevista, mi voz concreta falla, me quedo afónico. Necesito parar, volver a mi refugio para recuperar el aliento. Necesito estar callado, para que el aire vuelva a mi cuerpo, hasta que consiga reaccionar.

Participar en una performance es una elección, no una condición

P: ¿Qué diferencia hay entre lo que sucede allí, en la performance, y la imagen de un fragmento de lo que sucedió allí que se vuelve viral en internet?

R: La diferencia es que, en el museo, lo que existe es una performance de más o menos 60 minutos. En la imagen de un fragmento, lo que existe es un breve recorte que ya no puede denominarse performance. En la imagen de un fragmento no se puede entender el contexto de una performance. Un recorte, fruto de una elección personal, puede volverse autoritario, cuando toma el lugar de todo lo que no muestra.

En el museo, varias personas ven lo que pasa en la escena, en directo. En el vídeo, solo lo ve quien le da al enter o al play, y no en el momento en que transcurre la performance. En la foto, solo se ve un segundo retirado de 60 minutos. En el museo, las personas construyen juntas el contenido de la performance. En la imagen de un fragmento, cada persona se pone en contacto con algo que puede que se esté manipulando en alguna dirección diferente de la performance en directo.

Conclusión: asociaron La Bête con el más horrible de los trastornos. En la vida pública, eliminaron mi seguridad, la de mi familia, la de mis amigos y de aquellos que se manifestaron a favor de la performance, del Museo de Arte Moderno de São Paulo y del Goethe Institut de Salvador (Bahía). Recibí 150 amenazas de muerte de personas que están libres en la calle, con sus perfiles activos en las redes sociales. Recibí amenazas de anónimos, de robots.

Hay que reiterar que, en La Bête, quien dobla y desdobla el cuerpo del artista —que tiene que estar disponible para recibir las órdenes de los participantes— son los que se permiten entrar en escena o hablar sobre ella. Participar es una elección, no una condición.

En esta escena de 'La Bête', una espectadora sale de entre el público para tocar el cuerpo del artista.Divulgação/Humberto Araújo

P: ¿Cómo eran esas amenazas? ¿Puedes reproducir algunas?

R: Recibí amenazas como esta: “No tendré piedad si te encuentro por la calle, perro impuro e ‘inúti’”. Me enviaron la foto de un bate de béisbol cubierto de alambre de púas y con la siguiente frase: “Si un día te acercas a mis hijos...”. Uno también escribió: “El algún momento, alguien te pillará, si no es la policía será un padre de verdad”. Otro: “No sirve de nada esconderse, te encontraremos”. O: “Voy a cazarte y a descuartizarte. Cada parte de tu cuerpo. Las iré tirando por la calle. ¡Ya verás!”.

Estos mensajes y cientos más, junto con sus autores, se han registrado en una denuncia. Y no paran de llegar. Seguramente recibiré más amenazas tras la publicación de esta entrevista. Las registraré todas.

También me calumniaron personas que, para permanecer en sus cargos políticos, se juntaron al movimiento de los que se autodenominan “ciudadanos de bien” y se camuflan bajo el velo del cristianismo. Nací en el seno de una familia cristiana y sé que a los cristianos no les gusta la sangre. A quienes les gusta la sangre es a los homicidas.

Y también se produjo la siguiente intervención de un político brasileño en el Congreso Nacional: “Me gustaría preguntarle si sabe qué son los derechos humanos. Los derechos humanos son un bate de madera como el que usábamos hace años en las comisarías de policía. Y si sabe qué es un azote, que también lo usábamos en los buenos tiempos en las comisarías de policía. Si ese desgraciado hiciera una exposición en Goiás (estado de la región centro-oeste de Brasil) se llevaría tal mamporro que nunca más iba a querer ser artista y nunca más se ducharía desnudo”.

P: ¿Cómo fue dejar de ser el artista Wagner Schwartz y convertirse en “el chico desnudo”?

R: Cuando se dirigen a mí como el “chico desnudo” o como el “hombre desnudo”, en lugar de “el artista Wagner Schwartz” o “Wagner Schwartz, el autor de La Bête”, se elimina la acción performática y mi existencia como artista también desaparece. A fin de cuentas, los hombres generalmente están desnudos en la ducha, en los parques de Berlín, en las playas nudistas. Y los artistas están desnudos en las galerías, los museos, teatros.

En este caso, ¿no deberíamos preguntarnos por qué es tan necesario destacar la desnudez de un trabajo artístico que se muestra en un museo?

Un ejemplo: no creo que nadie se refiera a Lúcio Costa como “el hombre vestido de Brasilia”, porque en esta manera de enunciarlo faltarían dos informaciones esenciales —su nombre y su profesión— y sobraría una, excesiva: la de estar vestido. Quizás, por algún motivo específico, podrían suprimir su nombre y decir “el arquitecto que diseñó Brasilia”, o incluso “el arquitecto que diseñó el Plano Piloto de Brasilia”. En esta formulación, se podría saber de quién estamos hablando y, quien no tuviera ninguna referencia, podría buscarlo en Google. Pero si digo “el hombre vestido de Brasilia”, como no se trata de enunciar a la persona, sino a la persona que existe en su trabajo, no llegaríamos a Lúcio Costa.

Por lo tanto, la frase “el hombre desnudo del Museo de Arte Moderno” o “el chico desnudo del Museo de Arte Moderno” puede crear imágenes distorsionadas sobre lo que ocurrió en la apertura de la exposición. Decir “un hombre estaba desnudo en un museo y una niña lo tocó” es muy diferente de decir “a un artista, al hacer una performance, una niña le tocó”. La primera frase puede provocar miedo, repulsa. La segunda puede producir curiosidad, al fin y al cabo, uno de los atributos del arte. Materializar la relación persona-obra aleja las fantasías.

Pedofilia es una palabra enferma, seria, que no debe transformarse en el apodo de un artista, en meme o ir a parar a internet

P: ¿Crees que tu performance se manipuló para poder utilizarla en este momento político turbulento de Brasil?

R: En Brasil, muchos artistas han empezado a ser denominados “pedófilos” por políticos equivocados y sus seguidores. Según un artículo publicado en el blog Le Club de Mediapart por Tania Alice, Gilson Motta y Karel Vanhaesbrouck, “para reducir el presupuesto destinado al arte y obtener el apoyo moral de la población, el camino más eficaz es difamar de manera sistemática al artista, que tiene que retratarse como un usurpador, alguien que se enriquece gracias al dinero público. Si se le acusa de todos los males, se pueden suprimir los subsidios estatales y privados para el arte, que ya son escasos, con el apoyo de la población”.

Cuando se vincula una acción artística a una incitación a la pedofilia, lo que se hace es colaborar para que el trastorno se aleje de su real significado. Esa inversión es el mayor peligro para la sociedad. Pedofilia es una palabra enferma, seria, que no debe transformarse en el apodo de un artista, en meme o ir a parar a internet. Pedofilia es una enfermedad que no se trata con personas intentando cerrar museos, agrediendo a sus empleados y, mucho menos, manipulando imágenes y difundiéndolas deliberadamente.

P: ¿De qué manera los ataques contra ti han alterado tu vida?

R: El episodio de La Bête se parece, simbólicamente, al fenómeno de la pororoca (formación de grandes olas en los ríos amazónicos, producidas por el choque de corrientes, que se desplazan ruidosamente y causando gran destrucción). Por un lado, una corriente de informaciones distorsionadas, repetidas a coro por un montón de gente conducida por trolls y robots. Por otro lado, personas que tuvieron la oportunidad de construir una imagen de sí mismos y del otro donde unos y otros tienen espacio suficiente para existir. En el encuentro de las corrientes, mi vida personal. Mientras tanto, una fuerza extraña garantizaba mi salud mental, como me enseñaron Caetano Veloso y Louise Bourgeois.

Después de la primera semana de ataques, vi el experimento escénico Paris is burning, dirigido por Leonardo Moreira, y la obra de teatro Nós (Nosotros), del Grupo Galpão y dirigida por Marcio Abreu, en el centro cultural SESC Pompeia. Fui a la apertura de la exposición Levante, en el centro cultural SESC Pinheiros, al lanzamiento del libro Fabulações do corpo japonês (Fabulaciones del cuerpo japonés), de Christine Greiner, en la Casa Líquida. Fui al lanzamiento del álbum Momento íntimo, de la banda Porcas Borboletas, en el Itaú Cultural, y también al concierto Caetano, Moreno, Zeca e Tom Veloso, en el Theatro NET São Paulo.

Estuve en cada uno de esos eventos con la sensación de que mi espontaneidad había sido violada. Solo podría reencontrar esa calidad en las relaciones si seguía frecuentando los espacios de arte y persistía en la creación de mis proyectos.

“Allí donde crece el peligro crece también la salvación”, escribió el poeta alemán Friedrich Hölderlin. Fue como intentar arreglar la casa con un terremoto afuera, amparado por amigos y desconocidos, que, rápidamente, se convirtieron en amigos.

Muchos me abrieron las puertas de su casa, en Brasil y en el exterior. Abogados, comisarios, políticos, médicos me ofrecieron amparo. Muchos artistas del mundo de la música, de las artes visuales, del teatro, de la literatura, del cine, de la televisión, de la moda, filósofos publicaron reflexiones importantes sobre La Bête. Otros, como los YouTubers, hicieron vídeos. Profesionales del mundo de la danza me apoyaron por medio de las redes sociales, de las universidades, de cartas abiertas. Algunos productores también entraron en contacto conmigo.

No estaba solo. Era lo que todos decían. Entonces, no puedo decir que “yo” estaba devastado, sino que “nosotros” estábamos atentos. Estamos atentos.

Cuando el discurso político se sustituye por el discurso moral, este resuena con fuerza en las distorsiones de la religiosidad

P: ¿Cómo relacionas lo que te ha sucedido con el momento actual de Brasil (y del mundo)?

R: Vivo en Brasil y en Europa. En ambos lugares veo estrategias semejantes para avergonzar a los artistas, a las feministas, al movimiento negro, a la comunidad LGBTQIA+ (Lesbianas, Gais, Bi, Trans, Queer/Cuestionando, Intersexuales, Asexuales/Arrománticos/Agénero, Pan/Poli y más). Y también para avergonzar a aquellos que no se ven representados por una política conservadora y autoritaria. Esas estrategias forman parte de una cultura opresiva, independientemente del idioma. Son las mismas y se enseñan hace años en muchas escuelas, familias, en la vida social. Tienen tradición.

Cuando el discurso político se sustituye por el discurso moral, este resuena con fuerza en las distorsiones de la religiosidad. El discurso moralizante estimula a las personas a actuar y a pensar de una misma manera para después vociferar las mismas frases engañosas en varios idiomas: “quieren destruir la familia”, “desprecian los símbolos religiosos”, “los artistas son unos degenerados”.

Las lenguas son diferentes, pero las acciones se parecen en los efectos que producen. Lo que cambia, quizás, es la forma como funciona la justicia hoy en día en diferentes lugares, y el número de personas comprometidas con que se repitan esas atrocidades.

P: En 2018, el Festival de Teatro de Curitiba tendrá, en su programación, momentos para reflexionar-actuar sobre la censura y la violencia contra los artistas y contra el arte. ¿De qué forma participarás en este momento tan importante de resistencia, acción y reflexión?

R: Este año, Guilherme Weber y Marcio Abreu, comisarios del Festival de Curitiba, nos invitaron a Elisabete Finger, Maikon K, Renata Carvalho y a mí a crear una obra de teatro en la que tendremos la oportunidad de transformar, artísticamente, los ataques que recibimos. Compartiremos esa experiencia con el público de manera participativa. Esperamos crear un momento de reflexión en conjunto.

No se puede ser tímido políticamente o incluso creer que existen personas a las que las manifestaciones oscurantistas no alcanzarán

P: ¿De qué forma los ataques contra el arte y los artistas afectan al conjunto de la sociedad?

R: Desde septiembre de 2017 se han creado muchos movimientos en Brasil, organizados por personas que entienden que la pérdida de los derechos —civiles, inventivos— genera un espectro en la vida de los que escriben, cantan, bailan, actúan, pintan, esculpen los contextos del mundo, al igual que en la vida de los que piensan, actúan, se identifican con otras formas de vida diferentes de la que idealiza el coro moralizador.

El riesgo de que se pierdan derechos no está restringido solo a los autores de las performances o a los artistas de las exposiciones atacadas en 2017 en Brasil. No se puede ser tímido políticamente o incluso creer que existen personas a las que las manifestaciones oscurantistas no alcanzarán. Lo que existe es desconocimiento. Y este, sí, en cualquier área, tiene que ser desestabilizado.

P: ¿Cómo eso afecta a la democracia?

R: El discurso moralizante no se preocupa con la democracia. A los que no forman parte del rebaño hay que separarlos y, para ello, se justifican actos de violencia que nunca podrían ser justificados.

Hay que desencantar ese mal. Generar un viento contrario a los valores estándar mediante acciones sobrias, como problematizar las circunstancias de nuestras críticas y dar crédito a los contextos en lugar de a las calumnias. Hay que estar comprometido con los demás para prevenir, de todas formas, el sufrimiento colectivo provocado por una falsa acusación. Sí, hay que estar comprometido con los demás.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - O avesso da lenda, A vida que ninguém vê, Oolho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum. Facebook: @brumelianebrum.

Traducción: Meritxell Almarza.

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