Esa mirada que no nos juzga
Nos observan desde mil ventanas, algoritmos invisibles. Saben lo que nos gusta o desagrada, lo que pensamos y deseamos
Los adultos cuando nos miramos ya nos estamos juzgando. No necesitamos estar ante un tribunal de justicia. Desde que aparecemos en la escena del mundo ya somos escrutados. Nos dicen que nos parecemos a alguien: la nariz al padre, la boca a la madre, la barbilla al abuelo. Nacemos siendo retrato de los otros.
Crecemos y seguimos siendo juzgados. Hoy nos observan desde mil ventanas, algoritmos invisibles. Saben lo que nos gusta o desagrada, lo que pensamos y deseamos. Los robots se encargan hasta de recordarnos lo que ellos creen que nos agradaría comprar. Somos observados por mil ojos desparramados por el planeta. Pronto podremos ser vistos hasta desde el cosmos. Vistos y juzgados.
Los robots se encargan de recordarnos lo que ellos creen que nos agradaría comprar
¿Existirá alguien o algún lugar donde no se nos juzgue, donde se nos acepte como somos, donde no nos pregunten nada, donde no nos examinen siempre y donde deseen solo que existamos? Sí, el mundo de los pequeños, cuanto más pequeños, mejor. Sólo un niño no te juzga, ni le interesa lo que compras o lo que vistes, si eres pobre o rico, joven o viejo, feo o guapo. Te quieren para compartir tu presencia, para que juegues con ellos. Te aman si tú les amas. No te preguntan nada.
El niño o la niña pequeña no ve mis arrugas, no se fija si camino erguido o encorvado por el tiempo, no le importa lo que gano o lo que sueño. No entiende que pueda cansarme. Soy siempre, para él, su superhéroe.
El mundo adulto es incapaz de aceptar que pueden existir momentos de descanso y poesía
Fuera de ese planeta, las miradas de los otros se convierten en juicios. A mi hija Maya, cuando era muy pequeña e iba ya a la escuela, le gustaba que las madres trajeran a casa a sus compañeras de colegio para jugar. Con mis prejuicios de adulto, intentaba indagar qué hacían sus padres. Mi hija me miraba extrañada y me decía: “¡Y yo qué sé!”. Y si le insistía, me respondía: “Es que no me interesa lo que son sus padres. Me gustan mis amigas y basta”.
Hoy los medios de comunicación publican, cada vez con mayor frecuencia, estudios sobre cómo convertir la dura rutina de nuestro día a día en momentos de simple placer. Nos incitan a saborear las “pequeñas felicidades”.
Son los niños quienes más y mejor aman la paz. No les regalemos juguetes de guerra
Tendrían que recordarnos que existe ese mundo infantil, un paraíso perdido, donde poder reflejarnos y cobijarnos sin que se nos juzgue, y donde somos siempre acogidos con el frescor de la primera vez.
El escritor italiano de la mafia, Leonardo Sciascia, me decía que no somos inocentes ni cuando nacemos. Es verdad, pero también lo es que el mundo de la infancia y sus espacios de fantasía -aún no contaminados por el pecado de juzgar- nos ofrecen ese rincón donde podemos sentirnos al reparo del ojo escrutador del Gran Hermano.
El mundo adulto anda cada vez más inquieto y escéptico, incapaz de aceptar que también pueden existir momentos de descanso y de poesía, de silencio y de aceptación, de perdón y no sólo de rabias y peleas.
Si hay algo que a los niños les hace sufrir y sentirse adultos prematuramente es ver a sus padres pelearse. Ellos nos quieren juntos y alegres. Lloran, pero no les gustan las lágrimas de los adultos. Les crean miedo e inseguridad. Les obligan a crecer a destiempo, como las guerras empujan a envejecer a los adultos. También las guerras verbales, que abundan en las redes sociales, matan, a veces, más que las armas de fuego.
Son los niños quienes más y mejor aman la paz. No les regalemos, por favor, juguetes de guerra. Mejor los que cultiven sus fantasías e ilusiones. Tiempo tendrán de darse de bruces contra la violencia que embrutece a la humanidad.
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