Elecciones Estados Unidos

Trump: la precuela

Ocurrió algo increíble en un país del G-8: un millonario sin escrúpulos ganó las elecciones y el mundo se acabó acostumbrando

El candidato republicano, Donald Trump, llega a un mitin en Wilmington, Ohio, el pasado viernes.CARLO ALLEGRI (REUTERS)

La historia ocurre de forma increíble en un país del G-8. Se presenta a las elecciones un tipo que no es político a quien los políticos se toman a broma, hasta que es demasiado tarde. Es multimillonario, y por eso presume de que no le interesa el poder para robar, ya tiene todo el dinero que quiere. Se pasa con el pote de bronceado y tiene un problema con el pelo. Es machista y goza de su debilidad por las mujeres. Maneja ...

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La historia ocurre de forma increíble en un país del G-8. Se presenta a las elecciones un tipo que no es político a quien los políticos se toman a broma, hasta que es demasiado tarde. Es multimillonario, y por eso presume de que no le interesa el poder para robar, ya tiene todo el dinero que quiere. Se pasa con el pote de bronceado y tiene un problema con el pelo. Es machista y goza de su debilidad por las mujeres. Maneja frases simples y autoritarias, con la mandíbula prieta. Hace chistes. Mete la pata, pero le da puntos. Aprovecha un momento histórico de confusión en que la ciudadanía está harta de sus políticos y ha perdido la confianza en ellos. Él se presenta como alguien nuevo y ajeno a la política, se dice un outsider antisistema cuando es fruto y parte esencial del sistema. Es más, de lo peor y más adinerado del sistema. Proclama verdades cuando en realidad dice lo primero que se le pasa por la cabeza, hace del no controlarse un síntoma de autenticidad. Atraviesa problemas con su imperio empresarial y en cierto modo entra en política para sobrevivir. Tiene un sentido muy flexible de lo que significa pagar impuestos, y además se enorgullece de ello. Vende una historia de éxito personal en los negocios, y por eso mismo protagoniza un gran conflicto de intereses. En un país consumista y fascinado con la riqueza a la gente le parece alguien ejemplar y rompedor, que por lo menos es distinto, habla el lenguaje de la calle y cuanto más le atacan mejor se lo ponen. Domina la imagen y tiene un gran control mediático.

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Era 1993, el país era Italia y este hombre era Silvio Berlusconi. Lo que pasó luego fue lo siguiente. Ganó las elecciones. De inmediato lo que parecía lo peor ya no era tan malo, una vez que se hizo realidad. Lo impensable se hizo asumible, por el propio peso de las cosas. Para ser algo suele bastar que te nombren: ya está, ya lo eres. Lo demás viene solo. El poder se demostró un gran creador de consenso. Los líderes internacionales podían pensar lo que pensaran, pero se imponía ser pragmáticos, taparse la nariz, respetar las decisiones del soberano pueblo italiano y seguir con los negocios. En los foros mundiales fue aceptado como uno más y se descubrió que a fin de cuentas se entendía más de lo que se podía pensar con otros estadistas. No era para tanto, se le había demonizado excesivamente. Al final algunos ya ni tenían que taparse la nariz, hasta le invitaban a bodas en El Escorial. Si eso ocurría con el jefe de Gobierno italiano, qué no ocurriría si fuera del de Estados Unidos, se harían ímprobos esfuerzos de comprensión.

Berlusconi, por su parte, se agigantó como personaje y se comprobó que el que se conocía antes era solo una mínima parte del que podía llegar a ser. No habíamos visto nada. Se hizo muy amigo de Putin y Gadafi. Recicló como demócratas a políticos postfascistas y xenófobos. Subieron al carro del poder oportunistas y arribistas de todo pelaje. Muchos de los que le insultaban acabaron siendo aliados suyos. Se le reinterpretó cultural e intelectualmente de modo favorable. Sus asuntos sucios, que se intuían, llegaron a los tribunales. Él lo consideró una especie de golpe de Estado de quienes habían perdido las elecciones. Su legitimidad era la mayoría obtenida en las urnas. Se creó un violento y preocupante choque de poderes. Esta situación alimentaba permanentemente su victimismo como arma electoral y las teorías de las conspiraciones. Amparado en estas tesis, hizo leyes para defenderse de sus procesos. Se dedicó a salvar sus negocios. La simbiosis de poder político y empresarial le hizo aún más potente. Costó mucho que se fuera. Dominó la vida política italiana dos décadas, también gracias a una oposición negligente y desarmada. Ya no había manera de distinguir la verdad de la mentira. El resto del mundo en todo caso se acabó acostumbrando. Hundió la derecha italiana, donde ya no hay un partido conservador europeo civilizado.

Indro Montanelli, que le conoció muy bien porque le tuvo de jefe –una de las mejores maneras de conocer a alguien- dijo una verdad como un templo: Berlusconi no tiene ideas, solo intereses. No se le han oído a Trump muchas ideas. Entonces en Italia no se hablaba mucho de populismo, era pura derecha. Al menos Berlusconi era simpático. A veces te reías aunque no quisieras. Ahora ya ni eso.

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