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Columna
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¿Debería renunciar Dilma?

Los gestos de desprendimiento de quienes detentan el poder suelen ser admirados

Juan Arias

No sé qué le estarán aconsejando a Dilma Rousseff sus mejores amigos y consejeros en estos días que ella ha calificado de “tormento”, y en los que revela tener pocas esperanzas de ser absuelta por el Senado.

Y menos conozco lo que su conciencia le estará pidiendo, quizás dividida entre pasar a la historia como víctima política o escoger el camino de la renuncia, que no significaría aceptación de culpa, sino un gesto de generosidad capaz de apaciguar los ánimos enconados de la sociedad.

Lo que puede parecer como debilidad puede también convertirse en su mayor fuerza moral y de atracción

Mujer de carácter, que ya demostró no tener miedo ni en momentos de peligro físico, es natural que lo que le pida el cuerpo sea resistir y seguir proclamando su inocencia y lo que ella considera un atropello.

Si, frente a ella misma, ello puede parecer una postura noble, frente a la realidad de la Historia podría ser diferente, ya que, como sentenció el agudo político italiano, Giulio Andreotti, “el poder malogra sólo a quién no lo tiene”.

La política es noble y cruel al mismo tiempo. Y, al igual que en el firmamento los astros giran en torno a los más fuertes y más densos, también en ella el poder real acaba atrayéndolo todo a su alrededor dejando en la cuneta a quienes lo han perdido.

Será difícil que hasta los más fieles seguidores de Dilma y defensores de su causa, así como las instancias internacionales, puedan permanecer a su lado una vez sancionada constitucionalmente su pérdida de poder y su alejamiento forzoso de la política durante ocho años.

Lo más seguro es que acabe relegada al olvido mientras las nuevas fuerzas políticas se unan para seguir gobernando, ratificando el dictado popular de “a rey muerto, rey puesto”.

Con su renuncia voluntaria, bien explicada a la sociedad, Dilma, muy al contrario, además de quedar libre para intentar nuevas aventuras políticas, podría acabar polarizando un consenso de la sociedad, incluso por parte de la que hoy le es hostil, con un gesto de generosidad destinado a pacificar al país.

Si hay un pueblo capaz de perdonar, ese es el brasileño, que se siente más atraído por políticos capaces de dialogar y hasta de ceder que por los intransigentes y pétreos, que suelen desprender más miedo y rechazo que empatía.

Por ejemplo: siempre me llamó la atención la actitud de algunas madres de las favelas que, frente a los verdugos de sus hijos inocentes sacrificados por la violencia de policías o traficantes, llegan a perdonar a los verdugos, aunque con el corazón sangrando.

Quizás me equivoque, pero tengo la convicción de que la figura de Dilma, a pesar de los sentimientos encontrados que hoy despierta en la sociedad, resultaría más enaltecida y hasta amada, frente a un gesto de generosidad que la llevase a renunciar a la presidencia para favorecer una vuelta a la normalidad.

Las posturas intransigentes de quienes detentan el poder pueden hasta ser admiradas, pero lo que suele despertar mayor acogida y simpatía son los gestos de desprendimiento que hace a quienes los protagoniza más cercanos a nosotros.

Lo que puede parecer como debilidad puede también convertirse en su mayor fuerza moral y de atracción.

Dilma Rousseff está aún a tiempo de escoger entre intransigencia y generosidad. Está en su derecho.

Ojalá acierte.

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