Así se hace daño a la democracia
Cinco jueces del Tribunal Supremo pensaban una cosa cuando entraron en la sala (había que condenar al fiscal general del Estado) y dos, pensaban lo contrario. No parece que haya habido el necesario debate
Los primeros que deben respetar la justicia son, obviamente, los jueces, de todas las instancias, que deben evitar por todos los medios a su alcance que sus decisiones lleguen motivadas por intereses corporativos. La confianza en la justicia, escribe el magistrado Miguel Pasquau en su libro El oficio de decidir (Debate, 2025), no puede basarse en la infalibilidad de los jueces, algunos de ellos ya conocidos por su proclividad a sumarse a sus colegas y a comprometerse con los factores políticos o ideológicos de cada caso. La confianza se basa en la fiabilidad del sistema. La fortaleza de...
Los primeros que deben respetar la justicia son, obviamente, los jueces, de todas las instancias, que deben evitar por todos los medios a su alcance que sus decisiones lleguen motivadas por intereses corporativos. La confianza en la justicia, escribe el magistrado Miguel Pasquau en su libro El oficio de decidir (Debate, 2025), no puede basarse en la infalibilidad de los jueces, algunos de ellos ya conocidos por su proclividad a sumarse a sus colegas y a comprometerse con los factores políticos o ideológicos de cada caso. La confianza se basa en la fiabilidad del sistema. La fortaleza del sistema no está en el juez, sino en el procedimiento de decisión, es decir, en el juicio. Esto es lo que debe ser protegido y lo que lamentablemente se ha visto extrañamente vulnerado en el caso contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz.
La primera anomalía es el hecho de que se haga pública la condena sin incluir la sentencia, con los argumentos que hayan llevado a esa conclusión. No es la primera vez que esto sucede, pero en la mayoría de los casos se trata de sentencias que van a ser unánimes, refrendadas por todos y cada uno de los miembros del tribunal. Se supone que en un caso tan relevante como el que implica a una máxima autoridad del Estado, los jueces han debido mantener una larga y profunda deliberación, pero el seguimiento de lo ocurrido indica justo lo contrario. Cinco jueces del Tribunal Supremo pensaban una cosa cuando entraron en la sala (había que condenar) y dos pensaban lo contrario. Una semana después, dio la impresión de que en ningún momento se produjo el necesario debate ni intercambio de ideas.
La única alteración la produjo el testimonio de varios periodistas que aseguraron que el fiscal general del Estado no fue en ningún caso su fuente para señalar que Alberto González Amador había reconocido un fraude a Hacienda. Dado que los periodistas tienen la obligación constitucional de guardar el secreto de su fuente, pero no, en ningún caso, el derecho a mentir ante los tribunales, solo cabía aceptar su declaración o abrirles un procedimiento por mentir al tribunal. A la espera de la sentencia, parece que los cinco magistrados decididos a condenar al fiscal general han sorteado la opción del enfrentamiento con los periodistas y, a petición del magistrado Marchena, han decidido volver a la nota oficial de la Fiscalía, que fue descartada inicialmente como medio de prueba y que, repentinamente, vuelve a primer plano como prueba indiscutible.
Los jueces, el sistema judicial en un país democrático, se pone de acuerdo en que el mejor modo de resolver un conflicto “es someterlo a un proceso cuajado de garantías, a cuyo término decidirá un tercero (el Tribunal Supremo), cuyos miembros solo saben, se supone que mucho, de derecho. Es posible que algunos de esos jueces estén convencidos de la urgencia de un cambio de Gobierno, pero ese cambio solo es posible en el sistema democrático español mediante mayorías parlamentarias. En cualquier caso, el juez, más aún del Supremo, jamás debe convertirse en una pieza de una estrategia política. Y cuando eso sucede, afirma Miguel Pasquau, se está cometiendo prevaricación, “anteponer su propio criterio al criterio legal, malversando la función judicial que le han encomendado”.
Retrasar la sentencia y los argumentos permitirán, probablemente, que el caso de García Ortiz sea sobrepasado por otras muchas noticias, convenientemente distribuidas hasta el infinito por algoritmos creados ex profeso por redes sociales. Por eso sería importante que los expertos en derecho y los periodistas que han conocido bien lo ocurrido no se dejen distraer y mantengan la atención enfocada. Es importante, porque de lo que se trata en este caso es de una cuestión política de primer grado: ¿ha cometido el fiscal general el delito de revelación de datos reservados? ¿O dos sectores del Tribunal Supremo, opuestos en su calificación del caso, han sido incapaces de debatir de acuerdo con sus conocimientos de derecho y han marcado desde el primer minuto su decisión condenatoria? Porque si eso fuera así, estaríamos ante un grave caso de posible prevaricación. Habrá que esperar a la sentencia, aseguran unos y otros, pero precisamente el que se haya retrasado y no se conocieran los argumentos al mismo tiempo es lo que levanta más inquietud.
El sociólogo Juan Linz, experto en la quiebra de las democracias, indicó hace ya mucho tiempo que tendemos a pasar por alto las acciones de grupos que en principio estaban interesados en que el régimen democrático sobreviviera, pero que finalmente van retirando su apoyo, por motivos simplemente corporativos o ideológicos, a las instituciones que podrían haber sido favorables o por lo menos neutrales. Ahí es donde las democracias sufren más daño.