Lo que lograron Astérix y Obélix: que nos riamos de nosotros mismos
El cómic francés estrechó lazos entre los europeos con sus bromas sobre los estereotipos nacionales. Las series infantiles de hoy, siempre tan aptas, destilan menos humor
Adorno y Horkheimer sentencian que “la risa […] acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo”. Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa renace con la promesa de domesticar la violencia y desterrar el miedo. Muerto Dios, queda solo el temor a los hombres. Atenuado este, la risa horizontal se extiende. Una gran capa media puede prever su vida a largo plazo y nada impide que fructifique una risa cotidiana, signo de la ligereza que hallan hombres y mujeres cuando no se enfrentan solos a los imprevistos de la existencia y sus días no son una tregua antes de tiempos peores.
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Adorno y Horkheimer sentencian que “la risa […] acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo”. Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa renace con la promesa de domesticar la violencia y desterrar el miedo. Muerto Dios, queda solo el temor a los hombres. Atenuado este, la risa horizontal se extiende. Una gran capa media puede prever su vida a largo plazo y nada impide que fructifique una risa cotidiana, signo de la ligereza que hallan hombres y mujeres cuando no se enfrentan solos a los imprevistos de la existencia y sus días no son una tregua antes de tiempos peores.
La serie Astérix es paradigmática de la masificación de la risa en Europa durante la segunda mitad del siglo XX. Los galos de la irreductible aldea tampoco tienen miedo de nada porque, cual superhéroes, disponen de un arma definitiva, la poción mágica que funge de red de seguridad y deja a los ciudadanos con la única preocupación de perseguir sus intereses privados y comerciales, sus estilos de vida, y buscar de vez en cuando el entretenimiento violento con los romanos. Entre pelea y pelea, en la aldea reina la posibilidad de un humor libre e igualitario, que la serie a su vez aplica a los estereotipos nacionales de franceses, italianos, lusitanos, españoles y otros tantos, causando una risa paneuropea, un programa Erasmus del humor, que reduce las distancias entre los nacionales de cada país mientras acentúa las pequeñas diferencias, logrando que cada quien (bretones, corsos, suizos, etc.) se ría de sí mismo. Piénsese que desde el primer número, Astérix, el galo, de 1959, se han vendido más de 300 millones de libros de la serie en todo el mundo.
Ríen los galos y ríen los europeos cuando solo queda el miedo de que les caiga el cielo sobre la cabeza, como se teme Abraracurcix, jefe de la aldea y bromista de tiempos secularizados. También ríe Panoramix, el druida que hace las veces de sereno gurú, sabio y brujo desapegado de la tierra (no se le ve comer) pero apegado a la aldea y sus habitantes, siempre pronto a ofrecer sus artes para buenas causas defensivas. Estos galos esencialmente paganos (”¡Por Tutatis!”) se parecen a los franceses que, según el diagnóstico de Emmanuel Todd, se hallan sin horizonte de sentido, sin trascendencia, sin Dios, sin lo sagrado, sin algo de lo que no se pueda reír. Ateos angustiados en situación de riesgo metafísico, así define el sociólogo francés el estado espiritual de los franceses y, en cierto modo también, de los europeos, la excepción hipersecularizada en un mundo aún religioso. El cacique del pueblo solo tiene miedo de que le caiga el cielo sobre la cabeza: teme e inconscientemente desea la súbita revelación de la falsedad de su paganismo. La profecía de que algún día la trascendencia se desplomará sobre la aldea es aún otra broma de la era secular y sus creencias de quita y pon.
La aldea que Goscinny y Uderzo construyeron para hacer reír a los lectores tiene una organización antielitista, horizontal. A pesar de que no dispone de mecanismos democráticos, su estructura es antiautoritaria. Circulan libremente las pullas entre los aldeanos que solo se toman en serio a sí mismos como una excusa para meterse en algún fregado que acaba siempre en jarana al calor del fuego. Signo de eso son los problemas de verticalidad del jefe cuya autoridad no es nunca del todo respetada por los porteadores del escudo sobre el que aparece en público. El jefe es defenestrado del trono en cada capítulo, como decía Lefort de la democracia, caracterizada por “la incapacidad estructural de quienes ejercen la autoridad pública para encontrar un punto de anclaje definitivo”. Los galos se desempeñan en una ligera horizontalidad contrapuesta al torpe totalitarismo de los romanos. Estos conspiran entre sí, mientras que en la aldea las ambiciones son moderadas, salvo cuando alguna influencia externa introduce la cizaña o un conflicto interno pone a prueba sus principios.
La poción mágica es la clave de la libertad. La aldea bajo los efectos del fármaco dispone de un poder fenomenal que solo puede ser usado en legítima defensa o con finalidades de beneficencia, siguiendo con los principios que apuntalaron normativamente la Europa de la posguerra. El asedio constante de los romanos dota a los galos del heroísmo de la resistencia, les da las energías necesarias para no degenerar. Los mantiene siempre dispuestos para pegarse con el enemigo, siendo continuas las escenas que subrayan alguna forma de acción violenta con onomatopeyas de golpes, estrellitas y chichones. Estas rudas bromas —pues es siempre en broma que Obélix aplasta a algún romano con su menhir o alguien sufre un traumatismo craneoencefálico por puñetazo de aldeano dopado— nos dicen que no existe libertad sin el ejercicio de la fuerza, cubriendo esta verdad sobre la condición republicana con el velo de las risas.
La ideología de gran parte de las series televisivas infantiles producidas hoy es menos optimista. Los ciudadanos pierden el control sobre su vida, el cielo se cubre de nubarrones y el futuro carece de porvenir. Por ello, las ficciones para niños se vuelven más pedagógicas, menos lúdicas. Tiene notable éxito el género de minisuperhéroes siempre listos para la siguiente misión y que solo se permiten las bromas y las risas entre emergencia y emergencia. Se tiende a evitar que los niños contemplen violencia en edades tempranas al tiempo que se los entretiene con bomberos de un mundo del que se subrayan los riesgos medioambientales. Algún personaje gracioso se tropezará para suscitar una risa, pero el resto de la acción está dirigido a la resolución de graves urgencias en entornos ordenados y frágiles. Así las cosas, conviene adiestrar a los niños para que en cualquier momento abandonen sus juegos y salgan a combatir la catástrofe por venir.
Los niños no ríen con las aventuras de estos animalitos y personajillos superheroicos que confían infinitamente en la tecnología para neutralizar las catástrofes. Los personajes ya no son aplastados, bombardeados, gaseados y defenestrados como en La pantera rosa, El correcaminos o Tom y Jerry. Los contenidos audiovisuales ofertados cumplen con los estándares de violencia permitida por las autoridades de cada país y acentúan los mensajes edificantes (cooperación, ayuda y cuidados recíprocos, amistad, etc.). El resultado son historietas que, al no poder utilizar la violencia, han perdido un recurso clave para provocar hilaridad. Además, tienen que aparentar que transmiten un mensaje apto y didáctico, mientras usan todos los medios técnicos a su disposición para hechizar a los niños ante la pantalla. El resultado son montajes acelerados con entretenidas tramas sobre emergencias que deben combatirse. Se invita a los niños a ver las catástrofes con la misma ligera sonrisa con que los supervivientes en el mundo posapocalíptico celebrarán haber superado una prueba cotidiana. Cuando definitivamente el cielo caiga sobre nuestras cabezas, no pillará a los ciudadanos desprevenidos.
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