¿Es inevitable la guerra para el ser humano?

La regla moral esencial es no hacer daño. Pero como especie tenemos una capacidad de mentalización comunitaria capaz de lo mejor y de lo peor

Una marcha de soldados yemeníes en solidaridad con Gaza, en Sanaa (Yemen), el pasado 2 de diciembre.MOHAMMED HUWAIS ( AFP )

Estamos a punto de estrenar un nuevo año, pero las noticias nos desalientan: conflicto en Ucrania, bombardeos en Gaza, combates en Yemen. ¿De verdad la guerra es condición necesaria entre humanos?

En 1986 surgió el Manifiesto de Sevilla contra la Violencia, un documento elaborado por expertos internacionales reunidos por la Unesco en la ciudad andaluza que concluye que no hay evidencia científica de que la guerra sea inherente a las personas. “La guerra no está en nuestros gen...

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Estamos a punto de estrenar un nuevo año, pero las noticias nos desalientan: conflicto en Ucrania, bombardeos en Gaza, combates en Yemen. ¿De verdad la guerra es condición necesaria entre humanos?

En 1986 surgió el Manifiesto de Sevilla contra la Violencia, un documento elaborado por expertos internacionales reunidos por la Unesco en la ciudad andaluza que concluye que no hay evidencia científica de que la guerra sea inherente a las personas. “La guerra no está en nuestros genes. Lo que es inevitable es la ira y la violencia humanas”, explica Jorge L. Tizón, psiquiatra y autor de La guerra como campo de batalla. Deconstruyendo mitos y símbolos (Herder, 2022). Tizón nos recuerda algo que todos experimentamos en nuestra convivencia: que en nosotros está la ira y la violencia —y la pena y la tristeza—, pero también la alegría, el apego, el deseo o el instinto de juego.

A veces nos cuesta ver lo evidente. En el humano, la regla moral esencial es no hacer daño, y somos un ser “ultrasocial que consigue vivir en áreas urbanas densamente pobladas donde se da una sociabilidad respetuosa, se interactúa de forma confiada entre desconocidos, con amplísimos márgenes para la tolerancia y la cooperación”, recuerda Adolf Tobeña, catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona. ¿Entonces?

Entonces el enfrentamiento armado es lo que llevamos viendo desde hace siglos, una cuestión nutrida por lo que Eric Fromm bautizó como la escuela de “instintivismo”, una idea encubridora para aceptar la guerra. “Están las emociones humanas, y luego la cultura se encarga de estimular o reprimir unas u otras”, advierte Tizón.

En La religión de la guerra (Arena libros, 2022), que recoge artículos de juventud del filósofo André Glucksmann, se argumenta que Occidente es una sociedad cartografiada a partir de las guerras derivadas del imperialismo, el colonialismo y el nacionalismo. Y que esta ocupa un lugar preeminente en la imaginería occidental. La guerra es columna vertebral en las lecciones de historia, en pinturas, novelas, películas, series o videojuegos. Un símbolo poliédrico percibido como destino, deber, costumbre, llamada biológica, aventura, un absurdo y, últimamente, como el peor de los crímenes.

Camaradería y necrofilia

Quizás una costumbre se parece mucho a una verdad, pero no lo es. En 1987, Georgi Arbatov, consejero de Mijaíl Gorbachov, advirtió a Occidente: “Os vamos a hacer una cosa terrible: os vamos a privar de un enemigo”. Si hay que potenciar identidades menos beligerantes habrá que enfrentarse a la atracción por el combate. En La guerra es la fuerza que nos da sentido (Síntesis, 2003), Chris Hedges, un reportero curtido en los conflictos como El Salvador o los Balcanes (y que decidió abandonar The New York Times tras recibir una bronca por ser crítico con la invasión de Irak), advierte que el problema es el poder del mito de la guerra, porque tiene una fuerza que da sentido al caos y a la muerte violenta, y justifica la crueldad y estupidez humana. “La guerra es necrofilia oculta bajo los tópicos del deber y la camaradería”, escribe.

La clave está en que entre los grupos humanos se puede dar a veces un valor superior. Si es considerada como una “causa justa” —sea cual sea esta—, permite exaltar la moral hasta obnubilarnos y enfrentarnos a otros, según Tobeña, autor de La guerra infinita: de las luchas tribales a las contiendas globales (Plataforma), junto con Jorge Carrasco.

Está también el deseo de luchar. “Los humanos tenemos el privilegio del absurdo: la idea de la vida es más importante que la vida misma. Las civilizaciones caen o no en función de la vitalidad de sus ideas culturales, de sus valores”, explica el antropólogo Scott Atran en conversación telefónica. “Tenemos un sesgo neuropsicológico automático, un resorte psicológico que nos impulsa a preferir y defender a los nuestros, pero ese sesgo no conduce necesariamente al enfrentamiento”, advierte Tobeña.

“Guerrear no está en nuestros genes. Lo que no se puede evitar es la ira y la violencia”
Jorge L. Tizón, psiquiatra

¿Y cuándo llega la hostilidad? Cuando se alimenta la competición, la lucha por el dominio y el favoritismo progrupal —sea tribalismo, gremialismo, chovinismo o nacionalismo— hasta el paroxismo. Y cuando la dirección de individuos que pretenden sacar partido personal de las contiendas promocionan el desprecio y el odio a la otredad. Cuando se alimenta el miedo, “cortocircuitante de los procesos cognitivos”, lo que puede conducir al enfrentamiento, según Tizón.

Desertores y ‘cobardes’

En 1795, Kant lanzó la idea de declarar ilegal la guerra a escala universal, y el documento de Sevilla ya lo advierte: la guerra nace en la mente. Por eso, “actuando como si la guerra no fuera inevitable podremos prevenirla”, razona Cynthia Enloe, autora de Doce lecciones feministas sobre la guerra (RBA, febrero 2024). Para Enloe, afirmar que la guerra es ine­vitable supone no responsabilizar a nadie por destruir la paz, “una suposición peligrosa y profundamente militarizada, porque todas y cada una de las guerras han estallado debido a decisiones específicas de personas concretas, cada una de las cuales podría haber actuado de forma diferente”.

En esta oscura trama, la propaganda belicista esconde a los que huyen o a los que se niegan a disparar. Durante la II Guerra Mundial, el ejército alemán mató a 30.000 desertores y en la guerra civil americana la mitad de los soldados no usaron sus armas. Son sombras que rompen en mil pedazos el relato ordenado, en mando y coherencia, de la guerra.

Según los tres parámetros fundamentales de las guerras —frecuencia, duración y letalidad—, estas van disminuyendo. Cuando empezó la I Guerra Mundial se apuntaron más de dos millones de voluntarios, algo impensable ahora. La historiadora británica Mary Beard argumentaba algo parecido hace poco: “No hemos resuelto el problema de la guerra o los crímenes, pero ya sabemos que eso no se hace. Hemos avanzado”.

La especie humana tiene una capacidad de mentalización comunitaria capaz de lo mejor y de lo peor. Están personas como el doctor palestino Mahmoud Abu Nujaila, de Médicos sin Fronteras, que murió en un bombardeo al hospital Al Awda, en Gaza, por su decisión de no abandonar a enfermos y heridos. “Hicimos lo que pudimos. Recordadnos”, dejó escrito en la pizarra para planificar cirugías.

Al otro lado del espejo está Adolf Hitler, quien en otoño de 1923, en la cervecería Bürgerbräukeller, en Múnich, sudoroso e iracundo —le llamaban “el caniche mojado” por eso—, enardeció de odio a las 50 personas allí presentes.

A ver qué camino seguimos. La declaración de Sevilla concluye que “la biología no condena a la humanidad a la guerra, y que la humanidad puede liberarse de la esclavitud del pesimismo biológico y capacitarse con confianza para emprender las tareas transformadoras”.

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