Mi bisabuela se convierte en mi hija. El curioso sistema de la tribu australiana apalech que nos puede inspirar

El experto en pensamiento nativo Tyson Yunkaporta cuenta en un libro cómo el pensamiento y costumbres indígenas pueden ayudar a salvar nuestro mundo

Una imagen de archivo de una familia de aborígenes caminando en la naturaleza cerca de Darwin, AustraliaDeco (Alamy/Cordon Press)

A veces me resulta difícil escribir en inglés después de haber estado hablando por teléfono con mi bisabuela; ella también es mi sobrina y en su lengua no hay dos palabras diferentes para referirse al tiempo y al espacio. Según su sistema de parentesco cada tres generaciones se reinicia un ciclo eterno de renovación y los padres de nuestros abuelos pasan a ser clasificados como nuestros hijos. En su lengua tradicional, ella pregunta algo que se traduciría directamente al inglés como “qué lugar”, pero en realidad significa “qué tiempo”; y entonces uno se coloca en ese paradigma de mala gana por...

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A veces me resulta difícil escribir en inglés después de haber estado hablando por teléfono con mi bisabuela; ella también es mi sobrina y en su lengua no hay dos palabras diferentes para referirse al tiempo y al espacio. Según su sistema de parentesco cada tres generaciones se reinicia un ciclo eterno de renovación y los padres de nuestros abuelos pasan a ser clasificados como nuestros hijos. En su lengua tradicional, ella pregunta algo que se traduciría directamente al inglés como “qué lugar”, pero en realidad significa “qué tiempo”; y entonces uno se coloca en ese paradigma de mala gana porque sabe que cuando tenga que ponerse de nuevo a trabajar le costará un esfuerzo del demonio volver a salir de él. El parentesco se mueve por ciclos, la tierra se mueve por ciclos estacionales, el cielo se mueve por ciclos estelares y el tiempo está tan amarrado a esos ciclos que ni siquiera es un concepto independiente del espacio. Experimentamos el tiempo de una forma muy distinta a como lo experimentan las personas inmersas en calendarios planos y superficies sin historias. En nuestras esferas de existencia el tiempo no avanza en línea recta y es tan tangible como el suelo que pisamos.

Nada se crea ni se destruye, simplemente se mueve y cambia. Esa es la primera ley. La creación es un estado de movimiento constante y como especie custodia que debemos desplazarnos con ella, pues si no lo hacemos dañaremos el sistema y nos condenaremos a nosotros mismos. Nada se puede retener, acumular ni almacenar. En un sistema estable toda unidad requiere velocidad e intercambio, de lo contrario se estanca. Esto es válido tanto para los sistemas económicos y sociales como para los naturales. Todos se comportan de acuerdo con las mismas leyes.

En torno al círculo central hay tres arcos (o pétalos, como me parece verlos ahora) que muestran que nuestro sistema social está cartografiado sobre el patrón de la creación, según el cual en torno a cada niño hay tres generaciones de mujeres fuertes: hermanas/primas, madres/tías y abuelas. La madre de la abuela vuelve al centro y se convierte en la niña, todas ellas transitan eternamente por estos roles y el espíritu del niño renace a través del territorio. Cada una de ellas también ocupa todos los roles simultáneamente, de tal manera que la hermana es también la tía de alguien y la abuela de la hija de su sobrina.

De este modo, el sistema es diferente según el contexto relacional de la persona que lo esté contemplando en cada momento. Si somos el niño que está en el centro vemos un conjunto de relaciones, pero si colocamos en el centro a nuestro hijo vemos otro conjunto de relaciones. La tía del niño también es el niño de alguien, que ocupa el centro de su propio sistema. Cada vez que conocemos a alguien y establecemos una relación estamos combinando múltiples universos. No hay modo alguno de ser un observador externo de este sistema; para verlo en tres dimensiones tenemos que situarnos en él y para ver otras múltiples dimensiones debemos desplazarnos por él y establecer las debidas conexiones en su interior. Desde el exterior no es más que una imagen plana.

En ciencia e investigación contemporánea los investigadores tienen que reivindicar la objetividad, una posición imposible y propia de un dios (ser más que) que estuviera flotando en el espacio vacío y observara el territorio sin formar parte de él. Es una ilusión de omnisciencia que en la física cuántica ha chocado con algunos obstáculos. Por mucho que nos esforcemos por tratar de aislarnos de la realidad, esta siempre produce efectos sobre el observador, pues la realidad cambia en función de nuestro punto de vista. Los científicos lo llaman “principio de incertidumbre”.

Soy un novato en cuestiones de física, pero lo que entiendo es que cuando estamos buscando la ubicación de una mota subatómica esta se comporta como una partícula y cuando tratamos de ponderar su movimiento se convierte en una onda. Por lo tanto, su realidad física cambia en función de lo que estemos buscando. Lo que popularmente se suele responder a esto ha sido: “Si puedo cambiar la realidad con mi mente, quiero que el universo me haga llegar un Lamborghini”.

“No es así como funciona”, escucho cuando converso con Percy Paul, un aborigen australiano y físico teórico del Instituto Perimeter de Canadá. Parece que tiene la sensación de que las complicadas ecuaciones de la incertidumbre ejercen poca influencia sobre la realidad que vive como indígena. Mientras escucho su explicación sobre su forma de ser y de comprender el universo trato de adoptar su punto de vista: empiezo a imaginar que un electrón genera un campo de probabilidades para su potencial ubicación en un momento dado y que no se le puede asignar una única posición en el tiempo lineal; parece como si formara una especie de playa en la que cada grano de arena fuera una de sus posibles ubicaciones. Esto me sugiere que la realidad tangible solo existe desobedeciendo al tiempo lineal.

Me siento un poco tonto sugiriéndole esta idea, así que mi ego nos impide hilar más conversaciones sobre la cuestión. Los egos siempre se interponen en el camino de una buena conversación. En lugar de hablar de eso, hablamos del primer y el segundo principio de la termodinámica y él me comunica algunas ideas asombrosas, pero nuestras sendas de pensamiento divergen enseguida; la conversación se acaba y no conseguimos recuperarla. En el mundo indígena no podemos obligar a las personas a que nos transmitan conocimiento: sencillamente aceptamos lo que ellos creen que estamos preparados para recibir. Por lo general, los custodios del conocimiento se apartan cuando ven narcisismo en nosotros. Y yo sé que he abordado esta conversación con la actitud equivocada. Aun así, recojo agradecido las semillas que me brinda.

Mis conversaciones con Percy me llevan a revisitar al gato de Schrödinger, que parece ser el mejor modo de ayudar a comprender el principio de incertidumbre a los no iniciados. Según este célebre experimento mental, imaginemos que envenenamos a un gato y lo metemos en una caja. No sabemos si el gato estará ya muerto porque no podemos verlo, así que en ese momento el gato está al mismo tiempo vivo y muerto. El acto de observar respirar al gato significaría que está vivo y el acto de ver sus ojos hieráticos sin mirada en una máscara de agonía y pánico significaría que está muerto. Dios mío.

Desde el punto de vista de la cosmología aborigen el problema de la incertidumbre se resuelve cuando reconocemos que somos parte del territorio y aceptamos nuestra subjetividad. Si queremos saber qué hay tan malo en la caja, bebamos el veneno y metámonos en ella. Después de mis conversaciones con Percy empiezo a ver que el principio de incertidumbre no es una ley, sino una expresión de frustración por la imposibilidad de alcanzar esa objetividad científica propia de un dios.

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