La propuesta de Urkullu: una confusión histórica
No es fácil saber en qué consiste la “convención constitucional” que propone el lehendakari vasco
Convención es una palabra rara porque significa cosas muy diferentes. Convención es, por ejemplo, una práctica admitida tácitamente, digamos vestirse de una manera determinada para una boda. También puede significar una reunión convocada por una empresa con todos sus empleados, para confraternizar o definir nuevos objetivos. Sin embargo, la Convención de La Haya (1954) es un tratado internacional que exige a sus signatarios proteger el patrimonio cultural en caso de guerra. Y la Convención de Filadelfia (1787) fue la reunión en la que se elaboró la Constitución de Estados Unidos (que todo sea ...
Convención es una palabra rara porque significa cosas muy diferentes. Convención es, por ejemplo, una práctica admitida tácitamente, digamos vestirse de una manera determinada para una boda. También puede significar una reunión convocada por una empresa con todos sus empleados, para confraternizar o definir nuevos objetivos. Sin embargo, la Convención de La Haya (1954) es un tratado internacional que exige a sus signatarios proteger el patrimonio cultural en caso de guerra. Y la Convención de Filadelfia (1787) fue la reunión en la que se elaboró la Constitución de Estados Unidos (que todo sea dicho, sigue vigente, con 27 enmiendas aprobadas desde entonces por dos tercios del Congreso o propuestas por dos tercios de los parlamentos de los Estados federados). Así que no es fácil saber en qué consiste exactamente la “convención constitucional” que ha propuesto esta semana el lehendakari Iñigo Urkullu como vía para, sin reformar la Constitución, “reinterpretarla sobre aquello que no ha resuelto bien en relación con la cuestión territorial”.
La propuesta de Urkullu, se supone que aprobada por el PNV y quizás tanteada en otros ambientes, tiene una virtud indudable: ya no se habla de un inviable referéndum de autodeterminación y se reconoce que la única vía de reforma de la estructura territorial de España, el llamado Estado de las autonomías, es el dialogo y el acuerdo. Siempre es bueno que se reconozca que ni la violencia ni las acciones unilaterales, ampliamente derrotadas, pueden lograr ese objetivo.
La confusión se introduce cuando propone que esa reforma territorial (cuyo alcance no se precisa) se logre sin reformar la Constitución, mediante un pacto de “reinterpretación” no se sabe muy bien entre qué interlocutores. ¿Se trata de una negociación entre “el Estado” y las tres comunidades que se consideran históricas (Euskadi, Cataluña y Galicia)? ¿Y a quién representa el interlocutor nombrado por el Gobierno? ¿A 14 de las 17 comunidades que integran ese Estado? ¿Se acepta además que Andalucía no forma parte de las comunidades “históricas”, en contra de la opinión del PSOE? ¿Qué pasa si el representante de Galicia, con gobierno popular, no quiere asistir? Si al final, lo que se pretende es volver a una mesa entre partidos políticos que ayude a aclarar en qué consisten exactamente los cambios que los partidos nacionalistas quieren introducir en la estructura territorial del Estado, puede ser útil, pero siempre será mejor no denominarla “convención” porque las palabras ambiguas no suelen hacer avanzar el conocimiento.
En cualquier caso, el principal problema de esa “convención” es que si lo que se pretende es llegar a un pacto para reformar leyes que supongan una reinterpretación de la Constitución, ya existe un lugar donde pactar, el Parlamento, y un lugar donde se decida si esa “reinterpretación” es viable o no, el Tribunal Constitucional. ¿Por qué no llevar ese debate, perfectamente legítimo, a la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados? Algunos recuerdan que buena parte de la propia Constitución de 1978 se negoció entre representantes de dos partidos (uno en el Gobierno, UCD, y otro en la oposición, PSOE) fuera del Parlamento, en reuniones privadas y secretas a las que se fueron incorporando después representantes de otros partidos. Muy cierto, sucedió así, pero, precisamente, porque no existía una Constitución escrita, que fijara claramente las estructuras del Estado ni los mecanismos democráticos para reformarlos. Ahora esos mecanismos están perfectamente claros y han sido testados con eficacia.
El debate en la comisión correspondiente del Congreso podría además facilitar el buen fin de las “reinterpretaciones constitucionales”, porque, de una manera o de otra, solo llegarán a buen puerto con el acuerdo del principal partido de la oposición, el PP. Es obvio que la actitud del Partido Popular ha sido tan irracional que no es fácil contar con que pueda participar constructivamente en un debate parecido, pero, en realidad, es el Partido Popular el que más necesita esos acuerdos para poder volver a contar con que algún día la derecha vasca y la catalana le aúpen al Gobierno de España, sin Vox. Algún día, algún dirigente del PP hará lo necesario. Y algún día los nacionalistas comprenderán lo que hace muchos años les explicó Javier Pradera: “Tenéis que daros cuenta de que, dentro de cien años, la comunidad de La Rioja será una comunidad histórica”.
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