El futuro habitable del mar Menor es un territorio sin amos
En casos como el de la laguna murciana es fácil caer en la nostalgia del paraíso perdido. Pero quedarse varado en la pena no sirve de nada: hay que hacer sitio a la vida
La vida no siempre se abre paso. A veces, un territorio agredido por las acciones humanas no puede nada. No puede nada, pero habla a través de la materia herida, por las marcas y señales que se inscriben en su piel. Eso es algo que entendí por primera vez el 5 de junio de 2022, cuando me acerqué a la playa de los Urrutias. Era el día mundial del medio ambiente y las distintas plataformas en defensa del mar Menor habían convocado a la ciud...
La vida no siempre se abre paso. A veces, un territorio agredido por las acciones humanas no puede nada. No puede nada, pero habla a través de la materia herida, por las marcas y señales que se inscriben en su piel. Eso es algo que entendí por primera vez el 5 de junio de 2022, cuando me acerqué a la playa de los Urrutias. Era el día mundial del medio ambiente y las distintas plataformas en defensa del mar Menor habían convocado a la ciudadanía para la recogida de algas. Una acción simbólica que no repara los daños, pero que señala una de las consecuencias más visibles de la degradación de la laguna murciana: la proliferación de organismos acuáticos que agotan el oxígeno y que ahogan a los seres que habitan en sus aguas. Una anoxia que ha dado lugar a mortandades masivas de peces y de crustáceos: más de 15.000 toneladas de cadáveres apilados en las playas. Acudí a la convocatoria con dos amigos. El calor era insoportable y el cielo era muy azul. Aquel día no vimos ciudadanos concernidos ni animales muertos, pero el agua era verde, y el arenal, fango negro. La espuma amarilla, tóxica y amenazante, se extendía aquí y allá, entre las algas. Un par de señores en mono blanco y tres o cuatro fotógrafos de la agencia Efe conversaban en la orilla. Nadie más. El lecho de la estigia era puro lodazal. Toda esa arena embarrada relumbraba bajo el sol. Uno de los hombres en mono se adentró en la laguna y me invitó a descalzarme. Me tomó de la mano y me llevó con él: entra, entra para saber qué es esto, niña. Y entramos en el agua y mis piernas se hundieron hasta las pantorrillas. Y empezó a picarme todo, desde los pies hasta el cráneo notaba la comezón enrojeciendo mi piel. La sensación de haberme clavado en la herida de un ser vivo fue inmediata y radical: supe que estaba dentro de la llaga de un cuerpo gravemente enfermo. Entonces, mis lágrimas cayeron, frágiles e impotentes, en la entraña de la estigia. Esa es la forma de vínculo que considero importante: la experiencia de un contacto entre dos existencias, el intercambio de afectos entre dos cuerpos vivos, más allá de los discursos de lo identitario, de las patrias o las raíces, más allá de toda herencia. Una toma de conciencia de ser parte del entorno, de ser, con un territorio, pequeña y vulnerable. Y sentí que aquel ambiente nos exigía cuidados, que mostraba sin hablar la violencia sufrida durante décadas.
Porque el mar Menor y su cuenca no están tocados de muerte a causa del cambio climático. No. El ecocidio que padece la laguna tiene causas antropogénicas: es el hombre con su afán de dominancia y su pulsión extractiva quien ha dañado más allá de los límites de lo soportable La Manga del Mar Menor. El 85% de los vertidos que recibe la laguna procede de los campos de regadío de la huerta murciana; el resto, basura y excrementos de los complejos turísticos, casquería y purines de las granjas de cerdos, azufre y otros venenos de las minas de La Unión. La albufera, incapaz de digerir el aporte de escoria y de nutrientes, no puede autorregularse. Nos necesita a nosotros porque la vida no siempre se abre paso. A veces, un paisaje devastado, un territorio agredido por la acción humana no puede más, dice basta. Y lo dice con su cuerpo sobreexplotado, con la muerte de los seres que habitan un medio ambiente reducido a objeto que puede ser abusado, con la aflicción de la Tierra sometida al interés y al beneficio humanos, un planeta reducido a cosa no importante que puede ser consumida, gastada, menoscabada y más tarde abandonada.
¿Quién no ha pisado una playa que antaño fue un edén (las meriendas en familia en una playa tranquila, los grupos de adolescentes a la orilla de un lago mientras el día declina, una tarde apacible bajo una higuera o un pino donde un par de enamorados declaran su amor eterno) y que hoy está sujeto a los flujos del turismo y a estrellas de TripAdvisor?; ¿quién no ha asistido, imparable, al avance del ladrillo en pueblos de veraneo humildes y acogedores?; ¿quién no ha sentido aflicción por entornos naturales de pronto modificados y transformados en zonas para el provecho humano? Es tan fácil la nostalgia en esos casos, es tan sencillo apelar a la memoria de un tiempo que nos ha sido robado, a los recuerdos perdidos entre escombros y basura, a un pasado que no existe y que solo conservamos congelado en una foto. Pero quedarse varado en la pena que produce el paraíso perdido no sirve de nada, porque desactiva nuevos modos de pensar y de ocupar este mundo. Yo no impugno el dolor, no condeno la tristeza, pero si de verdad queremos pensar la vida a largo plazo, si es cierto que deseamos conservar la vida en nuestro planeta y legarla como ofrenda a nuestros hijos, debemos hacer de nuestro llanto una pasión que remueva y que empuje a la acción, una aflicción que permita abrirnos a otras formas de pensar la relación entre el hombre y la Tierra sin apropiarnos de ella, sin consumirla; otros usos que no agoten, que respeten los ecosistemas igual que hace una abeja, una orquídea o una piedra; igual que hacen los peces, las higueras y los cardos. Hablo de comprender que todo perecerá si no se produce un desplazamiento desde el antropocentrismo hasta el ecocentrismo, hablo de operar un cambio sistémico que permita concebir los territorios como cuerpos vivos, como sujetos dignos de ser respetados y restaurados. No hay pasado al que regresar, sino un futuro por habitar, un futuro que pasa por entender para siempre y de una vez que los humanos no somos los amos ni los señores de los territorios, que no somos entidades desgajadas de la naturaleza, que somos con los entornos instancias relacionales, una red de intercambios con los fragmentos de Tierra que habitamos. Que somos los responsables de detener los estragos que sufre el medio ambiente. En este sentido, la aprobación de la ILP para dar al mar Menor y su cuenca la consideración de persona jurídica con derecho a existir y a ser protegida supone la materialización legal de ese cambio de mirada tan necesario. Preguntar a la laguna murciana, ¿quién eres tú?, considerarla un sujeto que habla con voz no humana, escuchar cuál es su mal, ver qué podemos hacer para reparar el daño acumulado. Esa es la forma de identidad entre hombre y territorio que me interesa.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.