Nuestro tiempo es el tiempo de las mujeres
Más que por la pandemia o por la guerra de Ucrania, nuestra era está marcada por la revolución que ha puesto en marcha una mitad de la humanidad
Yo no sé cómo es el tiempo que nos ha tocado vivir, qué es lo que lo caracteriza o lo distingue de otros tiempos, cuál es el rasgo o rasgos que lo definen, por qué razones será recordado en el futuro. No lo sé, y dudo mucho que ninguno de nosotros esté en condiciones de saberlo. En cierto sentido, nadie sabe en qué tiempo vive: ese conocimiento sólo lo posee el futuro, o la historia; nosotros apenas podemos intuirlo o vislumbrarlo, o más bien conjeturarlo. Además, en el fondo quizá no es tan importante: aunque cada tiempo sea distinto, los seres humanos que lo habitamos, por muy diferentes que...
Yo no sé cómo es el tiempo que nos ha tocado vivir, qué es lo que lo caracteriza o lo distingue de otros tiempos, cuál es el rasgo o rasgos que lo definen, por qué razones será recordado en el futuro. No lo sé, y dudo mucho que ninguno de nosotros esté en condiciones de saberlo. En cierto sentido, nadie sabe en qué tiempo vive: ese conocimiento sólo lo posee el futuro, o la historia; nosotros apenas podemos intuirlo o vislumbrarlo, o más bien conjeturarlo. Además, en el fondo quizá no es tan importante: aunque cada tiempo sea distinto, los seres humanos que lo habitamos, por muy diferentes que parezcamos, siempre somos más o menos los mismos, porque también lo son nuestras pasiones, nuestros sueños y nuestros deseos, nuestros motivos para vivir y para morir; por eso, porque los seres humanos no cambiamos en lo esencial, es por lo que pervive la literatura: por eso Homero o Dante o Cervantes siguen hablando de nosotros, siguen siendo nuestros contemporáneos.
Pero volvamos al presente.
Es verdad que, desde el 24 de febrero de este año, cuando la Rusia de Vladímir Putin invadió Ucrania, los europeos tenemos la impresión de que nuestro tiempo es el tiempo de la guerra. No creo que la impresión sea exacta. El tiempo de los europeos ha sido siempre o casi siempre un tiempo de guerra. En Europa, en el mundo, la guerra no ha sido una excepción: ha sido la norma. Hasta hace sólo unos meses yo pertenecía a la primera generación de europeos que no había conocido una guerra, al menos —no olvido la carnicería que desmembró la antigua Yugoslavia— una guerra entre las grandes potencias: mi padre vivió una guerra, mi abuelo hizo una guerra, mi bisabuelo y mi tatarabuelo también, y así hasta el origen de Europa, porque, a lo largo de los últimos mil años, los europeos nos hemos masacrado infatigablemente, en guerras de todas clases, de tal manera que no es exagerado afirmar que el deporte europeo por excelencia no es el fútbol, sino la guerra. Ésta, ya casi lo habíamos olvidado, ha sido considerada durante siglos, durante milenios, el instrumento adecuado para resolver problemas y el lugar donde los seres humanos descubren quiénes son de verdad; de ahí que poetas y pintores la glorificaran sin descanso. “Dulce et decorum est pro patria mori” (Es dulce y honorable morir por la patria), escribió Horacio, y recuerden ustedes La rendición de Breda, de Velázquez, uno de los cuadros más hermosos jamás pintados, donde la guerra aparece como un hecho de una nobleza deslumbrante. Esa es la realidad: los hombres —sobre todo los hombres— hemos amado la guerra, y ahora que, después de dos apocalípticas carnicerías mundiales, estábamos empezando a odiarla, la guerra vuelve a abatirse sobre nosotros, igual que una maldición. Así es como puede interpretarse la guerra de Ucrania: no como un hecho nuevo y determinante de nuestro tiempo, sino como un retorno de los tiempos viejos; es decir, como un retorno a Europa de la historia, o, al menos, como un retorno a Europa de la guerra considerada como un instrumento apto para forjar la historia.
Pero la invasión de Ucrania también puede interpretarse de otras formas. Tal vez para los historiadores del futuro resulte evidente, por ejemplo, que esta guerra debe inscribirse en el marco del enfrentamiento entre nacionalpopulismo y democracia que vivimos desde que la crisis económica de 2008 desencadenó un seísmo político planetario (…) El nacionalismo autoritario de Putin se sumó con entusiasmo a esta gran internacional nacionalpopulista, cuyo rasgo común es precisamente el nacionalismo y las pulsiones autoritarias y antidemocráticas, y de ahí que Putin haya sido en los últimos años el gran promotor del nacionalpopulismo en Occidente (…). Visto desde esta perspectiva, lo ocurrido en Ucrania cobra un significado distinto: la invasión rusa constituye el primer enfrentamiento bélico a gran escala entre nacionalpopulismo y democracia, los dos grandes proyectos políticos que parecen disputarse el mundo en nuestro tiempo. Sin embargo, esa lucha no es en el fondo, como digo, más que un nuevo avatar de una vieja lucha, o tal vez de una lucha eterna que a mediados de siglo XX arrasó Europa, y que esperemos que no haga lo mismo a principios de éste.
Pero un momento: acabamos de salir de una pandemia que ha matado en todo el mundo a millones de personas (según la OMS, podrían ser casi 10 millones), un cataclismo universal que nos ha mantenido atemorizados y encerrados en nuestras casas durante largas temporadas y cuyas devastadoras consecuencias todavía padecemos. ¿Es entonces nuestro tiempo el tiempo de la pandemia? ¿Así será recordado en el futuro?
No lo creo. Es cierto que, en nuestro infinito candor (o en nuestra irresponsabilidad infinita), nos creíamos blindados por la ciencia y la tecnología contra las pandemias, que considerábamos calamidades de otras épocas, plagas de resonancias bíblicas o medievales; pero los hechos nos han recordado, con una crueldad brutal, que estábamos equivocados, que la historia de la humanidad es la historia de las pandemias, como es la historia de las guerras, y que, igual que no nos hemos librado de las guerras, no nos hemos librado de las pandemias. Más aún: es probable que nos olvidemos de la pandemia del coronavirus mucho antes de lo que imaginamos, y que esta temporada en el infierno apenas deje memoria de sí misma. No lo digo porque posea dotes proféticas, sino porque, en esto como en tantas cosas, la historia es inapelable. El pasado reciente ha conocido muchas más pandemias de las que recordamos, pero tomemos la peor: la llamada gripe española. Ésta, hace apenas un siglo, mató a más de 50 millones de personas, cinco veces más que la Primera Guerra Mundial, aproximadamente las mismas que la Segunda. Y todos recordamos infinidad de poemas, novelas o películas sobre esas dos guerras, pero ¿qué testimonios literarios o cinematográficos quedan de la gripe española? Que yo sepa, casi ninguno: una alusión en algún poema de T. S. Eliot, en alguna novela de Virginia Woolf o en algún diario de la época, como El quadern gris, el clásico catalán de Josep Pla. Poca cosa más. La guerra es el primer gran tema de la literatura, y tal vez sea el último, pero de las pandemias se podría decir lo que dijo García Márquez del coronel de su célebre novela: que no tiene quien las escriba.
Así que nuestro tiempo no es el tiempo de la guerra, ni el de la lucha de la democracia contra la autocracia, tampoco el tiempo de la pandemia; todas esas cosas pertenecen a nuestro tiempo, pero no lo distinguen en lo esencial de otros. ¿Cómo es entonces el tiempo que nos ha tocado vivir? ¿Qué lo singulariza? ¿Qué nombre darle? ¿Por qué será recordado? Repito que no lo sé, y que tal vez no podamos saberlo, pero me atrevo a hacer un vaticinio: nuestro tiempo es el tiempo de las mujeres.
Hay un hecho incontestable: desde que el mundo es mundo, la mitad de la humanidad ha tenido apartada a la otra mitad; apartada o postergada o sometida o humillada: elijan ustedes la palabra que prefieran: mucho me temo que ninguna será lo bastante ingrata. Aristóteles, un pilar de la civilización occidental, escribió en su Política que las mujeres son inferiores a los hombres. Y lo escribió porque en su época todo el mundo lo pensaba y, hasta hace cuatro días, casi todo el mundo lo ha seguido pensando: lean ustedes a Schopenhauer, lean a Nietzsche. Esta postergación universal de las mujeres se ha traducido en violencia contra ellas. En el pasado y en el presente: sólo recordaré un informe reciente de la policía española, según el cual en mi país se producen dos agresiones sexuales cada hora; también recordaré que, en España, no hace ni 20 años que llevamos un cómputo de las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas. ¿Significa esto que antes no se producían esas barbaridades? Por supuesto que no; la diferencia es que antes se las llamaba “crímenes pasionales”, una expresión que suena casi romántica. Menciono datos de mi país, pero éste no es una excepción: más o menos con la misma intensidad, tales atrocidades ocurren en las mejores democracias del mundo; no digamos en otros lugares (un dato escalofriante: en México, en 2021, más de 10 mujeres fueron asesinadas al día). Esto, lo repito, ha ocurrido desde que el mundo es mundo, pero, por increíble que parezca, y a pesar de que los orígenes del feminismo puedan rastrearse en la Edad Media, apenas en los últimos años hemos cobrado plena conciencia de ello: es como si, durante siglos, hubiéramos convivido con un monstruo en casa y sólo ahora hubiéramos advertido su presencia.
Nadie vive fuera de su época, y menos que nadie un escritor; algunos, los mejores, son los termómetros más sensibles de la suya. Sea como sea, esta toma de conciencia general explica, supongo, que el tema de la violencia contra las mujeres haya aflorado en mis libros. Mentiría si dijera, sin embargo, que yo he ido a buscarlo; los escritores no andamos por ahí buscando temas: los encontramos; o, mejor dicho, son los temas los que nos encuentran a nosotros. Es lo que ha ocurrido en este caso. Melchor Marín, el protagonista de mi última novela, El castillo de Barbazul, y de la entera trilogía de la Terra Alta, convive desde que tiene uso de razón con la violencia contra las mujeres. Claro que todos, consciente o inconscientemente, convivimos con ella, pero Melchor la padece muy de cerca y de manera particularmente brutal, en las carnes de su madre, de su esposa y, ya en el último libro, en las de su hija. A cualquier persona decente le da náuseas poner la televisión o la radio y oír que otro hombre ha asesinado o ha intentado asesinar a su mujer, pero Melchor Marín vive esas formas cotidianas de violencia de maneras que permiten plantear los problemas esenciales que tratan de abordar estas novelas, las preguntas que intentan formular, problemas o preguntas relacionados con el valor de la ley y la posibilidad de la justicia, con las zonas más oscuras de los seres humanos, pero también, a veces, con las más luminosas. En cualquier caso, éste es tal vez, insisto, el gran tema de nuestro tiempo, o uno de los grandes temas (el otro, claro está, es el de la preservación de un planeta que estamos volviendo invivible: el nuestro); esta es tal vez la gran revolución de nuestro tiempo: la revolución de las mujeres. Una revolución que no pueden hacer solas las mujeres, porque nos atañe a todos. Una revolución en la que, no tengo la más mínima duda, la literatura tiene mucho que decir. Porque, contra lo que proclama una de las grandes supersticiones de nuestra época, la literatura es muy útil; eso sí: siempre y cuando no se proponga serlo: en cuanto la literatura se propone ser útil, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura, al menos buena literatura, y deja de ser útil. Pero si la literatura se atreve a cumplir con su obligación, que consiste en ir hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo (por recordar el verso de Baudelaire), en mostrar que la realidad es todavía más compleja de lo que parece, en proporcionarnos placer, pero también conocimiento, permitiéndonos así vivir más, de una manera más rica, más intensa y más compleja; si la literatura es capaz de hacer todo eso, o al menos de hacerlo en parte, entonces se convierte en algo extremadamente útil. ¿Acaso existe algo más útil que el placer y el conocimiento? ¿Hay algo más provechoso que aquello que sirve para vivir más? Si lo hay, yo no lo conozco. Ni en este tiempo, ni en ningún otro.
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