Bienvenidos al mundo ‘contactless’: aquí se vive, pero no se toca
La distancia social lleva en parte a una vida social distante, en la que dudamos si tocarnos. Al evitar el contacto, perdemos comunicación y conexión con el otro
Como en una película de catástrofes, esta historia podría relatarse gracias a un acelerado time-lapse. Primero desaparecerían las cabinas de teléfono. Adiós a esa precisa introducción de monedas y al frío teclear. Después llegaría el fin del dinero físico y sus incómodos billetes en favor de una plana e inerme tarjeta. Tampoco habría más tiques que desarrugar a la entrada de un cine ni cajas que abrir para poner un disco de música: el pulgar acabaría con esos engorros ancestrales. Y por último se olvidarían los choques de manos, las palmaditas en la espalda o esa muestra de afecto tan vitoread...
Como en una película de catástrofes, esta historia podría relatarse gracias a un acelerado time-lapse. Primero desaparecerían las cabinas de teléfono. Adiós a esa precisa introducción de monedas y al frío teclear. Después llegaría el fin del dinero físico y sus incómodos billetes en favor de una plana e inerme tarjeta. Tampoco habría más tiques que desarrugar a la entrada de un cine ni cajas que abrir para poner un disco de música: el pulgar acabaría con esos engorros ancestrales. Y por último se olvidarían los choques de manos, las palmaditas en la espalda o esa muestra de afecto tan vitoreada: los abrazos.
Puede sonar a argumento manido, pero el avance de la tecnología y el surgimiento de la pandemia lo ha convertido en una realidad aplastante. La irrupción de la covid-19 en todo el planeta —con el consecuente confinamiento, las restricciones de movilidad y la imposición de distancia personal— ha alterado nuestras costumbres. El miedo al contagio o el mero desentrenamiento han derivado en una especie de sociedad contactless. Y eso da pie a la tactofobia o el temor a tocar. Tocar como un acto más allá de lo funcional. Como contacto, sí, pero también como ejercicio de comunicación, de conexión.
El vínculo con el otro, “la experiencia tangible, física, continua”, según Dulcinea Tomás Cámara, profesora de la Universidad Politécnica de Madrid y autora de Covidsofía, tiende a desaparecer. Algo que se ha puesto de manifiesto con la retirada de las mascarillas en casi todos los espacios públicos: hay quien lo ve precipitado o que siente incluso vergüenza, tras casi 700 días de uso obligatorio. Esta resistencia no es nueva: la epidemia sanitaria, según Cámara, simplemente ha acelerado el proceso. Ya existía, dice , un terreno fértil para el trabajo, el ocio o la intimidad contactless.
Algo tan conservador como el consumo se replegaba cada vez con mayor fuerza y quedaba reducido a un gesto solitario, online, añade la investigadora, que antes de todo este tsunami vírico ya conocía a gente que “lo único que acaricia en todo el día son las pantallas de su teléfono móvil”. Por eso no le sorprendió la “mansedumbre y adhesión” a los protocolos establecidos o la docilidad a quedarse en casa: “Vivíamos ya en un mundo sin textura”.
Alberto del Campo Tejedor, titular de Antropología Social de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, coincide. En 2019, apunta, se duplicó el número de personas que utilizaban “el dinero contante y sonante” solo una vez al mes en países occidentales. “Y en muchos lugares del mundo, cinco de cada seis transacciones se hacen sin moneda o billete”, replica. La causa, aparte del posible contagio, es la rapidez. O hasta el estatus: estas operaciones dependen de dispositivos que denotan prestigio y agilizan los trámites.
No hay esperas, pero tampoco la enjundia de lo significativo: besar, abrazar o compartir espacios curte emocionalmente. No es lo mismo sostener a un herido de guerra que mostrar apoyo con una firma en una campaña virtual, arguye Tomás Cámara. “Que la propuesta de vivir, amar, soñar y trabajar a través de un ‘metaverso’ no despertara una reacción de espanto generalizado nos indica que para muchas personas resulta natural existir en un mundo intangible”, indica la especialista.
Tiffany Field, psicóloga y especialista en desarrollo infantil, lo resume en un sencillo sintagma: “El tacto es esencial para la salud y la felicidad”. La directora del Touch Research Institute de Miami lo ha comprobado en casos de niños criados en orfanatos, con retraso en el desarrollo o hasta una estatura inferior. También ha comparado la agresividad entre adolescentes y monos que reciben más o menos contacto. “Mover la piel relaja el sistema nervioso, disminuye las hormonas del estrés como el cortisol y salva las células asesinas naturales que protegen a las células bacterianas, virales y cancerosas. Es irónico que durante esta pandemia el 68% de las personas se sientan privadas del tacto en un momento en que el tacto es particularmente crítico para protegerse del virus”, estima.
Un estudio de 2018 llevado a cabo por científicos del Colegio Médico de Wisconsin (Milwaukee) descubrió que la piel comunica estímulos táctiles positivos y negativos a nuestras neuronas sensoriales. La capa más externa, la epidermis, está compuesta predominantemente por miles de millones de células de queratinocitos. Estas liberan una sustancia química llamada trifosfato de adenosina (TFA) que activa los receptores para transmitir la información sensorial al cerebro. Cuando nos abrazamos o sentimos un gesto amistoso, nuestro organismo produce oxitocina, un neuropéptido o molécula relacionada con lo agradable. Por eso se la denomina como “la hormona del abrazo” y repercute en la confianza o en la reducción del miedo y la ansiedad.
“El tacto es una parte instrumental del bienestar. Es el primer sentido que se desarrolla en el útero. Existe un vínculo social desde el nacimiento entre los bebés y los cuidadores. Los niños privados de una cercanía física positiva pueden sufrir graves problemas de salud mental, ya que es una parcela importante de su desarrollo”, agrega Cathrine Jansson-Boyd, psicóloga del consumo en la Anglia Ruskin University de Cambridge. Su ausencia, puntualiza la doctora, puede tener graves consecuencias. Según un estudio de 2014 realizado por investigadores de la Universidad Carnegie Mellon, las funciones inmunológicas en personas expuestas a un resfriado eran superiores en aquellos con más apoyo social.
Rachel Plotnick, profesora asistente de Cine y Estudios de Medios en la Universidad de Indiana (EE UU), también lo ve fundamental. Desde el momento en que nacemos, los humanos tocan y son tocados. Y aprenden sobre el mundo a través del tacto. En 2018, Plotnick publicó un ensayo donde rastreaba el origen de los botones y cómo las tecnologías táctiles cambiaron el entorno laboral. Su conclusión era que la manipulación era imprescindible.
La tecnología media entre nosotros y el mundo, afirma Ariel Guersenzvaig, profesor de la Escuela Universitaria de Diseño e Ingeniería de Barcelona (Elisava). Y de alguna manera se vuelve una extensión de nuestro cuerpo. Lo que ha ocurrido con la pandemia, sopesa, es que esas palancas, perillas o manivelas no solo han dejado de ser una prolongación de nuestras extremidades, sino que se han convertido en una amenaza.
“El contacto físico no es un elemento menor de la salud, sino a menudo el pegamento social y lo que nos permite conjurar el dolor, la angustia, el miedo y la soledad”, incide Del Campo Tejedor, oponiéndose a ese guion catastrofista que plantea un mundo automatizado y con temor a tocar. En ciertas culturas, concluye el antropólogo, el consumo individualista o la contemplación son formas de paliar ciertos sentimientos negativos. En la nuestra, las interacciones estrechas, cálidas cuando no intensamente emotivas, constituyen parte de nuestra manera de vivir y afrontar los problemas, incluyendo los derivados de una pandemia.
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