Qué bueno es estar vivo
Desde fuera, parezco otro ciudadano diligente que finge controlar su destino y saber lo que hace, pero son movimientos de autómata
Levantarse, poner la radio, cotillear los titulares del día, hacer café, abrir el grifo de la ducha hasta que sale el agua templada, despojarse de la ropa de dormir y dejar que el chorro arrastre al desagüe las ojeras y las perezas son formas diarias, rituales y mecánicas de hacer las paces con el mundo. Se aceptan así los términos y condiciones del día sin leerlos y se sale de casa como el conductor que se incorpora a una carretera desde un cruce sin visibilidad: pisando firme el acelerador con la esperanza de que no haya un coche a toda máquina escondido en el ángulo ciego del espejo.
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Levantarse, poner la radio, cotillear los titulares del día, hacer café, abrir el grifo de la ducha hasta que sale el agua templada, despojarse de la ropa de dormir y dejar que el chorro arrastre al desagüe las ojeras y las perezas son formas diarias, rituales y mecánicas de hacer las paces con el mundo. Se aceptan así los términos y condiciones del día sin leerlos y se sale de casa como el conductor que se incorpora a una carretera desde un cruce sin visibilidad: pisando firme el acelerador con la esperanza de que no haya un coche a toda máquina escondido en el ángulo ciego del espejo.
En apariencia, yo también negocio un alto el fuego con la vida en esos minutos de la mañana. Desde fuera, parezco otro ciudadano diligente que finge controlar su destino y saber lo que hace, pero son movimientos de autómata, pura inercia y pose cívica. No necesito ese calentamiento, porque el mero hecho de despertar ya me coloca radicalmente a favor del mundo. No haber muerto durante la noche y constatar que el cuerpo sigue a lo suyo y que los brazos y las piernas responden a mi voluntad bastan para cargarme de paz y aceptar cualquier catástrofe que tenga a bien suceder ese día.
“Qué bueno es estar viva”, me dijo hace poco una amiga que ha sobrevivido a un cáncer muy puñetero. Se palpa el cuerpo y no se termina de creer lo que toca, y al escucharla y admirarla me contagia un secreto que sonaría banal fuera de contexto. No se puede alardear de tener un corazón que late o de la gracia con que los pulmones metabolizan el oxígeno en cada respiración. Solo un idiota celebra cada aquí y cada ahora, por eso hay que elegir muy bien a los confidentes y modular los silencios. La frase “qué bueno es estar viva” solo tiene verdad poética cuando la pronuncia quien debe pronunciarla ante alguien que entiende cada letra porque también está acostumbrado a palparse el cuerpo y no creérselo.
La verdad solo emerge de la experiencia, y la única experiencia que importa es la conciencia de la mortalidad. Desde marzo de 2020 nos hemos hartado de leer descubrimientos de esa mortalidad, a veces maquillados con eufemismos, como corresponde a un concepto tan duro: fragilidad, incertidumbre y algún que otro etcétera. La sociedad —sea lo que sea eso— descubrió de pronto que en los ángulos muertos de los espejos retrovisores acechan conductores borrachos que se llevan por delante a los miopes y distraídos. Parecía una constatación profunda, como ese palparse el cuerpo de mi amiga. De pronto, el carnaval ruidoso y alienante que llamábamos vida se transformó en una meditación angustiosa, dolorosa y consciente. O algo parecido.
Fue sin duda así para las víctimas, para todos aquellos que murieron o vieron morir a quienes más querían sin poder siquiera llorarlos como es debido en un funeral. También han tenido lo suyo los que han perdido su trabajo o su hacienda, e incluso quienes se han visto asediados por su propia soledad, más solitaria que nunca. Pero una parte de la población, quizá la más gritona y exhibicionista, solo se ha dejado arrastrar por un miedo vicario y retórico. Se les nota en la forma de expresarse, en el poco cuidado con que escogen a sus confidentes y en lo mal que modulan los silencios. Se les nota, sobre todo, en la fe de que saldrán mejores. No hay en sus alegatos una alegría de vivir en el sentido de constatar la propia vida, tan solo ganas de no perder comba en un mundo que ha cambiado el paso.
Se han dicho tantas cosas en estos meses que la mayoría suena ya a lluvia. Que seremos menos urbanos y nos iremos al campo. Que seremos menos consumistas y competitivos. Que apreciaremos las cosas pequeñas y no derrocharemos los años en la ambición profesional y otros fuegos fatuos. Que seremos más amigos de nuestros amigos y pasearemos más y montaremos en bici y seremos más cariñosos con nuestros padres ancianos y seniles. Patrañas. Como las del amigo que insiste en que dejará de fumar mientras enciende un cigarro o ese otro que siempre se queja de un trabajo que detesta y amenaza con despedirse dando un portazo o el de más allá que jura que nunca volverá a enamorarse de un tirano. Los escuchamos sonriendo y sabiendo que seguirán fumando, que jamás se largarán del trabajo y que pronto nos presentarán a otro novio más imbécil que el anterior, y atenderemos sus lamentos porque la amistad consiste, entre otras cosas, en asentir sin juzgar. Así escucho yo los delirios de transformación social que atruenan desde marzo de 2020.
A quienes se nos ha cruzado por delante el dolor en su versión definitiva e inefable (mi amiga escribiendo un texto póstumo para su hija, por ejemplo, o el último abrazo que di al cuerpo frío de mi hijo, de ese tipo de dolor hablo) se nos da bien camuflarnos. Nos sentimos extranjeros las más de las veces, pero nadie nos pilla el acento. Parecemos tan normales como cualquiera y aprendemos a celebrar en silencio que el dolor no ha podido con nosotros, que es bueno estar vivos. Hasta que la desgracia es general o civil y nos rodean hipérboles apocalípticas. Entonces nos delatamos como los intrusos que somos. Se nos nota demasiado calmados, escépticos o apartados. Sabemos que toda la gravedad reflexiva que domina la sociedad es retórica de la peor especie, un suflé mal hecho. Lo sabemos de una forma rotunda, instintiva e inexplicable. Se os pasará pronto el susto, pensamos. Todas estas palabras harán eco un rato y luego pasarán también porque no proceden del mismo dolor de donde vienen las verdades, sino de la ansiedad que se calma con pastillas.
Por eso tantos prefieren huir hacia adelante, aturdirse en el barullo de un mañana improbable y prometerse a sí mismos —y sobre todo a los demás— que otro mundo es posible. Que lo es, claro que sí, pero no porque el de hoy les venga grande. La vida no se cambia con suspiros y ojalases.
Levantarse, poner la radio, cotillear los titulares del día, hacer café, abrir el grifo de la ducha hasta que sale el agua caliente. Parece poca cosa, pero hace falta un temple de héroe griego para terminar el rito diario en paz con uno y con el mundo. Casi nadie lo consigue sin ayuda y son aún menos los que se palpan el cuerpo cada día y se maravillan de que, contra todo pronóstico, aún funcione.
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