Evitar la muerte del liberalismo

Las sucesivas crisis del siglo XXI dañaron la credibilidad de un pensamiento que fue sinónimo de progreso para las clases medias. José María Lassalle analiza en su nuevo libro, ‘Liberalismo herido’, si tiene salvación

Manifestación del movimiento de extrema derecha Tea Party, en Washington DC en 2010.Alex Ogle (AFP via Getty Images)

“¿Libertad para qué?”, dicen que Lenin contestó al diputado socialista Fernando de los Ríos cuando le preguntó por el papel que ocuparía la libertad dentro de la arquitectura de la Rusia comunista que nació de la revolución de 1918. Avanzado 2021, las clases medias del planeta parecen hacer suya la respuesta de Lenin. Lo hacen arrastradas por la añoranza de un soberano que garantice el orden y ayude a restablecer el bienestar que perdieron en los últimos años. No hay que olvidar que pesa s...

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“¿Libertad para qué?”, dicen que Lenin contestó al diputado socialista Fernando de los Ríos cuando le preguntó por el papel que ocuparía la libertad dentro de la arquitectura de la Rusia comunista que nació de la revolución de 1918. Avanzado 2021, las clases medias del planeta parecen hacer suya la respuesta de Lenin. Lo hacen arrastradas por la añoranza de un soberano que garantice el orden y ayude a restablecer el bienestar que perdieron en los últimos años. No hay que olvidar que pesa sobre ellas una fatiga psicológica que tiene que ver con la pérdida de estatus y rentas debido a un incremento de la desigualdad que les ha golpeado especialmente. De este modo, los aliados históricos de la democracia liberal le dan la espalda, al tiempo que mengua el espacio que ocupaban dentro de la sociedad y se reduce su capacidad adquisitiva. El problema es que no se quedan ahí: le piden cuentas y la acusan de mala pagadora.

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Lo increíble del fenómeno es que hubiera sido impensable hace tan solo un puñado de años. Bastaría retroceder en el tiempo hasta 1989 para ver cómo entonces se celebraba la apoteosis de las ideas que sustentaban la democracia liberal. (…) ¿Qué ha sucedido desde entonces para que el panorama haya cambiado tan radicalmente? La respuesta es inmediata: que se ha cruzado por delante el siglo XXI. Este ha adoptado el aspecto de un Vesubio histórico que ha vertido sobre la confiada democracia liberal toneladas de ceniza que han ido enterrándola. Aquí reside la explicación del fenómeno que analizamos. Sufrimos un siglo que ha bloqueado el progreso del liberalismo y su consolidación hegemónica porque ha hecho que este evidencie sus debilidades metodológicas de gestión en situaciones excepcionalmente complejas. De hecho, con apenas dos décadas de vida, el siglo XXI se ha transformado en un siglo que acumula un balance tan negativo para la libertad que está destruyendo los principios de acción y las creencias morales que la sustentaban. Entre otras cosas, porque el liberalismo humanitario en el que se basa la democracia liberal a nivel institucional y legal fue paulatinamente minado en sus fundamentos igualitarios tras el triunfo de la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Desde entonces el neoliberalismo hegemonizó las políticas económicas de Occidente y fue presionando el propósito del liberalismo de definir la sociedad como una comunidad ética basada en un equilibrio entre la libertad y la igualdad. (…)

Esta bipolaridad liberalismo-neoliberalismo tensionó la democracia liberal y comprometió seriamente la coherencia de su relato. La principal causa del paulatino debilitamiento del primero, que fue perdiendo protagonismo en los relatos ideológicos de los partidos conservadores y socialdemócratas debido a la transformación del neoliberalismo en una especie de lengua franca de la economía global. Ayudó a ello que China y la mayoría de los países asiáticos asumieran sus dogmas, mientras despreciaban el humanitarismo liberal, pero, sobre todo, que el siglo XXI encadenara una crisis tras otra y que el desenlace de las mismas fuese ver cómo la confianza social en las virtudes del binomio humanitario que equilibraba libertad e igualdad perdía apoyos.

La consecuencia de todo ello es que vivimos una época antiliberal. Desde 2001 hasta ahora el liberalismo ha perdido fuerza debido a esa sucesión de crisis de la que hablamos y que ha deshecho su crédito ante la sociedad. 2001, 2008 y 2020 son fechas fatídicas que borran la trayectoria ejemplar e ilusionante de un pensamiento tres veces centenario. Baste recordar que vino al mundo como un ariete del progreso que las clases medias europeas y norteamericanas emplearon contra el patriarcalismo absolutista del Antiguo Régimen.

Así como el siglo XXI engancha tres crisis, el siglo que media entre 1689 y 1789 vivió tres revoluciones liberales que cambiaron la cultura política occidental. Primero fue la Revolución Gloriosa inglesa, que logró el triunfo de los whigs sobre los Estuardo y el establecimiento de una monarquía liberal. Después la guerra de la Independencia americana, que instauró una democracia liberal que derrotó al imperialismo británico e implantó una república igualitaria. Finalmente, la Revolución Francesa, que democratizó el poder de arriba abajo y proclamó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Esta trayectoria aportó un repositorio revolucionario que cambió Occidente. Las revoluciones atlánticas engarzaron y engrosaron sucesivamente un relato fundacional del liberalismo durante un siglo que, luego, permitió añadir otros dos, que estuvieron repletos de logros para el conjunto de la humanidad. Es cierto que fue también un tiempo de vicisitudes y conflictos. Una época con contrastes abruptos de desigualdad e injusticia que fueron superándose hasta ofrecer un balance muy positivo al convertirse en el programa definitivo de la Modernidad, que la izquierda hizo suyo con la aparición de la socialdemocracia europea y el pensamiento progresista desde finales del siglo XIX. La revolución de 1848 fue un momento de conflicto entre el liberalismo y el socialismo, pero la evolución posterior de los acontecimientos políticos transformó la lucha en un diálogo que, finalmente, desembocó en una colaboración abierta. Especialmente en Inglaterra, donde el socialismo nunca adoptó tintes revolucionarios al asumir un discurso pragmático y reformista. (…) Un fenómeno que también se produjo en el resto de Europa cuando, a partir de 1848, la riqueza inmensa que creó el capitalismo tras la Revolución Industrial se tradujo en “concesiones a las masas que, si no detuvieron el progreso del socialismo, al menos aplacaron su fervor revolucionario en la mayor parte de los Estados donde la democracia política había conseguido una base efectiva” [Harold Laski, El liberalismo europeo]. Desde entonces, el desarrollo de un diálogo progresista alrededor de la asimilación de los planteamientos ilustrados hizo posible que el humanitarismo liberal se convirtiera en una herencia común para el liberalismo propiamente dicho y la socialdemocracia también. Esta circunstancia favoreció que el humanitarismo liberal impulsara un acervo común de derechos que se tradujo en los vectores sociales, políticos, económicos y culturales que materializaron colectivamente la Ilustración.

(…) La crisis de la arquitectura liberal de la democracia se produce tras alcanzar lo que parecía su hegemonía con la caída del telón de acero y la desaparición de la antigua Unión Soviética. Un fenómeno que ha ido acelerándose a medida que el calendario de nuestro siglo pasaba páginas. Un proceso vertiginoso que comenzó con el 11-S y que luego continuarían la crisis financiera de 2008 y la crisis sanitaria del coronavirus en 2020. De este modo, el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York nos despojó de la seguridad y desató la tempestad neoconservadora mediante un decisionismo que activó las pasiones políticas de las que surgieron los populismos. La crisis financiera de 2008 nos arrebató la prosperidad y nos echó a los brazos de populismos que, como el Tea Party, canalizaron la decepción neoliberal hacia una furia antisistema de la que brotaron la derecha alternativa y Donald Trump. Y ahora, el coronavirus nos priva de la salud y pone las bases de una reconfiguración neofascista del neoliberalismo como un proyecto autoritario de vigilancia, control y desigualdad al servicio de la automatización empresarial del mundo y la consumación acelerada de la revolución digital como nueva estructura del mundo. ¿Estamos a tiempo de enmendar este balance y evitar que se produzca la muerte del liberalismo? ¿Es posible salvarlo? Es más, ¿podemos impedir que su criatura, la democracia liberal, vea comprometida su supervivencia?

José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital. Este extracto es un adelanto de ‘El liberalismo herido’ (Arpa), que se publica el 5 de mayo.



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