Pobres partidos

La indigencia intelectual de los partidos es aplastante, sometidos unos a hiperliderazgos y otros, a luchas internas

Pablo Iglesias en la sesión de control del 17 de marzo.Sergio R Moreno

Los hiperliderazgos y la desarticulación de los partidos políticos como organizaciones encargadas de agrupar a los ciudadanos en torno a determinados compromisos colectivos van a terminar teniendo altos costes no solo para sus protagonistas directos, sino para las democracias occidentales como sistemas. Se observa en el caso de Pablo Iglesias y Unidas Podemos, aunque Iglesias no es el único político español que ha optado por esa forma de dirección. Es justo reconocer que el actual vicepresidente ha sido consecuente, al menos, con esa decisión de someter a UP a su absoluta voluntad y que, siend...

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Los hiperliderazgos y la desarticulación de los partidos políticos como organizaciones encargadas de agrupar a los ciudadanos en torno a determinados compromisos colectivos van a terminar teniendo altos costes no solo para sus protagonistas directos, sino para las democracias occidentales como sistemas. Se observa en el caso de Pablo Iglesias y Unidas Podemos, aunque Iglesias no es el único político español que ha optado por esa forma de dirección. Es justo reconocer que el actual vicepresidente ha sido consecuente, al menos, con esa decisión de someter a UP a su absoluta voluntad y que, siendo consciente de la irrelevancia en que podía quedar su partido si no alcanzaba el 5% mínimo en las elecciones a la Comunidad de Madrid, ha hecho lo único que podía hacer: lanzarse él mismo a la campaña electoral, como candidato.

La cuestión es cómo actuará Iglesias de aquí a la fecha (mediados de abril) en que tiene previsto abandonar su cargo de vicepresidente, porque es evidente que, a punto de marcharse, ha perdido buena parte de su fuerza con vistas a lo que se suponía que era su principal batalla: la limitación de alquileres. Podemos procede prácticamente del movimiento contra los desahucios y su programa estrella ha sido siempre el control estatal del precio del alquiler. Poco después de que Iglesias anunciara su salida del Gobierno, el ministro Ábalos hizo pública una propuesta que no tiene nada que ver con esa idea, sino que la convierte en descuentos fiscales. Es decir, y a la espera de correcciones, traslada el importe de esa eventual rebaja de alquileres a todos los ciudadanos, que tendremos que cubrir esa bajada de ingresos, y no a los fondos —los grandes propietarios de inmuebles— que la disfrutarán.

Sea como sea, la salida de Iglesias del Gobierno demuestra una vez más la crisis de los partidos políticos, tradicionales o nuevos. Una crisis que la pandemia de la covid-19 ha dejado aún más patente. Los partidos han estado prácticamente ausentes este año, salvo por sus propios problemas y sus invectivas, y se han mostrado totalmente incapaces no ya de alentar el debate público o de, por lo menos, participar en esos debates, sino ni tan siquiera de estar atentos a la irritación y a las aspiraciones de los ciudadanos, ayudándolos a agruparse en torno a compromisos colectivos. La indigencia intelectual de los partidos españoles es aplastante. Sometidos unos a hiperliderazgos y otros, a luchas internas por pequeñas esferas de poder. Y esa penuria es aún más lamentable porque estamos precisamente en un momento en que ese vacío y esa ausencia de los partidos puede ser peligrosa desde un punto de vista democrático. Claro que una parte de los intelectuales españoles han optado no por reclamar ese debate público y colaborar a mejorar el de los partidos, sino por participar encantados en el enfangado teatro.

La definición más clásica de los partidos políticos, según el pensador conservador Raymond Aron, es que son agrupaciones voluntarias, más o menos organizadas, que pretenden, en nombre de una cierta idea del bien común y de la sociedad, configurar, solos o en coalición, las funciones de un Gobierno. Es decir, son medios que contribuyen a crear una conciencia colectiva, que encuentra expresión en las instituciones a través de los representantes elegidos y de los poderes ejecutivos. Se les supone, o se les suponía, una cierta capacidad de pensar y de educar. Sin embargo, los partidos parecen haber abandonado sin el menor pesar cualquier coherencia y moverse en un espacio virtual en el que no se trata de difundir ideas para generar debates y agrupar a ciudadanos, sino de manipular sus emociones, instrumentalizarlas. Como escriben Chloé Morin y Daniel Perron, lejos de dar más poder a los ciudadanos, los partidos actuales, partidos algoritmo, buscan captar emociones. Y para ello no dudan en partir prácticamente de cero, algo muy peligroso en política. Porque siempre deberían tener en cuenta la anécdota irlandesa que cuenta que un viajero despistado le pregunta a un pastor cómo ir hacia Dublín. El pastor responde: “Desde luego, este no es el mejor sitio para empezar ese viaje”.


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