Tener y no tener

Los países pobres, los que no pagan por anticipado y carecen del poder de amenazar, no pueden permitirse impaciencias

Traslado de un posible enfermo de covid en Pretoria, Sudáfrica, el pasado 15 de enero.Alet Pretorius/Gallo Images/Getty Images

Quizá nunca nadie llegue a ser tan rico como John Davison Rockefeller, el fundador y propietario de Standard Oil. Ahora nos asombramos con las fortunas que acumulan Jeff Bezos, con Amazon, o Elon Musk, fabricante de unos coches eléctricos que al parecer se venden como pan caliente, pero no se ven por ninguna parte. Ni Bezos ni Musk se acercan a la mitad del dineral que poseía Rockefeller. En dólares actualizados, el petrolero cuyo apellido se hizo sinónimo de riqueza llegó a poseer unos 400.000...

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Quizá nunca nadie llegue a ser tan rico como John Davison Rockefeller, el fundador y propietario de Standard Oil. Ahora nos asombramos con las fortunas que acumulan Jeff Bezos, con Amazon, o Elon Musk, fabricante de unos coches eléctricos que al parecer se venden como pan caliente, pero no se ven por ninguna parte. Ni Bezos ni Musk se acercan a la mitad del dineral que poseía Rockefeller. En dólares actualizados, el petrolero cuyo apellido se hizo sinónimo de riqueza llegó a poseer unos 400.000 millones.

Rockefeller solía discursear sobre la gran responsabilidad moral que implica el tener mucho dinero y decía que el entusiasmo era más importante que el patrimonio. En fin, el tipo de filosofía barata que esgrime la gente podrida de pasta cuando consigue contener la risa. A veces optaba por decir algo muy parecido a la verdad: “Para hacerse rico hay que levantarse temprano, trabajar hasta muy tarde y encontrar petróleo”.

Las cosas de los ricos suelen ser fascinantes. Y más cuando se miran desde lejos.

Uno comprende la batalla europea sobre las vacunas. No es extraño que, después de invertir montañas de dinero público en las farmacéuticas, unas empresas que no suelen destacar por su altruismo, la Unión Europea reclame ciertos derechos. Ni es extraño todo lo demás. No lo son los titulares patrioteros de la prensa popular británica, riéndose de Bruselas porque el Gobierno de Boris Johnson se ha anticipado a “los burócratas continentales” y se ha hecho con una abundante provisión de dosis. Ni siquiera lo es la insólita reacción de los “burócratas”, esgrimiendo por primera vez en su historia una batería de medidas contrarias a la libertad de mercado con el objetivo de impedir o limitar la exportación de vacunas fabricadas en su territorio. Cada uno defiende lo suyo.

Está claro, en cualquier caso, que los problemas europeos, cosas de gente rica, empezarán a resolverse en poco tiempo: irá aumentando la producción, aparecerán nuevas vacunas en el mercado y acaso en unos cuantos meses se pueda elegir dentro de un amplio menú con qué producto se pincha cada uno.

Lo que también va resultando obvio es que, como siempre, en el mundo hay ricos y pobres. Y que los pobres, los que no pagan por anticipado y carecen del poder de amenazar, no pueden permitirse impaciencias. Cuando los europeos alcancen un porcentaje de vacunación compatible con una relativa vuelta a la normalidad (lo que entonces consideremos normalidad, no la que conocíamos antes de la pandemia), en otras partes del mundo, como África y sobre todo Latinoamérica, estarán aún empezando con ello. Y tirarán, como ahora, de vacunas de fabricación rusa o china, esas que a los ricos les parecen sospechosas.

¿Qué haremos entonces? ¿Dividiremos físicamente el planeta entre los que tienen y los que no tienen? ¿Habrá continentes apestados? ¿Profundizaremos unas diferencias que ya son espantosas? Cabe suponer que sí. El virus rondará durante años, pero, como ahora, matará mucho más a los pobres. Será interesante escuchar a los dirigentes del mundo rico hablando, como Rockefeller, sobre la solidaridad y sobre la responsabilidad que implica el dinero.

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