Países Bajos y el escándalo de las ayudas para los hijos: no todo son bicis y tolerancia
El drama de la retirada de ayudas a casi 30.000 familias, muchas de origen inmigrante, ha quebrado la imagen del país del norte de Europa como referencia de bienestar e igualdad. Las proclamas antinmigración de la extrema derecha han contaminado el sistema
El escándalo provocado por la retirada irregular de las ayudas destinadas al cuidado de los hijos, que afecta al menos a 26.000 familias, ha colocado a los Países Bajos frente al espejo deformado de lo que considera sus virtudes más arraigadas: la austeridad, la integridad de las instituciones públicas, el ahorro como insignia —exhibida esta a su vez ante los socios de la UE— y la tolerancia. También la confianza en un Estado que, a pesar de los recortes efectuados, se precia de garantiza...
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El escándalo provocado por la retirada irregular de las ayudas destinadas al cuidado de los hijos, que afecta al menos a 26.000 familias, ha colocado a los Países Bajos frente al espejo deformado de lo que considera sus virtudes más arraigadas: la austeridad, la integridad de las instituciones públicas, el ahorro como insignia —exhibida esta a su vez ante los socios de la UE— y la tolerancia. También la confianza en un Estado que, a pesar de los recortes efectuados, se precia de garantizar el bienestar del ciudadano, y en particular de la infancia. Para que todo ello se mantenga, deben funcionar los controles y equilibrios que evitan que el poder se concentre solo en unas manos y hace falta transparencia. Sin embargo, visto el sufrimiento padecido entre 2014 y 2019 por miles de padres señalados sin motivo por fraude, y obligados a devolver en su totalidad el subsidio en litigio, lo que ha fallado estrepitosamente es el sistema. Las dos comisiones, una gubernamental y otra parlamentaria, encargadas de investigar el caso han coincidido en su crítica contra la severidad de la Agencia Tributaria, que ha incurrido además en discriminación al anotar el origen de los progenitores (las leyes de protección de datos lo impiden desde 2014), la mayoría de ellos inmigrantes.
La crisis ha tumbado al Gobierno de centro-derecha. La imagen del primer ministro, Mark Rutte, yendo el pasado 15 de enero en bicicleta a presentar al rey Guillermo la dimisión en bloque de su Gabinete era reveladora. Es el vehículo cotidiano por excelencia, pero al recorrer sin pompa la distancia de apenas dos kilómetros que separa su despacho —en el centro de La Haya— de la residencia palaciega, quería poner las cosas en perspectiva. El duelo de los padres ahogados en unas deudas que no merecían es terrible, desde luego, pero con su pedaleo templado y a la vista de todos mostraba que seguía al frente de una lucha aún más dura que afecta a toda la sociedad: la pandemia. Porque Rutte, liberal de derecha que ha sorteado otros momentos críticos a lo largo de su década en el poder, se mantiene como el político más popular de su agrupación, que se llama oficialmente Partido Popular por la Libertad y la Democracia (VVD, en sus siglas neerlandesas).
Con la renuncia ha aceptado una responsabilidad política mancomunada, y aunque la comisión parlamentaria reveló que fue uno de los patrocinadores, junto con los ministerios de Economía, Asuntos Sociales y Finanzas, de la lucha feroz contra el fraude, aspira a su cuarto mandato en las elecciones de marzo.
Los sondeos indican la erosión de su imagen, pero no ha perdido su fama de buen gestor. Tal vez no tenga una gran visión y lo despolitice todo, como apunta a este periódico Paul Scheffer, escritor y catedrático de Estudios Europeos. Pero si, como él dice, “todos los partidos de la izquierda neerlandesa juntos son hoy tan fuertes como uno solo, el de Rutte”, lo lógico es que nadie quiera que se vaya. Otra cosa es que formar una nueva coalición se antoja difícil.
Ser estricto y perseguir al que se aprovecha de los subsidios está bien visto en todo el arco político, en especial desde que la crisis financiera pasó factura en 2013 a su segundo Gobierno, entonces una coalición de centro-izquierda. Ese año se abogó por sustituir el Estado de bienestar, considerado del siglo XX, por una sociedad participativa propia del siglo XXI. Fue una forma digerible de anunciar la reducción del déficit y el ajuste de los costes de los dependientes y enfermos crónicos, así como de la generosa gama de apoyos sociales. De este modo se allanaba el camino para convertir el cuidado de los vulnerables en una obligación moral también para el ciudadano.
Pero hubo algo más. Para sonrojo general, se destapó un fraude cometido por bandas búlgaras que cobraron hasta cuatro millones de euros en subsidios injustificados desde Bulgaria. A partir de entonces, la Agencia Tributaria persiguió “a todo o nada” cualquier posible irregularidad en las ayudas familiares. El rastreo fue tal que, a veces, bastaba un error en un formulario para retirar la contribución e imponer su devolución completa. Incluso si se había recibido durante varios años. Cuando los padres pedían aclaraciones, eran remitidos a los tribunales, algo que suponía años de pleitos y gastos adicionales para ellos.
Con la perspectiva del tiempo se ha visto que la falta de dualismo es otro factor destacado en el escándalo. El Parlamento no controla bien al Gobierno, algo que Scheffer atribuye a la cultura del consenso, con su reparto de la responsabilidad política. En una coalición todo se pacta, “y hay una clara asimetría ante la falta de papel crítico del Parlamento”. En el caso de las familias, han estado metidos ministros y secretarios de Estado socialdemócratas, democristianos y liberales de derecha y de izquierda, y el lento y trabajoso escrutinio del Ejecutivo ha costado años de penurias en miles de hogares. Por el camino, entre los padres ha habido divorcios, pérdidas de empleo, accidentes de coche por culpa del estrés, insomnio o visitas al psicólogo. Sus hijos han padecido ansiedad y frustración ante el desconcertante cambio de actitud de los mayores, que no podían explicarles sus apuros económicos. A pesar de que cada familia recibirá una compensación de 30.000 euros y se condonará la deuda contraída con entidades gubernamentales, la dimisión del Gobierno les parece simbólica. Llega demasiado tarde, cuando muchos han perdido la confianza en el Estado.
Así lo siente Steve Kuipers, de 44 años, que tiene tres hijas con su esposa, Sara, de origen armenio. Cuando solicitaron las ayudas, la más pequeña no había nacido, y firmaron un contrato con un servicio de niñeras llamado Dadim. Todo fue bien hasta que la Agencia Tributaria sospechó que podría haber un fraude en esa compañía y retiró la prestación a 232 familias. Era un error: no todas eran clientes de Dadim y no había delito; sin embargo, los Kuipers recibieron en 2014 una carta que les conminaba a devolver 56.000 euros. A pesar de tenerlo todo en regla, solo les dijeron que su expediente estaba incompleto y tenían que pagar. Las noches en vela y el estrés han sido constantes. “Así no puedes ser el padre que querrías” es el lamento con el que resume años de calvario.
Al final tuvieron suerte. Les ayudó la abogada Eva González Pérez, nacida en Cáceres, cuyo marido es el dueño de Dadim. Ella fue la primera en aflorar la arbitrariedad tributaria y llegaron hasta el Consejo de Estado, que les dio la razón en 2018. Sentaron un precedente para otros padres y no tuvieron que devolver el dinero, es cierto, pero Steve no deja de pensar que ojalá hubiera usado su apellido neerlandés para reclamar las ayudas. Lo hizo su mujer, Sara Aykaz, y temen que ahí empezó todo.
Sus sospechas tienen fundamento. Si bien la prestación se otorga a todos los padres que cumplen los requisitos, en el control posterior la doble nacionalidad y los apellidos de origen inmigrante se anotaban con cuidado. Entre ellos predominan los de Turquía y Marruecos, pero también de Surinam o el Caribe, porque se asumía que en esos hogares podía darse con más frecuencia un fraude. Ese tipo de distinciones está prohibido desde 2014 y descubrirlo ahora ha pulsado una de las teclas culturales que mayores sacudidas provocan: la discriminación. Rechazada desde la Constitución misma, el sociólogo Paul Schnabel dice que siempre se niega, “y más con la buena imagen que da tener en los Países Bajos dos alcaldes, en Róterdam y Arnhem, y una presidenta del Congreso, todos de origen marroquí”. Socialdemócratas los tres, son o han sido colegas de Geert Wilders, el líder de la ultraderecha, que es la segunda fuerza nacional después del partido de Rutte.
Es un hecho que nadie quiere gobernar con Wilders, que parece languidecer en la Cámara, donde lleva 23 años, al ritmo de un cabello famoso y cada vez menos dorado. Por otra parte, él mismo genera una especie de cordón sanitario a su alrededor cuando propone la creación de un ministerio para devolver a los inmigrantes a sus países y recuperar “las gloriosas tradiciones neerlandesas”. Pero los liberales de derecha le miran de reojo porque es su mayor competidor y rebaña votos de la democracia cristiana, y su eco llegará a los programas electorales de otros si resurge la inmigración, ahora más diluida por la covid-19.
El drama generado por la mano dura, insolente incluso, de la Agencia Tributaria es muy difícil de aceptar por parte de cualquier sociedad, y a Petra de Koning, columnista del rotativo NRC Handelsblad, le parece asimismo que la discriminación practicada no recibe tal vez la atención que merece. No está segura de que se puedan relacionar los postulados de Wilders con las prácticas fiscales denunciadas, “pero lo que él dice tiene un efecto en las políticas de liberales y democristianos”. A dos meses de los comicios en los Países Bajos, y con la figura de Rutte dominando por ahora la vida política y parlamentaria, hay aún otro peligro.
Puede que la ineludible gestión del coronavirus acabe sofocando de nuevo unas voces silenciadas durante años por un poderoso servicio del mismo Estado que en 2020 destacaba como el que mejor ampara el bienestar de los niños en una lista de las 41 naciones más prósperas del mundo. La elaboró Unicef.