Cuidado con la democracia sin opinión pública

Los profesionales de la comunicación están obligados a preguntarse qué han hecho mal para perder la autoridad moral en la transmisión de la verdad, avisa el senador Manuel Cruz

El rey emérito Juan Carlos I habla con la prensa en 2010 en Barcelona.MARTA PÉREZ/EFE (EFE)

Probablemente muchos de ustedes recuerden la escena final de Los tres días del cóndor, la magnífica pelícu­la dirigida por Sydney Pollack en 1975. Cuando el personaje representado por Robert Redford, un agente de poca monta de la CIA, amenaza al subdirector de la división de Nueva York de la agencia con llevar a los diarios la información comprometedora de la que dispone, este replica con unas palabras que en aquel momento tenían mucho de premonitorias: “¿Cómo sabes que lo publicarán?”.

Con tales palabras se estaba dando el carpetazo a una de las dimensiones vertebrales del sueño...

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Probablemente muchos de ustedes recuerden la escena final de Los tres días del cóndor, la magnífica pelícu­la dirigida por Sydney Pollack en 1975. Cuando el personaje representado por Robert Redford, un agente de poca monta de la CIA, amenaza al subdirector de la división de Nueva York de la agencia con llevar a los diarios la información comprometedora de la que dispone, este replica con unas palabras que en aquel momento tenían mucho de premonitorias: “¿Cómo sabes que lo publicarán?”.

Con tales palabras se estaba dando el carpetazo a una de las dimensiones vertebrales del sueño americano, el de que la libertad de prensa constituye uno de los más eficaces antídotos contra los abusos del poder. No deja de ser llamativo que fuera el producto de una de las industrias norteamericanas por excelencia, el cine, el que diera el carpetazo a una de las fantasías más reiteradas en sus películas, y a las que rendía un postrer homenaje Spielberg en su reciente Los archivos del Pentágono. En efecto, y planteando el asunto en el plano de la iconografía, ¿en cuántos filmes no habremos visto repetida la escena del director del diario paralizando las rotativas a la espera de que el audaz periodista que tantos quebraderos de cabeza le provocaba le confirmara por fin la exclusiva en la que llevaba semanas trabajando?, ¿y la de las máquinas funcionando febrilmente durante la noche con el nuevo titular en portada a cuatro columnas?

El profundo escepticismo de Pollack sintonizaba bien con el aire de aquella época. La sociedad norteamericana pos-Vietnam estaba iniciando un largo proceso de readaptación a un nuevo escenario, político, material y mental. No muy diferente era la situación en Europa, todavía convaleciente de un sesentayochismo tan fallido como frustrante: De Gaulle había arrasado en las elecciones del 30 de junio de ese año. Tal vez la izquierda, muy proclive a lamerse las heridas, andaba tan ocupada en lamentar la oportunidad perdida que no reparó en lo que en aquel momento era lo más importante, a saber, que la derecha estaba aprendiendo la lección.

Así, no desapareció el viejo discurso épico de unos medios de comunicación convertidos en la última trinchera de la sociedad civil frente a los poderosos de diverso signo. Era un discurso —ahora estamos en condiciones de sospecharlo— engañosamente legitimador. Entre nosotros, quienes participaban en las más turbias operaciones de derribo de presidentes a los que no había manera de derrotar en las urnas decían encarnar la versión hispana del mito (falso, por cierto) de Woodward y Bernstein haciendo caer a Nixon. Pero el escenario había cambiado radicalmente y los grandes medios de comunicación se habían convertido en el secreto objeto del deseo justamente de aquellos a los que se suponía que debían criticar o, por lo menos, controlar. O, si prefieren decirlo así, habían devenido el nuevo campo de batalla de la confrontación política.

Pues bien, era esta nueva etapa la que parecía anunciar, descarnadamente, el cínico subdirector de la CIA de la película de Pollack. Se trataba de esto, de que el poder recuperara —medios de comunicación mediante— el timón de la opinión pública. Podemos discutir si la pretensión se cumplió o no, pero que existía y se procuraba materializar parece fuera de duda. No hace falta que vayamos en busca de ejemplos lejanos. En este país tuvo lugar un acuerdo, del que la ciudadanía ha ido teniendo noticia con el paso del tiempo, en el que participaron las más importantes empresas de medios de comunicación, por el que se cubrían con un espeso manto de silencio las actividades privadas del actual rey emérito. Las consecuencias de dicho acuerdo son de sobra conocidas y las estamos pagando, con el actual Jefe del Estado, en tanto que representante de la Corona, como principal damnificado.

Pero ya no estamos ahí. Lo que no significa que hayamos regresado a unos imaginarios presuntos buenos tiempos perdidos como los homenajeados por Spielberg (o por la memorable serie televisiva Lou Grant). Hoy el alto responsable de la CIA no se preguntaría lo mismo. En nuestros días una información comprometedora aparecería sin duda publicada en algún sitio: las redes sociales y los diarios digitales han vuelto a reconfigurar por completo el panorama. Cualquier cosa —incluso documentos clasificados— encuentra dónde ver la luz.

Se equivocaría quien interpretara que ello significa que los poderosos hayan fracasado en su intento de intervenir en la opinión pública. Baste con pensar en el expresidente Donald Trump y su incontinente pulsión por estar presente en las redes sociales. Pero tal vez no se trate de que el poder haya renunciado a controlar y dirigir la opinión pública, sino de que ha llegado al convencimiento de que lo que de verdad le va bien es que no haya opinión pública en cuanto tal, y que todo ese universo mental, antaño dotado de algún tipo de cohesión interna, estalle en pedazos y los diversos sectores de la ciudadanía busquen refugio en el ámbito de sus iguales, sin pretensión alguna de alcanzar ninguna forma de hegemonía sobre el conjunto. Es en esa línea —y no en la de un debate epistemológico, absolutamente fuera de lugar a propósito de esto— en la que deberían interpretarse las simpatías de los sectores conservadores hacia los discursos implícita o explícitamente relativistas, así como hacia sus categorías centrales (posverdad, relato y similares).

Estamos hablando de tendencias, claro está. Los medios de comunicación clásicos conservan una enorme capacidad para influir en una opinión pública que, aunque en franca retirada, todavía sobrevive, cosa que explica la actitud de tantos poderes fácticos respecto a tales medios. Igual que conservan una poderosa capacidad de intimidación, que algunos de ellos utilizan con tanta desenvoltura como falta de escrúpulos. Pero estas persistencias, acaso residuales, no deberían distraernos de lo que realmente importa, porque es donde se juega la posibilidad de que no salgamos derrotados por enésima vez como sociedad. Los profesionales de la comunicación vienen obligados a preguntarse qué han hecho mal para perder la auctoritas sobre la transmisión de la verdad que antes detentaban sin mayores problemas.

La respuesta solo puede venir de dentro de la profesión. Habría que equilibrar las innumerables y justas loas que se le han hecho al periodismo libre e independiente como garantía de una sociedad democrática con un libro negro en el que los propios profesionales llevaran a cabo la autocrítica pública pendiente. Mi sugerencia —para que se entienda la diferencia entre lo que planteo y lo que algunos ya han llevado a cabo— es que lo escriba un periodista que haya desempeñado tareas de responsabilidad en un gabinete de comunicación del más alto nivel, gestionando la relación de alguien extremadamente poderoso (en lo político o en lo económico) con los medios. Seguro que podría contar y rendir cuenta de elementos del mayor interés informativo para todos.

Manuel Cruz (Barcelona, 1951) es filósofo y expresidente del Senado. Su último libro es ‘Transeúnte de la política’ (Taurus, 2020).

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