Narendra Modi, un líder divisor en la India
El primer ministro afronta riesgos de conflicto con China y Pakistán y una epidemia fuera de control
Ser el primer dirigente indio nacido después de la independencia del país (1947) ha permitido a Modi afrontar, libre de ataduras, los indelebles fantasmas de la partición del subcontinente indio, rémoras de un pasado que regresa a menudo en Cachemira y hoy parece a punto de reventar con Pakistán y con China, qu...
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Ser el primer dirigente indio nacido después de la independencia del país (1947) ha permitido a Modi afrontar, libre de ataduras, los indelebles fantasmas de la partición del subcontinente indio, rémoras de un pasado que regresa a menudo en Cachemira y hoy parece a punto de reventar con Pakistán y con China, que comparten fronteras en el exuberante y explosivo Himalaya. El enésimo sobresalto ha sido la sangrienta batalla campal entre soldados indios y chinos en la línea de demarcación. Dos colosos nucleares y una volátil frontera en disputa, con un hombre fuerte y sin complejos en Nueva Delhi.
Pero Narendra Namodardas Modi (Vadnagar, Gujarat, 1950), poderoso primer ministro de la India —revalidó mandato el año pasado por goleada, laminando a la oposición—, no se caracteriza sólo por su asertiva política exterior, ni por un programa de gobierno nacionalista y proteccionista (“India first”, India primero). Tampoco por sus tics populistas: ya era protopopulista mientras gobernó su Estado natal, entre 2001 y 2014.
Hijo de un modesto vendedor de té gujaratí, Modi se forjó como proselitista en el RSS, el movimiento derechista radical que promueve la Hindutva (supremacismo hindú), y se fogueó en el activismo político durante la emergencia decretada por Indira Gandhi entre 1975 y 1977, uno de los periodos más negros de la historia reciente del país. Eso le permitió subir peldaños y desembocar en 1980 en el Bharatiya Janata Party (BJP, en sus siglas en inglés), formación nacionalista hinduista al frente de la cual se convirtió en 2001 en ministro principal de Gujarat, Estado de mayoría hindú con un 10% de musulmanes. En 2002 se desencadenaba allí la peor ola de violencia sectaria en la India desde los sucesos de Ayodhya (1992). Los disturbios provocados por los pogromos de musulmanes se cobraron en todo el país entre 2.000 y 3.000 vidas en una orgía de atrocidades. La tibieza de Modi con los desmanes de sus correligionarios hindúes, que muchos tildaron de condescendencia y algunos de aquiescencia, le granjeó boicots de la Unión Europea, el Reino Unido y EE UU, que también le denegó el visado. Veinte años después, Modi frecuenta la Casa Blanca, o el foro de Davos, como invitado galáctico.
El recuerdo del terror sectario no entorpeció su ascenso a la cumbre. En 2014 se coronó como primer ministro de la India. El BJP ratificaba su anhelada revancha contra el monopolio del poder del Congreso de los Gandhi gracias a esta figura divisoria, de claros tintes autócratas, y a la vez revestida de un halo de beatitud tal que entre sus actos de campaña está retirarse a una gruta para meditar.
A la faceta más esotérica de Modi se debe la institución del Día Internacional del Yoga (21 de junio), adoptado por la ONU en 2014 a instancias suyas. También la incerteza sobre su estado civil: según las fuentes, resulta ser soltero, divorciado o incluso viudo, como una sucesión de hologramas de sí mismo. La versión más plausible es que se casó a los 18 años en un matrimonio concertado que apenas duró cuatro. El propio Modi, desde entonces célibe confeso, reconoció ese paréntesis mucho después.
Con un programa nacionalista, quiere un país para los hindúes, en detrimento de las minorías
Gracias a Modi, el BJP ha conseguido su propósito, y viceversa: “Redefinir la identidad india vinculándola a un pasado hindú convertido en mito, y al tiempo transformarla en un movimiento político enérgico y moderno”, según la aguda definición de Patrick French en el libro India (Duomo Ediciones). Pero sus detractores —el bastión secular de la intelectualidad de Nueva Delhi o Calcuta; las minorías convertidas en diana—, subrayan la factura a pagar: la insidiosa agenda sectaria y la creciente intolerancia religiosa, con leyes discriminatorias como la de Ciudadanía; la concentración de poder en sus manos, hasta el punto de desplazar el eje de gravedad del Legislativo —el ADN de la mayor democracia del mundo— hacia su figura cuasi presidencial; el endeble desempeño económico pese a sus promesas bombásticas, y con medidas como la desmonetización, (retirada de la circulación de ciertos billetes) que abismó al abundante sector informal indio.
Su exitosa gestión en Gujarat (crecimiento, pero sin desarrollo) no le ha valido para la vastedad del país, y el manual Modinomics suscita cada vez más recelos, visiblemente potenciados por la desaceleración económica y, ahora, por el impacto de la pandemia: India era esta semana el tercer país del mundo en nuevos contagios.
“Para gobernar bien hay que implicar y movilizar a la gente; si no, el líder se vuelve un autócrata. Hoy todo el poder se concentra en la oficina del primer ministro”, lamentaba en 2019 Arun Kumar, catedrático emérito de la combativa Universidad Jawaharlal Nehru de Delhi. Pero lo que menos le perdonan a Modi sus críticos es erosionar los principios fundacionales de la India independiente, esa India para todos los indios que permitió a un intocable como B. R. Ambedkar ser uno de los padres de la Constitución de 1950. El mismo año que vio nacer a quien se convertiría en el timonel de la India del siglo XXI, libre por fin de las amarras de 1947.