Desprecios

Necesitamos dar una oportunidad, a nuestros nietos y a todos los seres vivientes, de tener una Tierra para poder vivir

Vista aérea del Delta del Paraná.Alamy Stock Photo

La limitación de la palabra “verde” la entendí ahí, en las Islas del Delta del Paraná: lo pone en evidencia el espectro enorme que va del gris plateado del envés de las hojas de los álamos hasta el casi amarillo de los brotes de los sauces, del brillo solar de los juncos al mediodía al blanco opaco de las agujas de los espinillos.

“Fauna” tampoco alcanza para el milagro de los dorados saltando sobre el lomo del río marrón, la alegría de los capibaras revolcándose en el barro, ...

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La limitación de la palabra “verde” la entendí ahí, en las Islas del Delta del Paraná: lo pone en evidencia el espectro enorme que va del gris plateado del envés de las hojas de los álamos hasta el casi amarillo de los brotes de los sauces, del brillo solar de los juncos al mediodía al blanco opaco de las agujas de los espinillos.

“Fauna” tampoco alcanza para el milagro de los dorados saltando sobre el lomo del río marrón, la alegría de los capibaras revolcándose en el barro, la paz de los biguás que pasan horas sentaditos con las alas extendidas al sol, la mirada esquiva de los ciervos de pantano.

Estas islas bellísimas son territorio de una biodiversidad riquísima y cumplen un papel fundamental en la purificación del agua, como todos los humedales. Hace dos semanas, ardían: las fotos dolían, llegaban de Rosario, la ciudad hermosa que recuesta uno de sus flancos en el Paraná. Las fotos dolían, todas las miríadas de verdes y animalitos ardiendo, sacrificados al Señor Global de las Commodities: a la agricultura y la ganadería industriales. Los propietarios de las 25.000 hectáreas de islas incendiadas fueron denunciados e intervino el ministerio de Ambiente de la Nación, pero el asedio al humedal lleva años y requerirá de mucha fuerza frenarlo.

De Rosario llegaba el dolor y una frase que signa estos tiempos, “no puedo respirar”, la de George Floyd al ser asesinado por la policía en EE UU. La frase que sintetiza todo el desprecio por las vidas que, a criterio de los dueños del mundo, valen menos. El mismo desprecio que manifiestan los que incendian territorios. No los detiene destruir un ecosistema vital y tampoco los detiene la salud de los seres humanos: en plena pandemia de coronavirus llenaron de humo una ciudad. Según un estudio de la Universidad Nacional de Rosario dirigido por el científico Rubén Omar Gabellini, la ciudad registró niveles de contaminación del aire “cinco veces mayores a los permitidos en la normativa provincial”. Puntualizan que “los efectos se ven agudizados en la población que padece problemas respiratorios crónicos como asma o Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica (EPOC)” y también a “la población que presenta problemas cardíacos agudos, afectando la capacidad de captación de oxígeno y del sistema cardiovascular”. Tampoco consideraron lo que ya es un grito mundial: el arrasamiento de las áreas naturales es causa de zoonosis (patógenos animales que pasan a humanos) que originan pandemias como la que estamos viviendo.

A esto se suma el uso intensivo de pesticidas como el Roundup, glifosato, que llevaron a Bayer-Monsanto a ofrecer pagar 10.000 millones de dólares en los Estados Unidos por las más de cien mil demandas presentadas por los daños que generan sus pesticidas.

Lo que sucedió en las Islas del Delta del Paraná se suma a lo que sucede en los bosques de el Gran Chaco y en la Amazonía entera, entre otros lugares de vital importancia para, justamente, la vida misma. Necesitamos, todos, el mundo entero, parar al extractivismo. Apoyar los modelos de agricultura y ganadería familiares. Darnos una oportunidad, y dársela a nuestros hijos y nietos y a todos los seres vivientes, de tener una Tierra para poder vivir. Se lo debemos.

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