‘Paideia’
Es una lástima tener que decirlo de forma tan simple, pero la razón y la tiranía son propensas al enamoramiento
El libro que más me ha influido es quizá Paideia, de Werner Jaeger. Relata la formidable aventura intelectual que va de Homero a Platón, de lo oral a lo escrito, de la autoridad a la libertad. No es una obra ligera. Mi ejemplar tiene más de 40 años, con una traducción áspera y una tipografía pequeña y aviesa: el tipo de artefacto que uno no presta por simple respeto al prójimo. Solo una vez se lo cedí a alguien. A Maruja Torres, que me lo devolvió cuidadosamente forrado y estudiado: la señora disimula con caña y humor un calibre mental apabullante.
Estos días he recuperado alguno...
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El libro que más me ha influido es quizá Paideia, de Werner Jaeger. Relata la formidable aventura intelectual que va de Homero a Platón, de lo oral a lo escrito, de la autoridad a la libertad. No es una obra ligera. Mi ejemplar tiene más de 40 años, con una traducción áspera y una tipografía pequeña y aviesa: el tipo de artefacto que uno no presta por simple respeto al prójimo. Solo una vez se lo cedí a alguien. A Maruja Torres, que me lo devolvió cuidadosamente forrado y estudiado: la señora disimula con caña y humor un calibre mental apabullante.
Estos días he recuperado algunos pasajes de aquella aventura griega a través de otro libro maravilloso (y más ameno que Paideia), El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Por alguna razón, ese ensayo me ha conducido de nuevo a la vieja historia de Platón y Dionisio y a los peligros que entraña la relación entre pensamiento y política.
Es una lástima tener que decirlo de forma tan simple, pero la razón y la tiranía son propensas al enamoramiento mutuo. El siglo XX abunda en ejemplos de grandes intelectos entregados al totalitarismo, en nombre de la razón, con la mejor de las intenciones y con los argumentos más solventes. Sartre y Pol Pot, Heidegger y Hitler, esas cosas. La vacuna contra tales amores de alto riesgo es la que propuso Raymond Aron: mantener la conciencia de que lo humano es contingente, de que nadie posee la verdad absoluta y de que no todo es posible; evitar con el escepticismo (no confundir con la indiferencia) los barrancos del fanatismo y del nihilismo.
Se trata de un problema cotidiano. La escritora Joanne Rowling, más conocida como J.K. Rowling, creadora del universo de Harry Potter, escribió hace unas semanas un tuit y luego una breve justificación de sus opiniones sobre la condición femenina y la transexualidad. Es un debate muy encendido, en especial dentro del feminismo. Estoy seguro de que todas las personas son igualmente respetables; estoy seguro de que tanto mujeres como transexuales sufren discriminación; no estoy seguro de que querer ser algo signifique automáticamente ser algo. Mi opinión, en cualquier caso, resulta irrelevante. Lo que me alarma es que empleados del grupo editorial Hachette se nieguen a seguir trabajando con Rowling por considerar ofensivas sus ideas. Hablamos de edición y de libros. Es decir, del núcleo del debate libre.
Tendemos a suponer que en el mundillo cultural domina la tolerancia. Pero no es así. La convicción de que miramos el mundo desde la posición correcta nos lleva a condenar lo que es evidentemente condenable. El racismo, por ejemplo. Casi todos estamos de acuerdo en que constituye una lacra. Por tanto, nos parece bien retirar del catálogo una película llena de pasajes bochornosos, como Lo que el viento se llevó. Hasta ahí, fácil. Sigamos. Si, por razones misteriosas, estamos seguros de que Woody Allen es un pedófilo, exigimos que su obra deje de difundirse. Si nos parece que Rowling es transfóbica, nos negamos a colaborar en la publicación de sus libros. Todo ello en nombre del bien.
La coherencia debería llevarnos a prohibir, o al menos alejar de los niños, el libro más racista, xenófobo y violento de todos los tiempos: la Biblia. ¿Damos el paso?
A los romanos les costó traducir el concepto griego de paideia. Optaron por un término que ha llegado hasta nosotros: “humanidades”. La lección de tolerancia y escepticismo está siempre ahí, igual que los ensayos de Raymond Aron. Pero nos pasa como al escritor francés Jean Daniel, que prefería “equivocarse con Sartre a tener razón con Aron”. Porque Sartre aspiraba a lo absoluto y Aron se conformaba con la honestidad y la sensatez.