Colin Farrell: cómo a Hollywood se le fue de las manos la construcción de su último chico malo
El papel de este irlandés como Pingüino en ‘The Batman’ le ha ganado su propia serie en HBO : aquel ‘sex symbol’ de los dosmiles revivie como secundario tras décadas de alcohol y aislamiento
En la ceremonia de los Oscar de 2003, Colin Farrell (Castleknock, Irlanda, 45 años) dio paso a la actuación de sus compatriotas U2. Entonces el actor llevaba un par de años en Hollywood y Steve Martin, el presentador de la gala, lo presentó enumerando sus ...
En la ceremonia de los Oscar de 2003, Colin Farrell (Castleknock, Irlanda, 45 años) dio paso a la actuación de sus compatriotas U2. Entonces el actor llevaba un par de años en Hollywood y Steve Martin, el presentador de la gala, lo presentó enumerando sus logros: era el chico de moda, aparecía sin camiseta en todas las portadas, alternaba proyectos de prestigio con blockbusters de acción y no paraba de ligar con modelos. “El siguiente paso”, anunciaba Martin, “es la clínica de desintoxicación”. Dos años después, Farrell cumpliría esa profecía.
La operación promocional para convertirlo en una estrella lo promocionó como “el chico malo de Hollywood”, pero él se metió demasiado en el papel. “No encontraba el freno de mano”, resumiría años después. Hoy lleva 16 años sobrio, es padre de dos hijos y triunfa como El Pingüino en The Batman: ha renunciado a ser una estrella, un rol que Hollywood se empeñó en endosarle y que él nunca se creyó, para ser un secundario de raza.
A finales de los noventa, Farrell interpretó a un adolescente con autismo en una obra de teatro en Londres. Al terminar una de sus funciones, el actor Kevin Spacey se acercó a felicitarle, le invitó a unas cervezas y le prometió que le convertiría en una estrella. El primer paso sería ponerle en contacto con CAA, la agencia de representación más poderosa de Hollywood.
Farrell desembarcó en Hollywood con Tigerland (2001) y la maquinaria promocional se puso en marcha. Lo primero era invocar comparaciones que vinculasen el producto Colin Farrell a otros sabores familiares: “el Brad Pitt irlandés”, proclamaba Vanity Fair; “pronto despertará comparaciones con James Dean y un joven Robert De Niro”, vaticinaba Interview; su personaje “un sosias de Steve McQueen”, describía la cadena ABC. Su director, Joel Schumacher, quien relevó a Spacey como mentor de Farrell, lo comparaba con “el Paul Newman de La leyenda del indomable o el Jack Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco”.
Hollywood mordió el anzuelo. A pesar de ser un desconocido para el gran público, Farrell consiguió papeles que habían sido escritos para estrellas de primera como Edward Norton, Jim Carrey y Matt Damon en La guerra de Hart (2002), Última llamada (2002) y Minority Report (2002), respectivamente. De la noche a la mañana, Colin Farrell era el desconocido más famoso del mundo. Un día, el actor puso a prueba la paciencia de Spielberg en el plató de Minority Report. Se presentó tan borracho a aquel rodaje que tardó 34 tomas en decir la frase “Obviamente usted entiende la cuestionabilidad fundamental de la metodología pre-criminal”. Luego ha contado esa historia subiendo la cifra a 56 tomas.
Farrell asumió este rol del buen salvaje y recitó en cada entrevista un relato de orígenes que parecía sacado de una de las obras de teatro costumbristas del irlandés Sean O’Casey: pasó su infancia soñando con ser jugador de fútbol profesional como su padre hasta que descubrió la cerveza, el tabaco y los puñetazos, lo expulsaron de varios colegios y abandonó los estudios. La interpretación lo salvó.
En realidad, Farrell venía de una familia de clase media-alta que vivía en una casa de un millón de euros en uno de los barrios más exclusivos de Dublín. Había acudido a los mejores colegios y no le habían expulsado de ninguno. Al menos eso aseguraba uno de sus amigos de la infancia, Gavin Lambe-Murphy, quien aclaraba que solo les habían suspendido durante cuatro días por tirarse gomas de borrar. Incluso el propio hermano del actor, Eamon, se sorprendía en un reportaje de Vanity Fair del acento obrero que Colin había desarrollado desde su mudanza a Los Ángeles.
Farrell tampoco no había llegado a la interpretación por casualidad como decía. En 1993, a los 17 años, hizo el casting para la banda masculina Boyzone y el rechazo, según confesaría él después, le empujó a su primera espiral de drogas: “El psicólogo me pidió que escribiese una lista de mi consumo semanal. Veinte pastillas de éxtasis, cuatro gramos de cocaína, seis de speed, 15 gramos de hachís, tres botellas de Jack Daniels, 12 de vino tinto, 60 pintas y 280 cigarrillos. Me miró y dijo: ‘No me extraña que estés deprimido”.
Quizá era cierto o quizá estuviese exagerando. Colin Farrell se esforzaba en satisfacer esa especie de fantasía irlandesa obrera que Hollywood había depositado sobre sus hombros. Empezó a dar declaraciones escandalosas sobre, por ejemplo, la depilación íntima femenina en forma de “pista de aterrizaje” (“Yo como mucho coño [en Irlanda], pero nunca vi una vagina hasta que vine [a Los Ángeles]”), sobre su afición la prostitución (”Es como pedir una puta pizza”), sobre su consumo de drogas (“La heroína está bien con moderación”) o sobre el día que le contó a la actriz Linda Fiorentino que solía masturbarse con sus películas de adolescente.
“Estuve en una fiesta con 20 personas, una de ellas una agente de la CAA, y salió el tema de los prepucios”, contaba en Playboy, “Ella dijo que no los entendía, que no había visto nunca ninguno, así que me saqué la polla y dije: ‘Mira, aquí está. Un poco de piel’. Hice un poco de marioneta con el pene. Se le puso una cara que parecía que estaba en el circo”.
Las crónicas de la época describían el efecto que el actor tenía entre las mujeres, ya fuesen periodistas, maquilladoras o ejecutivas. Un reportero de GQ contaba que en plena entrevista una mujer se había acercado a Farrell y se había puesto a acariciarle la entrepierna. En el estreno de La prueba (2003) le dio un beso con lengua a una presentadora que le estaba haciendo una entrevista en la alfombra roja.
La revista Details lo sacó en portada con el titular “¿Te has acostado con Colin Farrell ya?”. En 2003, Farrell se casó con una actriz británica y se divorció a los cuatro meses. Pero su gran amor de aquella época fue Elizabeth Taylor, con quien mantuvo una relación platónica hasta su muerte en 2013.
Él tenía 34 años, ella 75. “Quería ser el [marido] número ocho, pero la carretera se terminó”, confesó Farrell en el programa de Ellen DeGeneres. Se conocieron en el hospital Cedars-Sinai mientras ella se recuperaba de una operación de corazón y él visitaba a su hijo recién nacido. “La amaba, todavía la quiero” confesaba el actor a ICON en 2016. “Hablábamos de todo. Realities, tiempo, comida, viajes... No tanto sobre el mundo del cine. Los dos éramos insomnes y hablábamos de poesía hasta la madrugada”.
La prensa sensacionalista lo apodó El duendecillo salido; describía sus juergas diarias con ligues como Demi Moore, Carmen Electra o Britney Spears, además de una larga lista de mujeres anónimas que trabajaban como modelos o conejitas de Playboy. Con una de ellas, Nicole Narain, protagonizó un vídeo pornográfico que fue más visto que cualquiera de sus películas. La periodista Stephanie Zacharek describió el vídeo como “extraordinariamente poco sórdido” y el entusiasmo del actor como “muy caballeroso”.
Porque no ha habido ningún chico malo en Hollywood con tan buenos modales como Colin Farrell. Para alguien que ha sido definido como “un hombre de exceso espectacular”, “un camorrista”, “un maniaco sexual” o “un obituario en ciernes”, Farrell tiene una trayectoria bastante limpia: nunca se metió en broncas en bares, nunca creó problemas en los rodajes y ni siquiera tiene el arresto por conducción ebria de rigor. Todo lo que se sabe de su estilo de vida salvaje es porque lo ha contado él.
Para cuando se estrenó Alejandro Magno en 2004, Colin Farrell era el chiste favorito de Hollywood. “La gente lo ve como una celebridad que resulta que hace películas”, resumía Stephanie Zacharek. Su sueldo estaba en torno a los diez millones de euros a pesar de no haber demostrado ningún tirón comercial y la burbuja de su fama, hinchada artificialmente por los mecanismos publicitarios, estaba a punto de estallar: Farrell se volvió más famoso por sus fracasos que por sus éxitos.
“¿A que quieres darle un puñetazo a Colin Farrell?”, preguntaba una portada de GQ con el actor en portada. La etiqueta de tipo rudo se había pasado de frenada hasta transformarse en famosillo cutre o, incluso, tipo baboso: durante el rodaje de El nuevo mundo (2005), en la que Farrell interpretaba al colono John Smith, la actriz que interpretaba a Pocahontas, Q’Orianka Kilcher, expresó sus reparos a la hora de rodar escenas románticas con el actor debido a su reputación. Terrence Malick tuvo que volver a rodar ciertas escenas porque los abogados del estudio temían haber quebrantado leyes contra la pornografía infantil.
Las críticas de Alejandro Magno (2004) se ensañaron con Farrell y en especial con su pelo (“Con ese tinte ridículo parece más una maruja de St. Louis que un guerrero y la película a su alrededor es una mierda”). Farrell decidió esconderse en una cabaña junto al lago Tahoe, en la frontera entre California y Nevada. Cubierto por un pasamontañas para que nadie lo reconociera, el actor cuenta que dio rienda suelta a un consumo de drogas compulsivo. “El 80 o el 90% de las críticas eran negativas y el 30 o el 40%, crueles. Insultos personales. Las leía para confirmar mis sospechas: que no debería estar aquí, que no me merecía esta carrera, que no soy digno”, lamentó en una charla con GQ en 2012.
El día que terminó el rodaje de su siguiente película, Corrupción en Miami (2006), mientras todo el equipo se iba a la fiesta de despedida Farrell viajaba al centro de desintoxicación de las estrellas, Promises, fundado por Eric Clapton. “No quería morir, pero es que no quería vivir”, explicaría de aquel punto de inflexión en su vida. Cuando acudió al estreno de Corrupción en Miami confesó que no recordaba haber rodado ninguna escena. A partir de aquel día, su madre logró conciliar el sueño durante toda la noche: se había pasado los 15 años anteriores temiendo el sonido del teléfono.
Un par de años más tarde, en 2008, tocaba contar otro relato: el del auge artificial, la caída estrepitosa y la recuperación gloriosa. Todo había ocurrido en menos de una década. Farrell encontró la paz en los baños turcos de la calle 10 de Nueva York. El nuevo Colin Farrell hacía yoga, aparecía en la portada de Men’s Health y hasta era imagen de una fragancia de Dolce & Gabbana. “Literalmente lo peor que he hecho [desde que me desintoxiqué] fue entrar en un cine con un sándwich que había comprado fuera”, bromeaba. Un Globo de Oro por la comedia negra Escondidos en Brujas (2008) coronó este regreso triunfal.
Desde entonces Farrell ha encontrado su hueco en la industria gracias al cine de autor: Siete psicópatas (2012), Langosta (2015), La seducción (2017, donde jugaba con su magnético efecto en las mujeres) o el drama de ciencia ficción After Yang, que ha recibido críticas estupendas y se estrenará próximamente en España. Y con la excepción del decepcionante remake de Desafío total en 2012, sus incursiones en el cine comercial se han limitado a roles secundarios, típicos personajes reservados para el lucimiento de secundarios de raza: Animales fantásticos (2016), Dumbo (2019) o ahora The Batman.
En 2018 se sometió a otro tratamiento de desintoxicación porque, según el comunicado oficial, sentía tentaciones de recaer ante el estrés laboral. Pero ahora su única adicción es la naturaleza y pasar tiempo con sus hijos. Jimmy, de 18 años (que sufre una enfermedad rara que le impide caminar y hablar), y Henry, de 12. Ninguno de los dos está al corriente de que su padre fue un sex symbol mundial. Y añade que, cuando salen a hacer senderismo en familia, los niños ríen de que lleve pantalones muy cortos.
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