Gustavo Dudamel, el director de orquesta estrella: “En la música clásica tiene que haber deseo. Esa es mi misión”
No solo es el nuevo responsable musical de la Ópera de París. El maestro más mediático de nuestros días también estrena el ‘West Side Story’ de Spielberg. Y pretende lo imposible, democratizar por fin la llamada música culta
Gustavo Dudamel (Barquisimeto, 40 años) sonríe. Lo hace siempre y de varias maneras distintas. En su boca, todo es “maravilloso” y “hermoso”. O, en el peor de los casos, “feliz” y “emocionante”. El venezolano describe su llegada a Francia, pocas semanas antes de nuestro encuentro, como “un bellísimo comienzo”. ¿El gris imperecedero en el cielo, las batallas cotidianas con el funcionariado, la petulancia como deporte nacional? No sabe o, en cualquier c...
Gustavo Dudamel (Barquisimeto, 40 años) sonríe. Lo hace siempre y de varias maneras distintas. En su boca, todo es “maravilloso” y “hermoso”. O, en el peor de los casos, “feliz” y “emocionante”. El venezolano describe su llegada a Francia, pocas semanas antes de nuestro encuentro, como “un bellísimo comienzo”. ¿El gris imperecedero en el cielo, las batallas cotidianas con el funcionariado, la petulancia como deporte nacional? No sabe o, en cualquier caso, no contesta. “Me siento el ser más privilegiado del mundo. No sé qué más podría pedir”, asegura él, todo hoyuelos.
Empieza el otoño y Dudamel acaba de asumir su nuevo cargo de director musical de la Ópera de París, una consagración definitiva, a sus 40 años, con la que deja atrás su etapa de niño prodigio de la música clásica y empieza a lucir un perfil más maduro y sereno, a juego con los reflejos plateados de su cabellera. Por la acumulación de trabajo en el inicio de la temporada operística, el director de orquesta más brillante de su generación lleva días durmiendo en un sofá cama en su despacho, una estancia de geometría algo inquietante y una decoración tirando a desangelada que heredó de su predecesor –”todavía no me ha dado tiempo de cambiar nada”, dice– en el majestuoso edificio de la Ópera Garnier, la sede histórica de esta institución fundada en 1669 por Luis XIV, con una orquesta de 170 músicos, un ballet de 150 bailarines y un coro de un centenar de voces. Cuenta con otra oficina, de contornos más diáfanos, en el segundo edificio de la Ópera de París, una fortaleza ochentera de arquitectura posmoderna pegada a la Bastilla: en sus estancias de aspecto retrofuturista el venezolano posó para este reportaje.
Dudamel dirigirá por contrato un mínimo de tres producciones por temporada y compaginará su nuevo cargo con la dirección de la Filarmónica de Los Ángeles, que encabeza desde 2009. Es decir, que dividirá, durante los próximos seis años, su tiempo entre dos continentes. Pero no ve ninguna esquizofrenia en el hecho de dirigir, a la vez, un templo europeo del arte lírico y una ópera joven en el downtown angelino. “Si estuviera haciendo dos cosas totalmente distintas sería diferente, pero no deja de ser música. Hay un hilo indestructible”, rebate él. Pero todavía hay más: también está a cargo de la banda sonora de la adaptación de West Side Story, de Steven Spielberg, que se estrenará en cines el 22 de diciembre, y de la que, en el momento de la entrevista, sigue teniendo prohibido hablar (la banda sonora, eso sí, fue publicada ayer).
Dudamel hace justicia a la leyenda sobre su estajanovismo. “En realidad, no lo veo como una hiperactividad. Mi vida ha sido así desde muy jovencito. Al contrario, ahora vamos a tener un ritmo más calmado. Viajaremos, pero menos... Dirigir dos óperas en dos ciudades distintas es menos estresante que empalmar conciertos en puntos distintos del planeta. Llevábamos años buscando esta estabilidad”, responde. Habla en plural no mayestático: incluye en él a su esposa, la actriz española María Valverde, con quien se casó en 2017 en Las Vegas, y al hijo de su anterior esposa, Martín. El paso a la cuarentena, para más inri en plena epidemia, le hizo entender que no podría mantener ese ritmo para siempre. “Para mí es muy importante el tiempo de reflexión, y lo estoy protegiendo mucho desde el confinamiento. Me gusta trabajar y ocuparme, pero desde hace unos meses también sé parar. Ahora cuido mucho ese tiempo de detenimiento”.
Lo ocupa leyendo a Borges, García Márquez, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Rómulo Gallegos y un más inesperado Miguel de Unamuno, del que devoró Niebla y los ensayos de juventud. “Fue un hombre preclaro que enunció conceptos que me emocionan”, jura El Dude, como lo bautizaron en su pequeña patria de la Costa Oeste. Compagina su hábito lector con la cocina –”me quedan bien las arepas; María las completa con platos españoles”– y con un insospechado gusto por las imitaciones. Pero se resiste a hacernos una demostración. “Mejor otro día, tomando algo...”, esquiva bajo el reflejo imponente de las molduras doradas de su nueva oficina.
Asegura que ya no es el mismo hombre que antes de la epidemia, durante la que perdió a su abuela y se adentró en una fase introspectiva de la que todavía no ha salido. Se le ve menos impetuoso que en otros tiempos, sin el chute de adrenalina que provocó su nombramiento en la primavera pasada, tras la llegada del nuevo director de la Ópera de París, Alexander Neef, un elegantísimo alemán con cierto aspecto de eurovillano. Interrogado al respecto, este discípulo del fallecido Gérard Mortier confiesa que fueron los propios músicos de la casa los que propusieron su nombre. Se habían quedado con buen recuerdo tras el paso de Dudamel por París para poner música a una iconoclasta puesta en escena de La Bohème en 2017.
“Todo el mundo me hablaba de él. No es un hombre autoritario, crea consenso y da confianza. Decidí probar suerte y preguntarle si el cargo le interesaría”, recuerda Neef. Tras un breve encuentro en Madrid, por donde Dudamel pasa a menudo para visitar a su familia política en Carabanchel, dio el sí. “Tiene hambre por la ópera y comparte mi ambición por llevarla a nuevos públicos. Más que una voluntad, es una necesidad. No podemos contentarnos con la audiencia que tenemos. Hay que conquistar a quienes no han venido nunca”, remata Neef.
A finales de septiembre, la apertura de la temporada en París llegó acompañada de un concierto de gala con un programa inhabitual por su variedad: de Bizet a Verdi, pasando por Manuel de Falla, Benjamin Britten, John Adams y una ópera contemporánea argentina. Dudamel dirigió a la orquesta como un dibujo animado, saltarín y agitando la batuta a ritmo espasmódico, con los rizos electrizados a cada nuevo compás. Al saludar, se bajó del podio y chocó los puños con sus músicos, como si fuera el entrenador de un equipo de béisbol. Acostumbrados a la rigidez protocolaria que solía reinar en el lugar, los instrumentistas reaccionaron con perplejidad. “No lo hice adrede, soy así de siempre...”, afirma él. “Yo aprendí a dirigir con mis amigos, sintiéndome uno más en el grupo. En el escenario intento crear una situación de disfrute, una atmósfera de respeto y de intercambio. No me malinterpretes, soy estricto y tengo un gran nivel de exigencia, pero la llevo a cabo a través de una conexión con los demás, y nunca de una imposición”.
París no es una plaza fácil. Los músicos de la orquesta que ahora dirigirá son conocidos por su temperamento volcánico y su inercia sindicalista, que ha provocado parones y huelgas en el pasado. “Esto no deja de ser latino. [Los franceses] tienen un estilo y una personalidad... particulares, pero conecto bien con ellos”, insiste Dudamel. Su amigo Benjamin Millepied, otro niño prodigio con una trayectoria fulgurante en la danza, salió escaldado al intentar reformar el ballet de esta misma casa, que abandonó tras un breve mandato de dos años para volver a Los Ángeles con su mujer, Natalie Portman. No lo confesará, pero ese fracaso ajeno pudo haber sido útil para proponer un proyecto más pragmático que rupturista. “No puedo llegar e imponer. Es difícil llegar con la pretensión de cambiarlo todo, y más aún en una institución tan grande y con tanta tradición. Lo que tengo que hacer es empaparme de lo que me encuentro y, a partir de ahí, hacer que caminemos juntos en la misma dirección”.
Tampoco está claro qué opinó el público de abonados, bastante más erudito que en otras latitudes, al escucharle empezar su primer concierto con el preludio de Carmen –”es la ópera francesa por excelencia en el mundo”, se excusa– y terminarlo con... La Marsellesa (¡!). Para entendernos: pocas temporadas atrás, sonaba una ópera dodecafónica de Schönberg con puesta en escena de Romeo Castellucci.
Cada nuevo director de una institución operística llega con la voluntad de democratizar el acceso a la música culta. Y cada uno se marcha habiendo fracasado en el intento. A día de hoy, la ópera sigue regida por códigos de otro siglo y ligada a poderosos frenos sociológicos. ¿Por qué debería salirle bien a Dudamel? “En la música clásica tiene que haber deseo. Esa es mi misión. Crecí con el Sistema, el conjunto de orquestas públicas en Venezuela, donde la música es un instrumento de conexión con los demás, de transformación social. Eso lo he vivido en primera persona y sigue formando parte de mi ADN”, contesta. “Hay limitaciones impuestas por la propia cultura, pero es un proceso que tiene que ser orgánico y natural. Cuando se intenta cambiar de forma inmediata, no tiene efecto”.
Nada más llegar a París, descubrió un programa educativo que le apasionó: los trabajadores del backstage invitan a adolescentes de barrios desfavorecidos a pasar una semana con ellos para aprender el oficio. “Quiero hacer lo mismo en la parte musical. No quiero que los chicos vengan a escuchar música, sino que la sientan como algo propio. Es una puerta que ya existe, pero que voy a abrir todavía más”, promete.
El día que abandone su cargo le gustaría ver este santuario elitista, blanco y burgués convertido en un lugar efervescente, lleno de jóvenes de orígenes diversos. En su primer concierto, hizo subir a escena a inexpertos cantantes salidos de la academia de la Ópera, que compartieron protagonismo con figuras consagradas. Había un tenor afroamericano, otro asiático y otro de tez latina. “Parece venezolano, pero es totalmente francés...”, aclara a carcajada limpia, pero muy atento a las cuestiones de representación tras pasar 12 años en Los Ángeles. “Quise hacer sentir que todos somos ciudadanos del mundo y no de un sitio determinado”, añade con un buenismo que tiene el mérito de parecer sincero. “Cuando ves a los estudiantes de esta casa no solo ves a blancos. No se trata de exhibir una diversidad de fachada, sino de mostrar algo que sea representativo del grupo”.
Aquella noche, un invitado de honor aplaudía al fondo de la sala. El presidente francés Emmanuel Macron, poco aficionado a la ópera, decidió premiarle con su presencia. Se conocieron en el Elíseo poco después de su nombramiento y, según varias fuentes, congeniaron de inmediato. Después de todo, comparten generación y espíritu disruptivo, el adjetivo por excelencia del macronismo más temprano. “Conocía mucho de mí y de mi historia. Hablamos de música y de otras cosas importantes...”, resume escuetamente. ¿También de política? “No, de eso no llegamos a conversar”, asegura Dudamel, persona non grata en Venezuela desde que criticó el poder de Maduro hace unos años.
Podrían haberlo hecho: igual que el presidente francés, él cree que la cultura tendrá un papel determinante en una sociedad cada vez más polarizada, al ser capaz de suscitar un entendimiento social. “Y no solo aquí, sino en todo el mundo. Ya estamos un poco hastiados de izquierda y derecha. Uno se marea, la conversación se vuelve terrible y la gente tiene miedo de decir por quién vota. En un momento de desencuentro y polémica permanente, la cultura juega un rol fundamental en el equilibrio de la sociedad”, quiere creer. “En el Parlamento vemos a los políticos discutiendo. En un concierto, eso nunca ocurre. Ahí se saludan y se respetan. La música proporciona un espacio de encuentro”.
Dudamel ha creído en el poder de la alegría desde que era un niño que imitaba a Karajan en su modesta habitación, muchos años antes de ser fichado, con solo 24, en el mítico sello amarillo de Deutsche Grammophon. Ese ha sido el principal motor en su carrera de fondo: estar convencido de que las cosas siempre acaban saliendo bien. “Sí, soy una persona positiva. Incluso cuando me molesto, siempre busco vínculos con la alegría y la felicidad”.
Huelga decir que aprovecharemos esa brecha en su voluntarismo a prueba de bomba para preguntar qué o quién es capaz de sacarle de sus casillas. “Bueno, pues la injusticia me duele. Y, en mi profesión, lo que más me molesta es la rutina. La desidia también me corta mucho. Pero, cuando la veo en otros, me lo tomo como un reto. Hago todo lo posible para sacarles de esa rigidez”. Si no es su programa, se le parece mucho: esa será su misión (¿imposible?) en la capital francesa. Sabe que no será fácil. Pero también que, como tantas veces en su vida, vuelve a tener el viento a favor. Se demostró durante esa noche iniciática en París, que Dudamel concibió como “un largo tráiler” de lo que quiere desarrollar en los próximos seis años. Al abandonar la sala, sucedió algo tirando a extraordinario en estas lides: el público también sonreía.
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