“El único criptonazi que me viene a la mente es usted”: Historia de la frase que introdujo la furia en las tertulias televisivas
En 1968, en una serie de encuentros televisados, los intelectuales Gore Vidal y William J. Buckley Jr se tiraron encima toda la artillería. Hoy se recuerda hoy como el certificado de defunción de los debates de guante blanco
Hoy la recordamos como la madre de todos los debates, la tertulia política a dúo que dinamitó las bases del género y anticipó casi todo lo que vendría a continuación. Tuvo lugar hace más de medio siglo, en agosto de 1968, y la protagonizaron un par de primeras espadas de la confrontación ideológica, uno progresista y otro conservador, Gore Vidal y ...
Hoy la recordamos como la madre de todos los debates, la tertulia política a dúo que dinamitó las bases del género y anticipó casi todo lo que vendría a continuación. Tuvo lugar hace más de medio siglo, en agosto de 1968, y la protagonizaron un par de primeras espadas de la confrontación ideológica, uno progresista y otro conservador, Gore Vidal y William J. Buckley Jr. Los cineastas estadounidenses Morgan Neville y Robert Gordon le dedicaron un estupendo documental, Enemigos íntimos, que se exhibió en el festival de Sundance y está disponible ahora mismo en el catálogo de Filmin. Verlo 53 años después produce un cierto vértigo. Aquella lluvia (torrencial, pero en un vaso de agua) trajo estos lodos.
La película es una crónica pormenorizada de los antecedentes, el desarrollo y las consecuencias de lo que fue un duelo catódico de lujo y de leyenda. En especial, pasa revista al mítico instante, ya en el penúltimo de los encuentros, en que Vidal y Buckley aparcaron toda cortesía, toda etiqueta, y se despellejaron en antena con una virulencia hasta entonces desconocida. Ese día reventaron los diques y nació la baja política como (gran) espectáculo televisivo.
Los promotores insisten aún hoy en que no era esa la idea, en que no estaba previsto que el odio y la mordacidad extrema irrumpiesen en la ecuación de aquella manera. Según el profesional que moderó aquellas jornadas, se pretendía que fuera un debate de guante blanco, un ejercicio de fina esgrima intelectual entre un par de contertulios de modales versallescos y pulcros. El caso es que acabó convirtiéndose en algo muy distinto. En opinión del escritor y académico Michael Lind, Gore y Buckley se enzarzaron “en una Guerra Fría de bolsillo, un encarnizado combate de boxeo”. Dos hombres de mediana edad aborreciéndose noche tras noche en riguroso directo, desquiciándose y curtiéndose el lomo con verbo exquisito, abrumándose con munición ideológica de muy grueso calibre, exasperándose mutuamente con todo un arsenal de muecas de arrogante desdén.
En el rincón izquierdo del cuadrilátero, Vidal, escritor brillante y libérrimo que pocos meses antes había publicado Myra Breckinridge, “la novela más obscena y perversa de la década”, en opinión de uno de los críticos literarios de The Washington Post. En la esquina contraria, Buckley, agudo polemista, gurú de la nueva derecha ilustrada, fundador de la influyente revista conservadora National Review. Dos anglosajones de raza blanca, uno agnóstico y otro católico, nacidos ambos en 1925 (Gore en octubre, Buckley en noviembre) en el estado de Nueva York, veteranos de la Segunda Guerra Mundial que no llegaron a entrar en combate, de familias pudientes y miembros del patriciado intelectual de la Costa Este. Dos hombres que se habían tratado de manera esporádica, que tenían amigos comunes y que se detestaron cordialmente durante décadas, pero que a esa altura decisiva de la década de 1960 representaban ya dos maneras irreconciliables de ser ciudadano de los Estados Unidos. Vidal, el progresismo disruptivo cercano a la contracultura y el rechazo a la guerra de Vietnam. Buckley, el patriotismo visceral y la apuesta por un retorno sin matices a los valores tradicionales. Vidal, además, era un bisexual que evitaba hablar de su vida privada pero que nunca estuvo en el armario, mientras Buckley hacía bandera de una masculinidad un tanto rancia, al viejo estilo.
Un prime time sin precedentes
Ni uno ni otro esperaban convertirse en el acontecimiento televisivo de aquel verano del 68. Ambos anularon sus vacaciones para aceptar la propuesta de última hora de una gran cadena de teledifusión en apuros, la ABC. La compañía con sede en Manhattan acumulaba por entonces audiencias paupérrimas, a años luz de las de sus principales rivales, la CBS y la NBC. En opinión de uno de sus directivos, “éramos la cuarta cadena nacional en una época en la que solo había tres”. Además, disponían de un presupuesto irrisorio para cubrir el par de convenciones nacionales, la del partido republicano y la del demócrata, que iban a celebrarse durante el mes de agosto y de las que debían salir los dos principales candidatos a suceder al presidente en ejercicio, Lyndon B. Johnson.
Dadas las circunstancias, el jefe de programación de la cadena propuso dedicar la franja informativa de máxima audiencia no a conexiones en directo con corresponsales sobre el terreno, sino a una serie de diez debates con Buckley y Vidal como protagonistas y un veterano periodista de la casa, Howard K. Smith, ejerciendo de moderador. Aquella era una ocurrencia insólita, uno de aquellos planes descabellados que, en ocasiones, acaban funcionando. Por entonces, las tertulias políticas y los debates entre analistas eran un producto televisivo de circunstancias, apto para la sobremesa o las horas vacías de la madrugada. Convertirlo en el plato principal de la cobertura de un gran acontecimiento mediático se antojaba una extravagancia propia de gente desesperada. Sin embargo, en la ABC contaban a su favor con unos niveles de polarización política sin precedentes en la sociedad estadounidense. Buckley y Vidal acabarían transformados en paladines y portavoces de esas dos Américas en liza. Y una audiencia millonaria estaba a punto de descubrir hasta qué punto la controversia llevada al extremo puede ser un espectáculo electrizante.
Buckley había declarado poco antes que Gore Vidal era el más aborrecible de los miembros de la izquierda intelectual, casi la única persona con la que no estaba dispuesto a debatir, “por su narcisismo y su prepotencia”. Aun así, la ABC consiguió convencerle argumentando que diez debates casi consecutivos en horario de máxima audiencia eran el mejor escaparate posible para sus ideas. Vidal, tal y como explicaría meses después en un artículo para Esquire, aceptó sin la menor reticencia, fiel a su vieja máxima de que sexo y televisión son las únicas ofertas que no deben rechazarse nunca.
El debate se desarrolló en dos fases. La primera coincidió con la convención republicana, celebrada entre el 4 y el 8 de agosto. Fue tensa y de un alto nivel dialéctico, pero no llegó al punto de ebullición. Hendrik Hertzberg, comentarista político de la revista The New Yorker, considera que “Vidal exhibió su gen competitivo preparándose a conciencia y ensayando ante el espejo hasta el último de sus gestos condescendientes”, mientras Buckley “confió en su instinto, dedicando los días anteriores a navegar con su yate, con lo que se mostró como un interlocutor ocurrente y mordaz, pero algo menos preparado y con menos recursos”. La opinión más común es que Vidal se adjudicó, con matices, esos cinco primeros asaltos.
Banderas de nuestros padres
Tras una pausa de 18 días, llegó la hora de la verdad. El 25 de agosto, la víspera de la convención demócrata que se celebraba en Chicago, Buckley echó el resto con una actuación memorable. Se había presentado a la fase decisiva del combate armado hasta los dientes y con el colmillo más afilado que nunca. En días sucesivos, el intercambio de puntos de vista en el plató de la ABC se fue caldeando al ritmo al que lo hacía la propia convención, una auténtica guerra civil entre demócratas que enfrentó al ala conservadora del presidente Johnson contra la izquierda pacifista y que se tradujo también en manifestaciones masivas y graves incidentes de orden público en las calles. Uno de los ponentes, el senador Abraham Ribicoff, acusó al alcalde de Chicago, su compañero de partido Richard Daley, de querer convertir la ciudad en un estado policial con tácticas represivas “propias de la Gestapo”. Como era de prever, Vidal expresó su simpatía por la izquierda demócrata y los que se manifestaban contra la guerra de Vietnam, por entonces en pleno apogeo. Buckley, partidario del republicano Richard Nixon, defendió en antena, pese a todo, la política exterior de Johnson y los esfuerzos por restaurar “la ley y el orden” de Daley.
Pero el minuto de oro, el instante de esplendor y de infamia que todo el mundo recuerda, se produjo en ese penúltimo asalto, el del 28 de agosto. En aquella ocasión, el moderador ejerció de bombero pirómano al preguntar a Vidal si estaba de acuerdo con que los manifestantes pacifistas exhibiesen banderas del Vietcong, la guerrilla norvietnamita que combatía contra los Estados Unidos: “¿Hubiese sido aceptable que simpatizantes nazis se manifestasen en el territorio de los Estados Unidos mostrando la bandera del Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial?”. Vidal argumentó que las situaciones no eran comparables, que Vietnam era un país del Tercer Mundo víctima del agresivo imperialismo de los Estados Unidos y que por tanto su guerrilla popular contaba con la simpatía de una gran parte de la opinión pública occidental. Buckley le interrumpió en dos ocasiones para decir que los nazis estadounidenses fueron condenados a “ostracismo” durante la guerra mundial y que fue un acto de sensatez y de patriotismo no dejarles expresar sus puntos de vista. Tras la segunda interrupción, Vidal dedicó a su adversario una mirada de gélido sarcasmo y pronunció a quemarropa una de las frases más célebres de la historia de la televisión: “Por lo que a mí respecta, el único criptonazi que me viene a la mente ahora mismo es usted”.
Buckley tardó una fracción de segundo en encajar el golpe. Luego arqueó el lomo como un gato herido, como si estuviese a punto de hundir las garras en la yugular de Vidal, y respondió con un exabrupto homófobo: “Voy a partirte la cara, loca”. La palabra que utilizó, queer, era por entonces francamente despectiva, inaceptable entre personas educadas. Tal y como señala Hertzberg, “esto ocurrió décadas antes de que los miembros del colectivo LGTBI+ se la apropiasen como una forma inclusiva, empática y perfectamente contemporánea de referirse a sí mismos”. En 1968, “era puro discurso de odio, una expresión casi tan agresiva y malsonante como faggot”. Pero lo peor fue, en opinión de Hertzberg, más que el exabrupto en sí, “la manera en que Buckley dio la sensación de haber perdido los papeles, su incontinencia verbal, su resentimiento y su cólera”. Acabó el debate con la actitud desnortada de un boxeador que acaba de besar la lona. Cuando se apagaron las cámaras, Vidal fingió buscar su complicidad con una frase cruel que añadió sal a la herida: “Creo que hoy sí que nos hemos ganado el sueldo”. Estaba exultante. Había conseguido su objetivo, sacar lo peor de Buckley sin perder su sonrisa de suficiencia. Su rival se retiró al camerino sintiéndose derrotado, mortificado y herido en su orgullo. En el último debate fue una sombra. Según testimonio de su hermano, la imagen del instante en que Vidal le hizo perder la compostura le perseguiría durante años.
En años posteriores, Vidal no mostró nunca la menor consideración hacia el enemigo caído. Ni siquiera tras su muerte, en 2008. Por entonces, con su característica combinación de crueldad y elegancia, declaró que “el infierno pasa a ser un lugar mucho más animado ahora que Buckley arderá en él en compañía de aquellos a los que sirvió y cuyo odio y prejuicios alimentó durante años”. Los verdaderos guerreros nunca se dan tregua.
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