Nora Ephron, la mujer que escribió las grandes comedias románticas contemporáneas tirando de sus propias desdichas
Escribió y dirigió películas que aún conquistan a nuevas generaciones y Nueva York le sigue rindiendo homenajes con ‘tours’ que recorren sus lugares fetiche. Hoy, cuando cumpliría 80 años, sigue siendo reivindicada. No solo por las mujeres, sino por todos los escritores que convierten lo triste en alta comedia
En el peor momento de la pandemia, cuando las imágenes de los informativos parecían el anuncio de una distopía y lo cotidiano se transformó en excepcional, la edición estadounidense de Vogue lanzó una pregunta: “¿Cómo lo habría manejado Nora?”. Hacía ocho años que la escritora, directora de cine y autora teatral Nora Ephron había ...
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En el peor momento de la pandemia, cuando las imágenes de los informativos parecían el anuncio de una distopía y lo cotidiano se transformó en excepcional, la edición estadounidense de Vogue lanzó una pregunta: “¿Cómo lo habría manejado Nora?”. Hacía ocho años que la escritora, directora de cine y autora teatral Nora Ephron había fallecido víctima de la leucemia, pero eran muchos los que todavía echaban de menos su lucidez. ¿Se habría burlado del auge de la masa madre en las redes sociales? ¿Habría desparramado su sarcasmo sobre los negacionistas? ¿Consideraría la mascarilla una aliada de los cuellos demasiado sinceros? En un instante en el que el mundo se había recogido tras un manto de tristeza, estábamos huérfanos del ingenio de una mujer que sabía que mirando desde el ángulo adecuado cualquier drama podía volverse hilarante.
“A veces pienso que no tener que preocuparse del pelo es la secreta ventaja de la otra vida”, escribió en su libro El cuello no engaña. Y otras reflexiones sobre ser mujer. Un superventas que despachó más de un millón de copias a pesar de que en pleno auge de lo millennial estaba firmado por una mujer de más de sesenta años que le hablaba a otras mujeres de su edad. Ephron consiguió un éxito arrollador porque hablaba con sinceridad a una franja de edad a la que siempre se engañaba. Ella sabía que la vida no empieza tras la jubilación y aseguraba que “si tu mejor sexo llega después de los setenta es que nunca has tenido sexo antes”. Y consiguió que algo tan devastador resultase divertido.
Su atípica infancia había tenido que ver en ello. Era hija de un matrimonio de guionistas y que a principios de los años cincuenta una mujer trabajase sólo era un poco menos habitual que que lo hiciese en el cine. Los Ephron criaron a sus cuatro hijas –todas se convirtieron en escritoras– en un hogar en el que cuando alguien decía algo gracioso, se apuntaba por escrito. Lo que desembocó en que cualquier anécdota familiar acabase en pantalla e incluso que las desventuras de Nora en la universidad se convirtiesen en una película de Sandra Dee. Unos primeros años que Ephron definió como una comedia de situación, pero que no tardó en transformarse en drama.
Su padres cayeron en el alcoholismo: su padre pasó sus últimos años entrando y saliendo de instituciones mentales y su madre murió de cirrosis a los cincuenta y siete años. Tras graduarse en Wellesley trabajó un verano en la Casa Blanca y en un ensayo para The New York Times escribió que probablemente había sido la única pasante con la que Kennedy nunca había tenido relaciones. Al año siguiente puso rumbo a Nueva York para cumplir su sueño de ser periodista y recaló en Newsweek, donde fue la encargada del correo, el único puesto al que podían aspirar las mujeres en una institución cuyo techo, más que de cristal, era de hormigón.
El muro de prejuicios del semanario era infranqueable, pero una parodia sobre The New York Post escrita por Ephron en una revista humorística tuvo una recompensa inesperada. La editora del medio agraviado, Dorothy Schiff, sentenció: “Si puede parodiar a The Post, puede escribir para él”. Se forjó una fama de escritora aguda y sarcástica, “una Tom Wolfe con faldas”, y pronto pudo permitirse hablar de lo que realmente le interesaba como el tamaño de sus pechos, o más bien cómo el escaso tamaño de sus pechos había marcado su destino. Era consciente de que no era una belleza al uso, pero también sabía burlarse de eso. “En mi fantasía sexual nadie me desea por mi mente” escribió.
“Si cuento la historia, puedo soportarla”
Pero eso no fue óbice para acabar casándose con uno de los donjuanes de Washington, Carl Bernstein, el reportero del Post que junto a Woodward había destapado el Watergate. Su matrimonio con Bernstein duró tres años, pero cuatro décadas después todavía es lo primero que a muchos les viene a la cabeza cuando escuchan su nombre.
Ephron estaba embarazada de siete meses cuando descubrió que su marido estaba liado con la mujer del embajador británico. Y lo peor: que ella era la única persona en todo Washington que no lo sabía. Pudo dejarse devorar por el dolor o solicitar tarifa plana a su terapeuta, pero optó por seguir el consejo de su madre y convirtió su peor momento en Se acabó el pastel, un libro en el que las intimidades de la pareja se mezclaban con la receta de la tarta de melocotón y que fue llevado al cine en 1986. ¿Por qué lo hizo? La respuesta está en sus páginas finales: “Porque si cuento la historia puedo hacer reír y prefiero que se rían a que tengan lástima de mí. Porque si cuento la historia, no me duele tanto. Porque si cuento la historia, puedo soportarla.”
Aquel fue su último fracaso amoroso. En 1987 se casó con Nicholas Pileggi, autor de las novelas en las que se basaron Uno de los nuestros y Casino, y sus heroínas jamás volvieron a sufrir por desamor. “El secreto de la felicidad es casarse con un italiano”.
Aunque su nombre está asociado a la comedia, su primer guión había contado la historia de la sindicalista Karen Silkwood, fallecida en extrañas circunstancias. Gracias a aquella película (Silkwood, 1983) inició una amistad inquebrantable con Meryl Streep y logró su primera nominación al Oscar.
La segunda llegó mientras lidiaba con su divorcio. El director Rob Reiner le propuso escribir sobre uno de esos conceptos que hacen que una película se venda sola: “¿Pueden los hombres y las mujeres ser amigos?”. Reiner creía que no y Ephron que sí, y sobre la personalidad opuesta de ambos se forjó la legendaria Cuando Harry encontró a Sally (1989). Sus protagonistas no eran especialmente guapos, ni siquiera simpáticos. Harry era un pesimista que leía la última página de los libros por si se moría antes de acabarlos y Sally una pragmática que consideraba el final de Casablanca lógico porque quién va a querer pasarse la vida en Casablanca con un tipo que tiene un bar en lugar de ser la primera dama de Checoslovaquia. Y no había un irresistible amor a primera vista: solo eran dos personas cuya relación se basaba en que no conocían a nadie más en la ciudad. Se convirtió en un clásico moderno. Aunque algunos tardaron en verlo. The New York Times la tachó de “asombrosamente hueca” y “la versión sitcom de una película de Woody Allen”.
Tom Hanks, que había sido el favorito para ser Harry, acabó protagonizando su siguiente comedia romántica, Algo para recordar (1993). Una historia con aire de cine clásico que se nutría de Tú y yo, uno de esos melodramas de los años cincuenta diseñados para no dejar un ojo seco en la sala. Una apuesta excesivamente sentimental para los cínicos años noventa que, contra todo pronóstico, triunfó. “Es la película de citas más moderna, franca y divertida que existe, te rompe el corazón sin hacerte sentir como un idiota”, escribió Peter Travers en Rolling Stone.
Arriba, la recordada escena del orgasmo en el restaurante en Cuando Harry encontró a Sally.
La crítica se rindió, la taquilla la arropó y la Academia la nominó a mejor guión. Nora repitió la fórmula ganadora en Tienes un e-mail (1998). Juntó de nuevo a Tom y a Meg, cambió Tú y yo por El bazar de las sorpresas de Ernst Lubitsch y volvió a funcionar. Con 250 millones recaudados, se convirtió en su película más taquillera.
El público y la crítica se habían encandilado con su redefinición de las comedias románticas y eso es lo que demandaban. Historias de adultos cuyas únicas ocupaciones parecen ser “sus amores”, cenan en restaurantes de moda, tienen amigos que siempre contestan al teléfono y pasean por un Nueva York perennemente otoñal mientras mantienen conversaciones ingeniosas porque “las palabras son el sexo de la comedia romántica”.
La comida era uno de los pilares de su vida –la homenajeó en su última película, Julie and Julia (2009), por la que Meryl Streep consiguió su enésima nominación al Oscar– junto a Nueva York. De hecho hay tours que ofrecen la posibilidad de recorrer el Nueva York de Ephron. Por supuesto, incluyen la visita a Katz’s, donde un cartel colgante señala orgulloso la mesa del falso orgasmo en Cuando Harry encontró a Sally, el Cafe Lalo, donde Hanks descubre que la lenguaraz propietaria de la pequeña librería del barrio es la mujer de la que se ha enamorado vía correo electrónico en Tienes un e-mail y, por supuesto, el mirador del Empire State Building en el que los protagonistas de Algo para recordar se encuentran por primera vez mientras Jimmy Durante canta Make Someone Happy y el espectador siente que no haberse enamorado así jamás es haber tirado toda la vida por la borda.
La única vez que Ephron no sintió la necesidad de hacer de su vida un relato fue cuando le diagnosticaron leucemia mieloide aguda. Sólo lo supieron su esposo, sus dos hijos y apenas media docena de amigos cercanos. Esto escribió su hijo Jacob tras su muerte: “No se puede convertir una enfermedad mortal en una broma. Es casi la única revelación que te convierte en la víctima y no en el héroe de tu historia. Para ella, la tragedia era un pozo de clichés. Así que se quedó callada, aunque se esparcieron pistas por gran parte de lo que escribió durante los seis años que estuvo enferma”.
Seis años en los que dirigió una película, escribió dos libros y una obra teatral que no llegó a ver estrenada. El trabajo fue el principal motivo por el que no reveló su enfermedad. Temía no poder volver a dirigir porque ningún seguro quisiese cubrirla. También temía que su enfermedad focalizase la conversación. Para una mujer cuya mayor pesadilla estar aburrida en una gran mesa mientras escucha risas en el otro extremo resultaba impensable ser la causante de que las carcajadas se apagaran.
La enfermedad tampoco mermó su actividad social. Cuando una neófita Lena Dunham, mucho antes de ser la voz de una generación, estrenó su primera película, recibió un correo de Ephron felicitándola e invitándola a comer. Apenas le quedaba un año de vida, pero quiso arropar a una joven con talento porque sabía lo que era crecer en una profesión en la que escasean los referentes. Cuando falleció, Lena le dedicó un sentido homenaje en el que le agradeció consejos tan variados cómo de qué tipo debe ser la chaqueta adecuada para rodar en exteriores o quién el mejor otorrino de Nueva York.
La lista de cosas que nos enseñó a todos los demás es infinita, pero como la de los Mandamientos, puede resumirse en dos. Uno es: “Cuando te das cuenta que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible”. Otro: “Puedes pedir más de un postre”. Y también que sólo hay una respuesta a la pregunta con la que comenzaba este artículo. ¿Cómo lo habría manejado Nora? La respuesta es: mejor.
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