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“Sentí que me echaban de Madrid”: abandonar el centro, ¿éxito o fracaso?

La subida de los alquileres, la pérdida de calidad de vida y una animadversión creciente hacia los núcleos urbanos lleva cada vez a más españoles a buscar residencia en las afueras

“Lo peor que te puede pasar ahora mismo es perder tu piso”, reconoció hace unas semanas a este periódico Pepón Montero, cocreador junto a Juan Maidagán de la serie Poquita Fe. La trama central de la segunda temporada, recientemente estrenada en Movistar+, gira en torno a uno de los temas que más afectan a los españoles actualmente: la crisis de la vivienda. En esta ocasión los protagonistas de la ficción, interpretados por Raúl Cimas y Esperanza Pedreño, regresan a casa de sus padres después de que les echen del piso de alquiler donde vivían. De un día para otro, se encuentran con todos sus bártulos en cajas sin más remedio que abandonar su barrio para irse a la periferia. Pero no es necesario ser un personaje de esta comedia para sufrir lo que es una realidad social en nuestro país.

“Comprar una casa en Madrid con terraza o patio se ha vuelto inviable desde la pandemia. Por el mismo precio que cuesta en la ciudad un piso de 50 metros cuadrados y dos habitaciones, como mucho, en Rivas tengo una casa de 100 metros cuadrados con patio y en mejores condiciones”, explica a ICON la periodista Elena Horrillo, que dejó el madrileño barrio de Vallecas, donde vivía de alquiler, para convertirse en propietaria en 2021, después de más de un año tratando de encontrar algo que pudiera permitirse sin tener que salir de la ciudad. Ana Medina vivía en el centro de Madrid, en Embajadores, con su marido y su hija hasta hace justo un año, cuando se mudó a Getafe porque encontrar en esa zona un piso con las características que necesitaban —“tenemos una hija, los dos trabajamos mucho en casa y mi pareja es teclista (los pianitos no son precisamente pequeños...)”, afirma— era imposible. “Sentí que me echaban de la ciudad, que yo quería quedarme y no podía”, reconoce esta burgalesa de 40 años que ahora vive en piso amplio con trastero y plaza de garaje dentro de una urbanización donde su hija baja sola a jugar con sus amigos: “Tenemos piscina en verano, gimnasio, 130 metros cuadrados frente a los 70 en los que vivíamos antes, y podemos salir a pasear sin estar dentro de la nube de polución del centro de la ciudad. Yo era muy reacia a irme, pero ahora me llama mucho la atención la suciedad del centro Madrid. Por suerte estoy muy feliz con un cambio que en un inicio fue forzado”.

¿Una vida tranquila o un cambio forzado?

No se trata de dos casos aislados. Cada vez es más frecuente conocer a alguien que se ha mudado, o está en vías de mudarse, del centro de la ciudad a la periferia o directamente fuera de ella. La versión edulcorada de este cambio es la búsqueda de una vida más tranquila, alejada del mundanal ruido, que diría el autor inglés Thomas Hardy. Pero el estilo de vida relajado que hoy venden muchas inmobiliarias como el ideal al que aspirar no suele ser el factor principal que lleva a muchas personas y familias completas a abandonar la ciudad donde tienen una vida, con sus rutinas y sus círculos de apoyo.

“Cuando visitamos las zonas en las que estamos buscando casa -Paracuellos del Jarama, Colmenar Viejo, Galapagar, Collado-Villalba, Hoyo de Manzanares, incluso Alpedrete y Colmenarejo− mi pareja y yo tenemos la sensación de ‘qué se nos ha perdido aquí’. Si estamos viendo pisos ahí es porque no nos queda más remedio, pero no es el lugar que elegiríamos para vivir ni para criar a nuestros hijos. Nos produce vértigo y tristeza vernos obligados a irnos a un sitio que no elegimos por voluntad propia y con el que no sentimos ninguna conexión”, reconoce la periodista Helena Poncini, que vive de alquiler en el distrito de San Blas-Canillejas, en Madrid, con un contrato que vencerá en pocos meses: “A nosotros nuestro barrio nos gusta, nuestros hijos van al cole al lado de casa, yo estoy cerca del trabajo, de mi madre, y estamos bien comunicados. Pero ahora vamos a tener nuestro tercer hijo, este piso se nos queda pequeño y no hay opciones con tres habitaciones, trastero y plaza de garaje que podamos pagar ni en esta zona ni en ninguna otra dentro de la ciudad”.

Núcleos urbanos cada vez más hostiles

Es cierto que la pandemia y el confinamiento evidenciaron lo valioso de disponer de espacios al aire libre como terrazas, patios o jardines donde poder tomar el sol y respirar aire fresco cuando salir a la calle no es una opción. Desde que apareció el covid-19, más de 100.000 españoles se han ido de la ciudad para vivir en las afueras. De ahí que un 81% de los municipios pequeños situados a menos de 15 minutos de una ciudad de más de 50.000 habitantes hayan ganado población en los últimos años, según el análisis del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico de los datos del INE sobre variaciones residenciales en la última década. Iago Fernández, periodista especializado en audiovisual y responsable de Fina Estudio, es uno de esos españoles que abandonó el centro de Madrid, vivía en Conde Duque, por una vida de pueblo que ahora no cambiaría por nada: “Nos mudamos a la sierra noroeste de Madrid cuando mi hija tenía dos años, ahora acaba de cumplir cinco, y no me planteo volver al centro de Madrid. Los grandes núcleos urbanos están dejando de ser atractivos incluso para los jóvenes, imagínate para una familia. Tenemos la suerte de estar en plena naturaleza y al mismo tiempo muy cerca de la ciudad para cuando necesitamos ir por trabajo, quedar con amigos o disfrutar de lo que solo la ciudad ofrece”.

Belén Leiva, consultora para el sector público, coincide en que el centro de Madrid se ha convertido en un lugar hostil tanto para adultos como para niños: “Durante muchos años viví en Lavapiés y en Alonso Martínez, cuando aún había vida de barrio y podías hacer la compra en el mercado o cruzarte con vecinos de siempre. Pero eso ya no existe. Ahora no hay tiendas de barrio y solo te cruzas con turistas distintos cada día”. Leiva, que es madre de dos niños pequeños, confiesa que para ella la educación urbanística que les da es importantísima: “Quiero transmitirles el mensaje de que ellos pueden ir andando, en bici... que la calle es suya y ellos son dueños de su destino. Por eso nos mudamos a Tres Cantos hace poco, porque es un sitio que aúna todos los servicios y el urbanismo pensado al rededor de la seguridad con la vida de barrio. Si metemos a los niños en un coche y les llevamos de un lado para otro, el mensaje que les damos es que toda la vida les van a dirigir y no van a ser autónomos. Y yo quiero que mis hijos entiendan la ciudad como algo que les empodera y no les limita”.

Como una perpetua escapada de fin de semana

Tal y como concluye el II Barómetro de Despoblación elaborado por la Fundación España Habitar, el número de personas que abandonan las ciudades y regresan a vivir a los pueblos de Castilla y León se ha incrementado en los dos últimos años un 5%, hasta alcanzar el 16,2% del total de residentes. Julia Nowicki dejó Madrid para irse a vivir a Los Ángeles de San Rafael (Segovia) con su marido hace ya tres años: “Durante mucho tiempo fantaseamos con tener una casa en el campo para los fines de semana. Pero con el tiempo nos dimos cuenta de que ya no hacíamos tantos planes en la ciudad, apenas íbamos a fiestas o cenas, y nuestro ocio se centraba mucho en salidas a la naturaleza”. Por eso decidieron cambiar de planes y buscar una casa definitiva en vez de algo únicamente para escapadas. Desde 2022 viven en un chalé con un buen jardín acompañados por sus dos galgos: “Hemos ganado en calidad de vida. Estamos en una casa de campo y habitarla es como estar en una perpetua escapada de fin de semana. El tiempo pasa de manera diferente. Pocas horas aquí dan la sensación de dos días de vacaciones. Eso compensa los contras que pueda haber, que los hay. No tenemos mucha opción de transporte a Madrid y esto exige que nos planifiquemos más y que llevemos el coche a casi todas partes. Además las temperaturas son más bajas, y aunque en verano se agradece, en invierno es duro”.

El de la coruñesa Teresa Cobo es un caso muy similar. Desde que dejó el barrio de Alvarado en Madrid para mudarse con su marido a San Martín de Valdeiglesias siente que vive en un verano eterno: “Ya no me quiero ir de vacaciones a ningún lado”. Cobo pagaba por un piso de tres habitaciones y una terraza 750 euros. “Un chollo”, reconoce. Pero ambos tenían trabajo remoto y la idea de irse a vivir al campo llevaba tiempo rondándoles: “Cuando terminó el confinamiento y nuestro casero quiso subirnos el alquiler a 900 euros, nos pusimos en serio a ver casas en la Sierra Oeste de Madrid porque era el sitio más barato”. Al final encontraron una y empezaron unas obras que duraron dos años. “Compramos una ruina y quisimos reconstruirla con respeto y cuidado”, cuenta Teresa Cobo, que aunque echa de menos el mercado de Maravillas no volvería al centro de Madrid “para nada”. Ahora tiene dos hijos, “en el pueblo se crían muchísimo mejor”, y una tienda de artesanía y vinos locales que ha abierto al lado de su casa. Aunque tiene un gran pero, el hospital más cercano está a 45 minutos: “Dar a luz o tener una urgencia es un auténtico rollo tan lejos”. Cobo reconoce también que no hay mucha variedad gastronómica: “Pero eso es hasta bueno porque se ahorra mucho dinero comiendo en casa. Todo tiene sus pros y sus contras. Yo ahora disfruto la vida con mis hijos de una forma más pausada”.

Una amenaza constante: la subida del alquiler

Begoña Lorenzo también dejó el centro de Madrid hace unos meses −estaba de alquiler en el barrio de Huertas− porque pagaba “una indecencia” (más de la mitad de su sueldo) por una casa con el suelo en cuesta (“si ponías canicas en el salón llegaban al baño”), sin calefacción y sin amueblar. “Vivía con el miedo constante a que me subieran el alquiler y mientras veía subir los precios de venta en el extrarradio. Así que cuando vi la opción de comprar un piso en Carabanchel no lo dudé. Ahora pago de letra la mitad de lo que pagaba de alquiler. El piso es infinitamente mejor y nuevo”, explica a ICON. Económicamente, asegura, fue lo más inteligente: “Mi temor resultó ser cierto, en cuanto me fui subieron el alquiler del piso de Huertas y, ahora mismo, una casa en Carabanchel como la mía cuesta unos 100.000 euros más que cuando la compré hace un año”. Sin embargo, social y culturalmente siente que no ha sido la mejor opción: “Me cuesta horrores ir al centro (el metro y el bus siempre van hasta arriba, y eso que esto es casi el principio de la línea, y el taxi hasta aquí es prohibitivo). Al final la pereza se impone y tiene que compensar mucho el plan para salir del barrio. De haber podido seguiría en el centro, pero era un esfuerzo inasumible”.

Algo muy parecido termina pasándoles a José Ramón y Berta, los protagonistas de Poquita fe: su última oportunidad de quedarse en el barrio se esfuma cuando el amigo de toda la vida que les iba a alquilar su piso descubre el dineral que pagan los turistas. Una práctica, la del alquiler vacacional, que no hace más que favorecer la expulsión de los distritos más céntricos de muchos residentes que viven con contratos de alquiler y que partidos como Más Madrid luchan por regular, ya que solo en Madrid hay más de 15.000 viviendas turísticas ilegales. Y así, sin más opciones, Berta y José Ramón terminan buscando piso donde Cristo perdió la chancla preguntándose: “Cómo hemos acabado aquí”.

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