Un matrimonio en crisis y 147 millones de dólares perdidos: la película de piratas que arruinó a una compañía
Hace 30 años ‘La isla de las cabezas cortadas’ pretendía ser un innovador relato de piratas con una mujer heroína como protagonista, pero un productor desaforado y una serie de desdichas la convirtieron en el mayor fracaso de la década
Los pueblos melancólicos, en palabras del historiador australiano Christopher Clark, celebran sus derrotas. Clark se refería en concreto a los serbios, que llevan más de 600 años conmemorando la “gloriosa” batalla de Kosovo, una catástrofe medieval que les convirtió en vasallos del Imperio Otomano.
Si Carolco Pictures hubiese sobrevivido a su infausto diciembre de 1995, hoy tal vez sería una empresa melancólica y seguiría celebrando esa espléndida derrota que fue La isla de las cabezas cortadas. Pero la productora del empresario beirutí Mario F. Kassar se fue a pique en esa fecha tras invertir alrededor de 115 millones de dólares en una película que acabaría recaudando apenas 16: diez en Estados Unidos y Canadá y seis más en el resto del mundo. Ni siquiera el primer Dune, Cleopatra, Waterworld, Popeye o La puerta del cielo fracasaron con semejante estrépito.
Tim Robey, crítico de cine, acaba de dedicarle a La isla de las cabezas cortadas uno de los capítulos más jugosos de su último libro Box Office Poison (Veneno para la taquilla). Robey trata a la película en sí con una cierta indulgencia. Le parece reseñable que apostase por dar una centralidad absoluta a una heroína de acción en los muy patriarcales años noventa, elogia la interpretación de su estrella principal, Geena Davis, y la del siempre solvente Frank Langella en la piel de un villano taimado y psicópata. Incluso dedica alguna palabra amable a la dirección del finlandés Renny Harlin, un discípulo de Don Siegel que se estaba abriendo paso con blockbusters tan briosos y corajudos como Pesadilla en Elm Street 4 y La jungla 2: Alerta roja.
Más aún, Toby aprecia el esfuerzo por resucitar, en la recta final del siglo XX, el subgénero de aventuras marítimas en la estela de El capitán Blood (1935), algo que ya habían intentado poco antes Roman Polanski con Piratas (1986) o Ferdinand Fairfax con La isla de los piratas salvajes (1983). En última instancia, el crítico atribuye sus defectos y el fracaso general de la operación a la cultura de la ostentación y el exceso que Kassar trajo consigo cuando irrumpió en Hollywood a finales de los ochenta.
El hombre que pudo reinar
Tras dedicar sus dos primeras décadas de actividad profesional a distribuir películas francesas e italianas en el Sudeste Asiático, Kassar alquiló un pequeño despacho en el barrio angelino de Melrose y empezó a tejer una impecable red de contactos. Entre 1990 y 1992, produjo de una tacada tres clásicos del cine de acción contemporáneo: Desafío total, Terminator 2: El día del juicio e Instinto básico, una tríada de taquillazos inmisericordes que propulsaron las carreras de Arnold Schwarzenegger y Sharon Stone y consagraron al director neerlandés Paul Verhoeven como el nuevo rey Midas del negocio, un Steven Spielberg posmoderno y montaraz.
Por entonces, según explica Tobey, Carolco tenía ya “toda una flota de enormes limusinas de cristales tintados aparcada en las esquinas de Bel-Air”. Sus fiestas en el Hotel du Cap, durante el festival de Cannes, se convirtieron en legendarias. Pero Kassar tenía un socio, el húngaro Andrew G. Vajna, un hombre bastante más prudente que él. Vajna le había acompañado desde los primeros días, cuando el único personal a su cargo eran la esposa del húngaro y la novia del libanés, pero optó por abandonarle en 1990. Es decir, justo antes de que Carolco obtuviese los éxitos que siempre había ambicionado, pero antes también de que se embarcase en una espiral de gasto delirante.
Ya sin el freno y la dosis de sensatez que le imponía su circunspecto colega, Kassar dilapidó el inmenso capital acumulado en sus años de gloria. En 1991, pese a los cerca de 520 millones que le ayudó a recaudar James Cameron con Terminator 2, Carolco cerró el ejercicio con unas pérdidas de 260 millones que le obligaron a reestructurar su deuda. Kassar explicaba años después que sentía que aquel era un punto de inflexión decisivo, la crisis de crecimiento que garantizaría el futuro de su empresa, y se sentía impelido a seguir gastando dinero a espuertas. Como el Pacino de Scarface: El precio del poder, aspiraba a quedarse solo en la cúspide, pero en realidad estaba cavando su propia tumba.
Ya en 1994, cuando la compañía se había convertido ya en rehén de los prestamistas, pese a éxitos menores como Máximo riesgo, Kassar decidió jugarse el futuro a un par de cartas. La primera formaba parte de la baraja de dos de sus cómplices predilectos, Verhoeven y Schwarzenegger. Iba a titularse Crusade, se la vendían como un cruce entre Espartaco y Conan el Bárbaro y Arnie y Paul estaban dispuestos a hacerla por un precio módico: “solo” 100 millones de dólares, apenas una quinta parte de lo que esperaban que recaudase tras su triunfal estreno, previsto para verano de 1995. La película fue cancelada cuando estaba a punto de entrar en su fase de producción, tras una inesperada trifulca en la sede de Carolco en la que Kassar y Verhoeven estuvieron a punto de llegar a las manos. La otra carta era La isla de las cabezas cortadas. Una de piratas, género preferido del cinéfilo sin grandes pretensiones intelectuales que había sido Kassar en su juventud.
Un regalo de bodas envenenado
Retrocedamos ahora hasta septiembre de 1993, la fecha en que un director escandinavo que estaba triunfando en Hollywood, Renny Harlin, se casó con Geena Davis, la actriz de La mosca, El turista accidental y Thelma y Louise, una gran estrella a la que se presuponía, a los 37 años, en el mejor momento de su carrera. Fue una boda Carolco. Ostentosa, desquiciada, frívola, con cientos de invitados y una versallesca ceremonia celebrada en las ruinas de una antigua destilería de Napa Valley a la hora del crepúsculo.
Director y actriz se habían conocido seis meses antes, a instancias del agente de Davis, y en los mentideros de la industria se daba por supuesto que la suya era una alianza tanto comercial como sentimental y que pronto harían una película juntos. Kassar consideraba a Harlin uno de sus directores de cabecera, porque tenía talento, era relativamente dócil y, como él, muy proclive a jugar con juguetes caros. La revista especializada Variety llegó a afirmar que La isla de las cabezas cortadas era el regalo de boda que Harlin le había hecho a Davis con el dinero de su padrino cinematográfico, Kassar.
A esas alturas, Davis no estaba interesada en ser la estrella absoluta de la función. Su prioridad era que la película fuese un éxito de los que hacen época, y contaba para ello con la presencia de una gran estrella masculina como Michael Douglas. Pero al actor de Instinto básico, que ya había llegado a un acuerdo económico con Carolco, le resultó desconcertante que el peso de su personaje fuese menguando a medida que un borrador del guion sustituía a otro. En el último que llegó a sus manos, William Shaw, el pícaro ladrón inspirado en Errol Flynn al que iba interpretar, se había convertido en simple comparsa de la pirata Morgan Adams.
Douglas renunció al papel alegando que no estaba dispuesto a ser eclipsado de una manera tan flagrante por una Geena Davis con la que, al parecer, tampoco congeniaba en exceso. Harlin atribuyó este desencuentro a un proceso de reelaboración “caótico” en el que el guion fue cambiando de manos sin que ni Carolco ni él ejerciesen un verdadero control creativo. Cuando el director decidió poner algo de orden, invirtiendo un millón de dólares de su bolsillo en la contratación de un guionista solvente y de su entera confianza, Mark Norman, era ya demasiado tarde para retener a Douglas, el hombre que se esperaba que convirtiese la película en un éxito.
En los meses siguientes, el papel de William Shaw fue ofrecido a toda una pléyade de intérpretes masculinos de primer nivel, de Tom Cruise a Mel Gibson pasando por Keanu Reeves, Jeff Bridges, Charlie Sheen, Michael Keaton, Kurt Russell, Ralph Fiennes, Gabriel Byrne o Daniel Day-Lewis. Harlin opina que cualquiera de ellos hubiese convertido la película en algo muy distinto a lo que acabó siendo.
Al final, se optó por Matthew Modine, casi el único actor de cierto peso que se mostró dispuesto a incorporarse a tiempo al rodaje que estaba a punto de arrancar en Malta y Tailandia. Como resultaba evidente para todos los implicados, empezando por Davis y Harlin, que Modine no era un gran intérprete ni una gran estrella, se consideró innecesario retocar de nuevo el guion para darle algo más de peso a su personaje.
Pese al considerable ahorro que supuso contar con el actor de La chaqueta metálica en vez de un Tom Cruise o un Mel Gibson, los gastos de producción se dispararon de forma extravagante en cuanto Harlin empuñó la claqueta. Para empezar, tal y como explica James Robert Parish en su libro Fiasco: A History of Hollywood Iconic Flops, al director le resultó muy poco convincente el barco pirata que le había diseñado el equipo de producción y encargó uno nuevo, mucho más caro, con la esperanza de que resultase espectacular en el momento de incendiarlo y hacerlo saltar por los aires. En especial, dedicó mucha atención a las dos hileras de 20 cañones, reproducciones exactas de originales del siglo XVII, en los que invirtió un par de millones de dólares.
Trabajos de amor perdidos
Durante el rodaje, según la desopilante crónica de Parish, tanto Langella como Modine sufrieron contusiones durante las escenas de acción, Davis estuvo a punto de desnucarse al caer de un carromato que casi le pasa por encima (en una escena en apariencia sencilla, pero de cierto riesgo, que su marido le hizo repetir varias veces, hasta que perdió pie), Harlin despidió a 24 miembros del equipo técnico, incluido un cámara con el que discutió a gritos en plena toma… Pero la anécdota más célebre (aunque negada, no sin cierta rechifla, por Matthew Modine en el 25 aniversario del estreno de la película) tiene que ver con el actor británico Oliver Reed, que por entonces tenía 56 años y fallecería no mucho después, en 1999. A Reed lo contrataron para hacer un papel secundario, el del pirata Mordecai Fingers, pero fue despedido el primer día del rodaje, por, al parecer, enzarzarse en una pelea de bar y mostrarle el trasero desnudo a una horrorizada Geena Davis.
A Modine le costaba aguantar la risa y conservar la compostura cuando aseguraba, en defensa del buen nombre de la película, que la historia es “muy probablemente”, una leyenda urbana: “No me imagino a Oliver Reed haciendo algo así. Oliver era un caballero. Sí, tenía una cierta reputación de bebedor y desde luego era de los que disfrutan tomándose una copa. Pero no cuando estaba de servicio. Era un actor excepcional. Una estrella. Un profesional. Y ya no diré nada más. Que Dios le bendiga”.
Al final, la película que nació maldita acabó estrenándose pocas semanas después de que Kassar se gastase hasta el último centavo disponible y se declarase en bancarrota. Había dilapidado incluso los anticipos de los distribuidores internacionales. De ahí que pueda argumentarse que no fue La isla de la cabeza cortadas la que arruinó a una compañía que ya venía arruinada de casa, aunque sin duda contribuyó a añadirle un par de clavos a su ataúd.
La empresa que la distribuyó en Estados Unidos, Metro Goldwyn Mayer, estaba a punto de cambiar de propietario y apenas promocionó una película en la que no creía y que arrastraba ya, a esas alturas, una leyenda negra. Para colmo, en opinión de Parish, se confirmó que los aficionados al cine palomitero no estaban preparados en 1995 (ni lo estuvieron hasta bien entrado el siglo XXI) para entusiasmarse por una película de acción protagonizada por una mujer, como demostrarían de nuevo, años después, fracasos del calibre de Catwoman (2004) o Aeon Flux (2005).
Con todo, los casi patéticos 16 millones que recaudó en su día una película tan cara y tan ambiciosa nos parecen ahora una afrenta incomprensible, un boicot masivo por parte de su público natural que La isla de las cabezas cortadas tal vez no merecía. Sus pérdidas totales se han calculado en 147 millones de dólares. Desde luego, es bastante mejor que la inmensa mayoría de las películas de piratas contemporáneos, empezando por la aborrecible saga Disney que protagonizó Johnny Depp. Además, con todos sus defectos, fue una película valiente, desprejuiciada y un regalo de boda, el sello de una alianza nupcial, un acto de amor más valioso y significativo que cualquier diamante de infinitos quilates. Aunque solo fuese por esto último, merece ser recordada, 30 años después, como una noble y estrepitosa derrota. El tipo de derrotas que celebran las naciones melancólicas.