Teoría y práctica de la belleza
“Nada se libra de su lado oscuro, y la belleza tampoco”
La muerte en cadena de Françoise Hardy, Anouk Aimée y hasta la de Donald Sutherland me ha hecho pensar en el fin de la belleza o, al menos, de una manera de entenderla. El día que murió Aimée leí un tuit un tanto deprimente; decía que se había muerto “la mujer de los sueños de Alfonso Sánchez [en referencia al popular crítico de cine de la tele de los sesenta y setenta] y otra gente del mundo de ayer”. Los cánones de belleza cambian y hay gustos para todo, sí. Yo aún recuerdo discutir en los años noventa con el histórico periodista Miguel Ángel Bastenier porque para él nadie superaba la belleza de la actriz Gina Lollobrigida y a mí me resultaba una señora más bien vulgar y rancia. La discusión se podía alargar durante toda la sobremesa, Gloria Grahame o Françoise Dorléac (una debilidad de mi padre) podían hacerle dudar, pero era imposible: a sus ojos, Lollobrigida era imbatible.
Hace no tanto coincidí con la escritora Milena Busquets y acabamos hablando de una afición que compartimos: la belleza. Es una conversación que para ambas desemboca en el mismo lugar: Alain Delon. Entramos en pánico al pensar en qué ocurrirá el día que se muera. Delon tiene 88 años y lleva tiempo coqueteando con la eutanasia. “Será como si muriese el David de Miguel Angel”, me dijo Milena. “Y ante eso, ¿qué se puede escribir?”, añadí yo. Por supuesto correrán ríos de tinta, sus películas junto a Visconti, Jean-Pierre Melville, Antonioni, René Clement, Godard o Joseph Losey lo merecen. Pero de forma inevitable también se recordará que con los años se volvió un amargo seguidor del Frente Nacional de Le Pen. Nada se libra de su lado oscuro, la belleza tampoco.
El ensayo de la estadounidense Katy Kelleher, La terrible historia de las cosas bellas. Ensayo sobre deseo y consumo (Alpha Decay) ahonda en la relación cada vez más conflictiva que mantenemos con los objetos preciosos. Kelleher se detiene en perfumes, joyas y sedas para mostrar su cara más fea y decadente. El texto aborda nuestra obsesión por las cosas bellas y el problema de olvidar su verdadero precio. La autora confiesa que empezó a pensar en el tema durante una visita al terapeuta. “¿Qué te hace levantarte de la cama si estás tan harta de todo?”, le preguntó el profesional. Ella respondió: “La belleza, me levanto por la mañana porque espero ver o tocar algo que sea hermoso”.
Es como el famoso monólogo de Woody Allen en Manhattan, ese en el que enumera las cosas que hacen que valga la pena vivir: “Groucho Marx, Willie Mays, el segundo movimiento de la Sinfonía Júpiter, la grabación de Louis Armstrong de Potatohead Blues, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra, las increíbles manzanas y peras de Cézanne, los cangrejos de la casa Sam Wo...” .
Es un juego tonto, pero es un juego al que merece la pena jugar. Ahí va mi lista a día de hoy: Marilyn Monroe, mi perro cuando me despierta con la alegría de pasar otro día más juntos, la balada Warm Canto, de Mal Waldron, el atardecer de la meseta y el camino de la montaña vieja de Tánger, los mapamundis, los móviles de Calder, cualquier fotografía de los noventa de Christy Turlington, Jeff Bridges a partir de los cuarenta y, cómo no, Alain Delon.
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