“Habría sido más feliz fuera del armario, siendo libre”. Richard Chamberlain, el rey de la televisión que vivió oculto
El gran galán televisivo, famoso en España gracias a ‘El pájaro espino’ y ‘Shogun’ está a punto de cumplir 90 años como una leyenda de la televisión venerada y desde hace dos décadas, sin secretos
A mediados de los ochenta no había un cura medianamente atractivo en las parroquias españolas al que no apodasen El pájaro espino. La influencia de la serie protagonizada por Richard Chamberlain (Los Ángeles, 89 años) fue descomunal, no sólo en España. En Estados Unidos congregó ante la pantalla a más de 110 millones de espectadores. Pero aquel cura atrapado entre su fe, su ambición y el amor de una mujer no fue el único papel que le hace merecedor de un lugar privilegiado en el panteón de estrella...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
A mediados de los ochenta no había un cura medianamente atractivo en las parroquias españolas al que no apodasen El pájaro espino. La influencia de la serie protagonizada por Richard Chamberlain (Los Ángeles, 89 años) fue descomunal, no sólo en España. En Estados Unidos congregó ante la pantalla a más de 110 millones de espectadores. Pero aquel cura atrapado entre su fe, su ambición y el amor de una mujer no fue el único papel que le hace merecedor de un lugar privilegiado en el panteón de estrellas televisivas. En aquel momento ya era conocido como “el rey de las miniseries” gracias a sus papeles en Dr. Kildare, Shogun y El conde de Montecristo.
Durante dos décadas compitió por los suspiros televisivos con bellos como Kabir Bedi, Sandokan; David Soul, Hutch, o Robin Ellis, Poldark. De Chamberlain no sólo encandilaba su belleza más europea que californiana, más cerca de Helmut Berger que de Burt Reynolds, sino su talento. La combinación de ambos le abrió las puertas de la televisión, del cine y de Broadway. Pero ningún papel fue más difícil de que el de galán heterosexual. Lo interpretó hasta que en 2003, a los 69 años y tras considerar que ya no tenía nada que perder, confesó la verdad en su autobiografía Shattered Love. “Pensaba que había algo muy, muy profundamente malo en mí. Y quería taparlo. No quería que nadie lo supiera nunca. Pacté conmigo mismo de que jamás revelaría este secreto”.
Su editora sabía que le gustaba escribir y le había pedido unas páginas. Empezó desarrollando una suerte de tratado filosófico hasta que su voz interior, según contaría más tarde, le mandó un mensaje: “Richard, no hay nada, absolutamente nada malo en ti, en tu vida y en ser gay. Es totalmente irrelevante para tu valor como ser humano. Renuncia a todo ese miedo, renuncia a toda esa ocultación. Simplemente renuncia”.
Sospechaba que esa confesión opacaría el resto del contenido del libro. Sospechaba bien. A nadie le importó el maltrato sufrido a manos de su padre alcohólico ni mucho menos los intríngulis de su exitosa carrera: sólo querían saber más de su intimidad y él ya no quería ocultarla. Durante demasiado tiempo había vivido con miedo a que se hiciese público lo que era un secreto a voces en la industria. “Las revistas hicieron muchas entrevistas y sospechaban. Me hacían preguntas como: ‘¿Cuándo te vas a casar?’ ‘¿Vas a tener hijos?”. En 1989 una revista francesa lo había revelado, pero su publicista se encargó de desmentirlo. Quince años después de aquel momento que pudo destruir su carrera se sentó ante Larry King y habló con toda naturalidad del descubrimiento de su homosexualidad a los diez años y de su primera relación con un hombre, que no llegó hasta cumplidos los 23.
No había amargura en él, lo aceptó como una regla más del juego y pudo refugiarse en Europa, donde el ambiente era más distendido que en la puritana Estados Unidos. Pero su lugar era Hollywood. “Me acostumbré a ser cuidadoso y estar en guardia. Habría sido una persona más feliz estando fuera del armario y siendo libre. Pero tenía otros motivos por los que ser feliz. Era un actor con trabajo y para mí era lo más importante”.
Chamberlain nació y se crió en Beverly Hills. Tras graduarse combatió en la guerra de Corea (donde llegó a ser sargento) y a la vuelta empezó a estudiar interpretación. Tenía claro que quería ser actor, que “quería vivir otras vidas”. Su belleza no pasó desapercibida para los ejecutivos televisivos, ansiosos de activar un medio que empezaba a forjar su personalidad y a mostrar su poder para crear estrellas. Mientras buscaban un rostro fresco y novedoso para interpretar al doctor Kildare (en la serie del mismo nombre de 1961) alguien se encontró su cara en un western que nunca había visto la luz. Apenas tenía experiencia, pero acabó interpretándolo durante cinco temporadas que le mostraron el inmenso poder del medio.
El rey de la tele
No podía salir a la calle sin ser perseguido por una horda de fans. Dr. Kildare fue un éxito instantáneo e impredecible. Recibía unas 12.000 cartas a la semana, más que Clark Gable. Todavía lamenta no haber negociado mejor su contrato: imaginaba que una serie de médicos no tendría ningún beneficio publicitario. Se equivocó, pues pocos meses después se vendían hasta estetoscopios con su cara.
Su popularidad era tal que la NBC intentó convertirlo en una estrella musical y tuvo el privilegio de ser el primero en grabar el popularísimo Close to you de Burt Bacharach, que acabaría convirtiéndose en el mayor éxito de The Carpenters.
Explotó su talento para la música en las adaptaciones de Broadway de Desayuno con diamantes, My fair lady y Sonrisas y lágrimas, pero la televisión lo reclamaba una y otra vez. En la BBC protagonizó la adaptación de Retrato de una dama (1968) y compartió pantalla con Katherine Hepburn en La loca de Chaillot (1969). Estaban grabando juntos cuando ella descubrió que había ganado el Oscar por Adivina quién viene esta noche y protagonizó una frase que es historia: “Siempre te lo dan por el papel equivocado”.
Él podría pensar lo mismo de la fama: quería triunfar en el teatro, pero era en la pantalla donde cosechaba sus mayores éxitos. También en la grande. Fue Aramis en Los tres mosqueteros (1973) de Richard Lester y su secuela, y también el ingeniero negligente de El coloso en llamas (1974). No fue su único film de catástrofes y reparto plagado de estrellas en decadencia, también formó parte de la alocada El enjambre (1978). Y entonces llegó el papel que le convirtió en una estrella en todo el mundo. Shogun (1980) fue una de las muchas series que nacieron al calor de Raíces, la miniserie más vista de la historia de la televisión estadounidense (Disney+ acaba de estrenar una nueva versión en la que Chamberlain, ya retirado, no aparece).
La adaptación de la novela superventas de James Clavell sobre las desventuras de un marinero inglés en el Japón medieval ofrecía a los espectadores estadounidenses un mundo igual de desconocido, pero que les hacía sentirse menos culpables por la esclavitud: allí todo se dirimía entre ingleses, portugueses y japoneses. La NBC quería una estrella para protagonizar una producción que implicaría unos gastos descomunales. Clavell, que ejercía de productor ejecutivo, tenía a Sean Connery en mente, pero el escocés consideraba la televisión un medio menor y no quería rebajarse. Albert Finney, que fue la segunda opción, no estaba libre para rodar. Chamberlain, enamorado de la novela, insistió durante años en que era el hombre adecuado, pero los productores no entendían como aquel delicado californiano podía meterse en la piel del rudo marinero británico John Blackthorne y se preguntaban si aguantaría un duelo interpretativo con el legendario Toshiro Mifune, actor fetiche de Kurosawa.
En cuanto le hicieron la primera prueba, las dudas se disiparon. No sólo funcionaba en las escenas de acción, para las que se había preparado concienzudamente, sino que aportaba al personaje una fragilidad y un desconcierto que no habría estado al alcance de Connery. El rodaje fue caótico: ni el reparto americano hablaba japonés ni el japonés hablaba inglés y las tempestades tampoco ayudaron, pero se convirtió en la serie semanal más vista de la NBC. Los espectadores se quedaron hipnotizados ante sus rituales ancestrales y un nivel de violencia desconocido.
Shogun provocó que las calles se vaciasen durante su emisión, originó una oleada de fascinación por lo oriental y volvió a llevar a Chamberlain a las portadas de las revistas. Pero si pensaba que aquel sería su cenit se equivocaba. Cuando frisaba los cincuenta se cruzó en su vida el padre Ralph. El pájaro espino (1983) iba a ser una película dirigida por Herbert Ross y protagonizada por Christopher Reeve, después pasó a Peter Weir y Robert Redford y finalmente a Arthur Hiller y Ryan O’Neal, pero el éxito de las miniseries, el gran fenómeno de la televisión de los ochenta, convenció a la ABC de que el mejor vehículo para su producto era la televisión y surgió el nombre de Chamberlain. “Una persona sabia en Hollywood habló una vez de cómo había conseguido todos mis papeles: ‘Hay mejores actores en la ciudad, pero Richard asegura audiencia’. Es lo más bonito que nadie en la industria ha dicho de mí”, recordó años más tarde.
De nuevo destrozó los audímetros, a pesar de que la Conferencia Católica se opuso a su emisión en plena Semana Santa. “Es una historia sobre el hecho de que las mujeres tienden a enamorarse de hombres que no pueden tener. Eso cruza todas las culturas y fronteras”, había dicho de su obra su autora, Colleen McCullough. Y, efectivamente, no hubo frontera que no traspasase. El mundo se volvió loco con el padre Ralph de Bricassart y su amor prohibido por Meggie. Aunque no exactamente todo el mundo: para McCulloug fue “un vómito instantáneo”. Barbara Stanwick interpretaba a la adinerada madura que utilizaba su poder e influencia para seducir al ambicioso Bricassart y, en un momento en el que tuvo que tocar el torso desnudo de Chamberlain, olvidó su diálogo. Y eso que la protagonista de Perdición nunca fallaba una línea.
La química entre Rachel Ward y Chamberlain era tan ostensible que los medios difundieron un supuesto romance, aunque lo cierto es que ella estaba iniciando un romance con Bryan Brown que continúa 40 años después. También lo hace su amistad con Chamberlain.
Su último gran papel televisivo fue La identidad de Bourne (1988). Años antes de que Matt Damon revitalizase el papel, rodó con el ángel de Charlie Jacklyn Smith una entretenidísima miniserie que le proporcionó una nueva nominación al Globo de Oro. Si en televisión ha resultado casi infalible, en el cine su carrera ha sido discreta e incluye algún título risible como el Casanova que interpretó junto a Faye Dunaway en 1987 o su papel de Allan Quatermain al lado de Sharon Stone en Las minas del rey Salomón (1985) y su secuela. Ese rodaje se ha convertido en leyenda por los desplantes de Stone: los rumores aseguraban que había sido tan insoportable que antes de que filmara una escena en la que se sumergía en una tina de agua algunos miembros del equipo técnico se habían orinado en ella. Él, sin embargo, guarda un gran recuerdo de aquel trabajo. El actor que interpretaba a su hermano era en realidad su pareja, Martin Rabbett. Estuvieron juntos hasta 2010.
En 2019, a los 85, se retiró tras una última etapa en la que se desquitó de tantos años de ocultación interpretando principalmente personajes homosexuales. Apareció en Cinco hermanos, Chuck, Nip/Tuck o la nueva Twin Peaks, donde pudimos comprobar que seguía manteniendo intacto su magnetismo. A punto de cumplir 90 años vive en Hawaii y es un jubilado feliz. Y sin secretos.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.