Sangre, millones y supersticiones: el problema irresoluble de intentar vender la casa donde se cometió un crimen
Una joya arquitectónica en las colinas de Hollywood que tras diez años a la venta no deja de bajar de precio y no se vende. ¿El motivo? Sharon Tate vivió (y murió) en ella
Trent Reznor fue el último inquilino del número 10050 de Cielo Drive. El fundador de la legendaria banda de rock industrial Nine Inch Nails instaló, en 1992, su estudio de grabación y residencia esporádica en esta finca de lujo de la ciudad de Los Ángeles, en el vecindario de Benedict Canyon.
En una entrevista de 1997, Reznor reconoció sin ambages que había acudido al lugar atraído por su leyenda negra: fue allí donde, la noche del 9 de agosto de 1969, la Familia del gurú lisérgico Char...
Trent Reznor fue el último inquilino del número 10050 de Cielo Drive. El fundador de la legendaria banda de rock industrial Nine Inch Nails instaló, en 1992, su estudio de grabación y residencia esporádica en esta finca de lujo de la ciudad de Los Ángeles, en el vecindario de Benedict Canyon.
En una entrevista de 1997, Reznor reconoció sin ambages que había acudido al lugar atraído por su leyenda negra: fue allí donde, la noche del 9 de agosto de 1969, la Familia del gurú lisérgico Charles Manson asesinó a Sharon Tate y cuatro de sus huéspedes en el que sigue siendo, 54 años después, uno de los crímenes más célebres de la historia. “Por entonces”, admitía el músico en una charla con Rolling Stone, “yo compartía con gran parte de los estadounidenses la fascinación morbosa por los asesinos en serie, por todo el folclore enfermizo que los rodea, y Manson, que seguía concediendo entrevistas delirantes y grabando música desde su celda en la prisión de Corcoran, me resultaba irresistible”.
A Reznor, pese a todo, le resultaba molesto “vivir en un lugar aislado en lo alto de una colina al que tipos con aspecto muy dudoso acudían de madrugada para hacer extrañas ofrendas o cantar canciones de Manson a voz en grito”. En diciembre de 1993, un encuentro casual con Debra, la hermana menor de Sharon Tate, le hizo asumir de una vez por todas que trasladarse a aquel lugar había sido una pésima idea: “Ella me preguntó si no estaba explotando de manera siniestra y morbosa la muerte de su hermana, y yo tuve que admitir que sí, que era de una frivolidad intolerable contribuir a la mitificación de una parte de la historia de los Estados Unidos que había causado tanto dolor, que las víctimas de Manson y su gente fueron seres humanos reales que en absoluto merecían lo que les pasó”.
Lugares malditos
Hoy, el número 10050 de Cielo Drive ni siquiera existe. El caserón de los años cuarenta en el que Tate recibió 16 puñaladas fue demolido poco después de que Reznor devolviese las llaves. Los nuevos propietarios del lugar lo sustituyeron por una mansión de 1.600 metros cuadrados, con nueve dormitorios y 13 cuartos de baño. Por fin, en 2010, solicitaron un cambio de dirección para borrar, en la medida de lo posible, las huellas de la infamia.
Como consecuencia de ello, ahora mismo, entre los números 10048 y 10052 de Cielo Drive no está el número 10050, sino el 10066, el último de la calle. Lleva más de diez años a la venta y no ha dejado de bajar de precio desde entonces: 97 millones en 2019, 85 en enero de 2022 y menos de 70 tras el último reajuste. La revista Architectural Digest considera que podría resultar una inversión “magnífica” si no fuese, claro, “porque se trata de un lugar maldito a cuya leyenda fúnebre ya casi nadie quiere asociarse”.
De poco sirve que su actual propietario, el productor Jeff Franklin, asegure que “ya no queda ni un ladrillo, ni una brizna de hierba, del entorno en que mataron a Tate: se trata de un lugar completamente distinto, una mansión de lujo en un lugar de ensueño”. Alyssa Fiorentino, redactora de la revista estadounidense House Beautiful, recuerda que Franklin la compró en enero de 2000 a un precio módico, apenas seis millones, y ha invertido una auténtica fortuna en convertirla “en una de las joyas de la corona inmobiliaria de Benedict Canyon”. Tal vez Franklin no tuvo en cuenta un dato: en una encuesta de 1997, el 87% de los habitantes de Los Ángeles declararon que “bajo ningún concepto” estarían dispuestos a vivir en un lugar en que se ha cometido un crimen tan notorio. Y el 13% restante no dispone, al parecer, de 70 millones de dólares.
Vivir donde otros mataron
En un espléndido artículo en The Guardian, Francisco García propone realizar un tour por las “casas del crimen” del Reino Unido, los lugares, en que se perpetraron “algunas de las fechorías más oscuras y macabras” de la historia del país. Empieza en Dundee, Escocia, lugar en que un “asesino errante de 29 años”, Henry Gallagher, mató a golpes a una pareja de octogenarios en primavera de 1980. Luego se acerca al hogar en Cranley Gardens, Londres, del siniestro matarife Dennis Nilsson, autor de al menos 15 asesinatos entre 1978 y 1983. O a la fastuosa residencia en que Lord Lucan mató a golpes en 1974 a la joven Sandra Rivett, la niñera de sus hijos.
García ha constatado que en muchas de esas direcciones de infausto recuerdo viven en la actualidad “algunas personas que ignoran o pretenden ignorar lo que ocurrió en ellas”. Pero también otras que le quitan hierro al asunto, esgrimiendo argumentos como que la probabilidad que se cometa un crimen en un lugar en que ya se ha cometido otro es “la equivalente a que toque más de una vez la lotería”.
Tampoco falta quien dice percibir en estos lugares “malas vibraciones” que no tuvo en cuenta cuando se trasladó a ellos. O los que se escudan, como los nuevos inquilinos del número 25 de Cromwell Street, Gloucester, donde vivió el matrimonio de asesinos en serie que formaban Fred y Rose West, en que el edificio original fue demolido, y que su residencia actual poco tiene que ver con la casa en que se retuvo, torturó y asesinó a un número indeterminado de adolescentes. Pese a todo, según señala García, la destrucción del inmueble original no disuade “al centenar largo de personas que se acerca cada año a este rincón de las Midlands a hacer turismo de homicidios”.
Ya sabemos que pensaban los angelinos en 1997. Pero la pregunta pertinente (y García es el primero en plantearla) es si estaríamos dispuestos, en determinadas circunstancias, a vivir en el lugar en que se ha cometido un crimen atroz y, además, de alto perfil mediático. Michael Connolly, asesor inmobiliario estadounidense, ha intentado cuantificar ese potencial rechazo. Sus conclusiones son llamativas. Entre las 13.000 personas a las que ha interrogado su servicio de asesoría digital, Money Saving Expert, un 78% aseguran que rechazarían comprar una propiedad a buen precio que estuviese “en estado precario o ruinoso”. Se acaba, así, con la mística de la frase que abre todas las buenas películas de terror de casas encantadas: “¡Hemos encontrado una ganga!”.
El 76% la descartarían si estuviese en un área inundable. El 75%, si la zona tuviese muy altos índices de criminalidad. El 55%, si tuviese humedades. Solo un 42% la rechazarían si se hubiese cometido en ella “un crimen muy violento”, y un 23% si hubiese residido en ella “un delincuente notorio”. A Connolly le resulta significativo que “generen más rechazo las casas en las que ha habido recientemente un burdel que los antiguos hogares de asesinos”, tal vez porque “en los primeros existe el riesgo de que los antiguos clientes de las prostitutas sigan acudiendo al lugar, por no saber que en ellos han dejado de ofrecerse servicios sexuales”. Es decir, que una amplia mayoría de estadounidenses se instalaría sin mayor problema en el lugar en que vivió un asesino en serie con la condición de que sus crímenes hubiesen sido cometidos en cualquier otro sitio.
Nuestras residencias del crimen
En España podría hacerse también un recorrido exhaustivo por escenas de carnicerías prominentes. Muchas de nuestras casas del crimen no han vuelto a ser ocupadas. Es el caso del número 9 de la famosa calle de Carrera en Puerto Hurraco, la pedanía pacense en que Emilio y Antonio Izquierdo mataron a nueve personas el 26 de agosto de 1990 (sí, demasiados nueves en la ecuación). El inmueble citado es el lugar en que se produjo uno de los detonantes de la tragedia, el incendio –no se sabe si intencionado– que costó la vida a la madre de los hermanos Izquierdo en octubre de 1986.
La casa, de acuerdo con un testimonio reciente, sigue tal y como quedó después del siniestro, hecha una ruina, “como un acordeón descuajaringado”. Nadie se ha planteado restaurarla y vivir en ella, pese a que el pueblo, 35 años después de convertirse en meca de la crónica negra más cañí, conserva a su centenar de vecinos, muchos de ellos en alguna de esas viviendas de la calle de Carrera cuyos muros salpicados de sangre abrieron los informativos durante semanas en aquel verano remoto.
Objeto de curiosidad ha sido también el chalé de Somosaguas, en Pozuelo de Alarcón (Madrid), donde fueron asesinados los marqueses de Urquijo en agosto de 1980. Juan de la Sierra, el menor de los hijos de la pareja, heredó la residencia, intentó sin éxito venderla en varias ocasiones y acabó, por último, resignándose a ocuparla hasta que falleció en ella a los 63 años, en 2022. Su hermana Myriam escribió en sus memorias (¿Por qué me pasa a mí?) que cuando visitaba a Juan en el antiguo chalé de sus padres no era capaz de pasar de la primera planta. La segunda, donde se consumaron los crímenes, le seguía oliendo a sangre.
Tampoco faltan curiosos que, móvil en mano, buscan el número 55 de la madrileña calle de Atocha, escenario del crimen con motivación política (un comando de extrema derecha asesinó a cinco abogados laboralistas) que conmocionó a España en enero de 1977. La finca se fue vaciando gradualmente hasta quedarse sin inquilinos en torno a 2005. A continuación, fue remozada en profundidad y sacada al mercado de nuevo, como una comunidad “de 25 viviendas de lujo en el corazón del barrio de Las Letras”, ya en 2016. Como ocurre con frecuencia, hizo falta una considerable inversión para difuminar las huellas del crimen y tratar de insuflarle al bloque una nueva vida.
También hay nuevos inquilinos en el 109 de la calle de Fuencarral, escenario del enrevesado crimen (víctima rica, sirvienta narcotizada en la habitación de al lado, perro guardián que no ladró, sospechoso que encajaba en el estereotipo de señorito golfo, decadente y amoral) que alimentó, en 1888, la eclosión de la crónica de sucesos madrileña. Pero nuestro 10050 de Cielo Drive particular tal vez sea el cortijo de Los Galindos, en la localidad sevillana de Paradas. Allí se cometió, en 1975, un homicidio múltiple con cinco víctimas, como en la mansión de Benedict Canyon, y con su dosis de truculencia y sordidez.
48 años más tarde, la autoría sigue sin esclarecerse y se sigue dando pábulo a múltiples conjeturas, entre el ajuste de cuentas mafioso y el crimen “pasional”. La finca sigue en manos, según han confirmado reportajes periodísticos recientes, de sus propietarios de siempre, cuyos empleados custodian la verja tolerando, en el mejor de los casos, alguna foto desde una distancia prudencial. A eso acaban aspirando, tarde o temprano los propietarios e inquilinos de casas del crimen: a que la fascinación morbosa prescriba algún día y el mundo se olvide, por fin, del lugar en que viven.
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