Mickey Rourke a los 70: la turbulenta historia de un gran actor empeñado en autodestruirse
Fue seductor en los ochenta, boxeador en los noventa y actor de carácter en el nuevo siglo, y ahora cumple siete décadas convertido en una de las fábulas favoritas de Hollywood
En sus memorias, Stories I Only Tell My Friends (Historias que solo cuento a mis amigos), Rob Lowe rememora su primer encuentro con Mickey Rourke (Schenectady, Nueva York,...
En sus memorias, Stories I Only Tell My Friends (Historias que solo cuento a mis amigos), Rob Lowe rememora su primer encuentro con Mickey Rourke (Schenectady, Nueva York, 70 años) durante el rodaje de Rebeldes (1983). “Entra un hombre vestido como un vagabundo. Tiene el pelo largo y sucio, una barba de tres días y unos pantalones de cuero a lo Mad Max rotos y manchados. Va en patines. Francis [Ford Coppola] se dirige hacia él y se reúnen en una esquina. Los otros actores le señalan y susurran. ‘¡Es Mickey Rourke!’, dice uno de ellos. ‘¿Quién?’, pregunto yo. Nunca he oído hablar de él, pero le adoran como si fuera el hijo predilecto de Laurence Olivier y Jesucristo. ‘Es el próximo James Dean’, dice alguien y todos asienten”.
En aquel grupo de adoradores se apiñaban las grandes promesas del cine norteamericano de los ochenta. Además de Lowe, estaban Matt Dillon y Tom Cruise. Hace un par de meses Rourke fue noticia por criticar al protagonista de Top Gun. Durante una aparición en el programa británico Piers Morgan Uncensored lo llamó “irrelevante”. “Cruise ha estado haciendo el mismo papel durante 35 años. No le tengo ningún respeto”.
Aunque hubo un día en el que el nombre de Rourke lo significaba todo y el de Cruise nada, ahora las pocas veces que aparece en los titulares es por declaraciones como esta o por sus frecuentes cirugías. Unas cirugías que han cambiado completamente el rostro del que un día fue uno de los hombres más bellos del mundo. Lejos están los tiempos en los que Los Angeles Times lo definió como “un joven león de Hollywood, un actor con la intensidad melancólica del primer Marlon Brando, la electricidad de James Dean y la carga emocional de John Garfield”.
¿Qué truncó su prometedora carrera? La web especializada en cultura pop Vulture habló con muchas de las personas que le trataron a lo largo de su carrera y la respuesta está clara: el mayor problema de Rourke ha sido, y sigue siendo, Rourke. Y él es consciente. “He tenido grandes momentos en algunas películas, momentos que la mayoría de los actores que hay ahora no podrían interpretar en toda su vida. Pero también he cometido algunos errores. No culpo a nadie más. Solo espero poder aprender de ellos” declaró a Los Angeles Times.
Poético y fantasmal
Cuando Rourke visitó el rodaje de Rebeldes ya había interpretado un papel mítico: fue El chico de la moto en La ley de la calle (1983), hermoso fracaso de Francis Ford Coppola que enamoró a la crítica pero dejó indiferente al público. El suyo era un personaje poético y fantasmal, daltónico y medio sordo, y él un actor bello y talentoso al que no hacía falta inventarle un aura de rebeldía y peligrosidad porque venía con ella de serie. Aquel día en el que Rob Lowe lo conoció, Coppola le había ofrecido uno de los papeles principales en Rebeldes, pero él lo rechazó (lo acabaría interpretando Patrick Swayze).
A un actor lo forjan tanto los papeles que acepta como los que rechaza y la lista de éxitos a los que Rourke dijo “no” es más deslumbrante que la de los que acabó interpretando. Recibió una llamada de Dustin Hoffman para coprotagonizar Rain Man, que se llevó cuatro Oscars en 1988, incluido el de Mejor Película. También rechazó papeles en Los inmortales, Platoon, Los intocables de Eliott Ness o Pulp Fiction (ese papel, el del boxeador Butch Coolidge, acabó siendo un punto de inflexión en la carrera de Bruce Willis).
Y eso que a Rourke le atrajo el boxeo antes que el cine. Había crecido en un barrio difícil de Miami, su padre lo abandonó cuando era pequeño y sufrió malos tratos por parte del nuevo marido de su madre, un policía violento. Se refugió en el boxeo y trató de seguir los pasos de su ídolo Muhammad Ali. Después de dos conmociones cerebrales y una rotura en el hombro los médicos le obligaron a tomarse un respiro. Mientras se recuperaba interpretó un pequeño papel en una obra de Jean Genet en la Universidad de Miami. “No sabía qué diablos estaba haciendo, pero me encantó”.
Se fue a Nueva York y se unió al Actor’s Studio, donde tardó tan poco en encandilar a todos con su talento como en discutir con el artífice de la escuela, Lee Strasberg. Su primer papel en el cine fue una breve intervención como pirómano en Fuego en el cuerpo (1981). Conseguir no pasar desapercibido al lado de los cuerpos sudorosos y las réplicas afiladas de Katheleen Turner y William Hurt tenía mucho mérito. “Fue en aquella película cuando me fijé en él por primera vez”, declaró años después su compañero en Animal Factory (2000), Steve Buscemi. Tampoco dejó indiferente a Eric Roberts cuando actuaron juntos en Sed de poder (1984), una joya desconocida sobre un par de ladrones de Nueva York. “Mickey no aprende las líneas, lo suyo es un 95% de improvisación”. Esa afición a ir por libre acabaría pasándole factura.
Besar a un cenicero
Adrian Lyne, su director en Nueve semanas y media, declaró que Rourke no se lo puso fácil durante el rodaje, le resultaba complicado hasta conseguir que llegase al plató. “Salía mucho en esa etapa de su vida y le costaba conciliar el sueño. Incluso puse a alguien fuera de su habitación para intentar que no saliese toda la noche”. En un principio, Nueve semanas y media iba a ser dirigida por Bob Rafelson (que ya tenía en su haber otra película de alto voltaje con la cocina como sala de juegos sexales, El cartero siempre llama dos veces) y contaba para protagonizarla con Sam Shepard y Jacqueline Bissett, pero acabó en manos del británico Adrian Lyne, que prefirió llamar a Rourke y a la exchica Bond Kim Basinger. Rourke hizo todo lo posible por boicotear la producción. Obsesionado con Billy Idol, se empeñaba en despeinar cada día el pulcro look de yuppie neoyorquino que el departamento de maquillaje se afanaba en reconstruir y su ya legendaria falta de higiene hacía el resto. “Era como besar a un cenicero”, declaró años después Basinger.
Nueve semanas y media (1986), a la que el Wall Street Journal llamó “un largo anuncio de Obsesion de Calvin Klein”, fue un fracaso de público y crítica en Estados Unidos, pero un éxito en Europa. En Francia se mantuvo dos años en cartel. A pesar del desprecio de la crítica la película dejó imágenes icónicas, vendió millones de discos de su banda sonora, provocó que muchas parejas de los ochenta se rebozasen en los más absurdos productos culinarios y convirtió a sus protagonistas en bombas sexuales. Una senda que Rourke siguió recorriendo en El corazón del ángel (1987), un oscuro thriller sobrenatural en el que mantuvo un hipnótico duelo con Robert de Niro. El director Alan Parker fue otro de los damnificados por el carácter infernal de Rourke. “Trabajar con Mickey es una pesadilla”, declaró a People. “Es muy peligroso en el set porque nunca se sabe lo que va a hacer”.
Las malas (o extrañas) decisiones de Rourke a la hora de elegir papeles no tardaron en afectar a su carrera. Fue un trasunto de Charles Bukowski en El borracho (1987), la adaptación de un guion del propio escritor y se mimetizó tanto con él que cuando Bukowski falleció el New York Post utilizó por error una foto del actor en su obituario. Protagonizó Orquídea salvaje (1990), otro thriller de alto voltaje y guion risible que pretendió fallidamente emular el éxito de Nueve semanas y media. Nadie dijo nada bueno de ella, pero al menos le sirvió para conocer a su esposa Carré Otis.
Su carrera empezaba a despeñarse y las variaciones en su rostro eran más noticia que sus películas. La prensa amarilla especulaba con operaciones estéticas mientras él lo achacaba al boxeo. “Me rompieron la nariz dos veces. Tuve cinco operaciones en la nariz y una en un pómulo roto. Tuve que quitarme el cartílago de la oreja para reconstruir mi nariz y un par de operaciones para raspar el cartílago porque el tejido cicatricial no se estaba curando correctamente. Esa fue una de las operaciones más dolorosas, pero la peor fueron las hemorroides”, declaró. “La mayor parte de las operaciones fueron para arreglar el desorden de mi cara debido al boxeo, pero elegí a un tipo poco adecuado para hacerlo”.
Oviedo, decadencia y renacer
A los 39 años volvió al ring. En 1991 protagonizó una velada bochornosa en Oviedo. El alcalde popular Gabino de Lorenzo y el programa Pressing Boxeo de Telecinco organizaron un combate en Oviedo que contó también con la presencia de Samantha Fox y Grace Jones. Un disparate millonario y vergonzoso en el que, tras una noche plena de alcohol y estupefaciente,s tanto él como su rival llegaron al ring con un aspecto lamentable y se entregaron a un tongo evidente.
Su carrera se sumió en la decadencia. Ya sólo aceptaba papeles por dinero. Participó en la bochornosa segunda parte de Nueve semanas y media (1997) y tuvo pequeños amagos de retorno en Legítima defensa, (1997), de nuevo con Coppola; Buffalo 66 (1998), la prometedora aventura indie de Vincent Gallo y El Juramento (2001), de Sean Penn. La generación de actores que se había enamorado de El chico de la moto estaba ansiosa por darle una oportunidad. Le llegó con el pétreo Marv de Sin City (2005) y lo corroboró su festejado comeback en El luchador (2008). “Darren Aronofsky me dijo: nadie quiere que haga esta película contigo porque ya no eres una estrella y llevas arruinando tu carrera 20 años, pero si consigo el dinero para hacerla vas a escuchar todo lo que digo y no me vas a faltar el respeto. Además, no puedo pagarte. Cuando lo escuché pensé: ‘Si tienes huevos para decir eso, eres mi tipo de hombre”.
Rourke, que ya había cumplido los 56 años, entrenó durante meses, hizo todas las escenas de riesgo y se sumergió en una historia, la de un luchador en decadencia, que le recordaba demasiado a la suya propia. La película le reportó un Bafta, un Globo de Oro y una nominación al Oscar que acabó en manos de Sean Penn, pero Rourke fue el vencedor moral y se permitió creerse su propia resurrección. Participó en Iron Man 2 y Los mercenarios (ambas de 2010), pero ya no se molestaba en leer los guiones. “Puedes ser mediocre, como la mayoría de los actores, y seguir siendo una estrella de cine de primera fila, aunque tus películas sean aburridas y predecibles. Todo lo que tienes que hacer es saber venderte, dejarte fabricar”, le contó a Los Angeles Times.
Su caída en desgracia en Hollywood repercutió en su salud mental. Se separó de Carré Otis, que lo acusó de maltrato. Pasó casi cinco meses sin salir de su casa y acabó encontrando el sosiego en el lugar más inesperado: sus perros. “Empecé a autodestruirme hace 14 años, cuando todo se vino abajo: me dejó mi mujer, me dieron de lado en el trabajo, mi carrera estaba acabada, no tenía dinero... pero los perros estaban ahí siempre. No tengo hijos, así que ellos son todo para mí. Cuando estaba realmente mal, recuerdo mirarles y comprobar como ellos me animaban a seguir, a cuidarles”. Lejos habían quedado los días de éxito cuando podía hacer locuras como comprarse seis Cadillac al contado en una noche. “Nadie sabía lo arruinado que estaba. Pagaba 500 dólares al mes por un apartamento de una habitación con un patio para mis perros”. Los perros se convirtieron en su gran apoyo, especialmente su chihuahua Locki con quien era frecuente verlo en las alfombras rojas hasta su fallecimiento. “Si pudiera conseguir un trabajo paseando perros y me pagaran la misma cantidad que hago por hacer películas, nunca volvería a hacer otra película” le contó a Alec Baldwin en un episodio del podcast de Baldwin Here’s the Thing.
Como pasear perros no es una profesión muy lucrativa, Rourke ha seguido dedicándose al cine y es un auténtico estajanovista: tiene 10 películas pendientes de estreno (entre ellas una con la española Ana Fernández) y The palace, el próximo trabajo de Roman Polanski. Tal vez suponga la enésima, y quién sabe si definitiva, resurrección del que un día fue el hombre más guapo de Hollywood.
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