El chico de 15 años que robó 24 millones en criptomonedas : Ellis Pinsky cuenta su historia pero nadie sabe si creerle
En 2018, un adolescente tímido y experto en ‘hackeo’ se convirtió en uno de los criminales y millonarios más jóvenes de la historia. Ahora ha contado su historia en la revista ‘Rolling Stone’, pero su entrevistadora se pregunta si lo ha dicho todo
Clyde Barrow dio su primer golpe a los 16 años. Tomó prestado un coche de segunda mano en un concesionario de las afueras de Dallas y “olvidó” devolverlo. Alphonse Capone participó en el asalto a una tienda de Brooklyn a los 19, un primer delito por el que se agenció una cantidad irrisoria, poco más de 10 dólares. ¿Delincuentes precoces? Tal vez, pero esperen a leer esto. Con solo 15 años, Ellis Pinsk...
Clyde Barrow dio su primer golpe a los 16 años. Tomó prestado un coche de segunda mano en un concesionario de las afueras de Dallas y “olvidó” devolverlo. Alphonse Capone participó en el asalto a una tienda de Brooklyn a los 19, un primer delito por el que se agenció una cantidad irrisoria, poco más de 10 dólares. ¿Delincuentes precoces? Tal vez, pero esperen a leer esto. Con solo 15 años, Ellis Pinsky, un adolescente de origen ruso criado en Irvington, Estado de Nueva York, en un hogar de clase media, se agenció el equivalente a 24 millones de dólares en criptomonedas (unos 23,5 millones de euros al cambio actual). No era su primer delito informático, pero sí el primero de envergadura y perpetrado, además, con ánimo de lucro.
Aquello ocurrió la tarde del 7 de enero de 2018. En el argot criminal más vetusto, lo de Pinsky fue un rififí. Un golpe incruento, de guante blanco, perpetrado con nocturnidad, alevosía y un punto de juvenil audacia. El equivalente tecnológico a penetrar a través de un túnel en una cámara acorazada y forzar una caja fuerte de máxima seguridad. Pinsky opina ahora que fue fácil y francamente divertido. Pero añade que ojalá no lo hubiese hecho, porque a partir de ahí su vida y la de su familia acabó convirtiéndose en un infierno.
Dos años después de su hazaña, en mayo de 2020, el joven neoyorquino estuvo a punto de morir. Cuatro intrusos irrumpieron en la casa que compartía con su madre, su padrastro y sus tres hermanos menores a altas horas de la madrugada. Llevaban máscaras de esquí, gruesos gabanes, puños de hierro, cuchillos de carnicero y una pistola falsa de 9 milímetros. Su presencia fue captada por las cámaras de seguridad y una ventana rota hizo sonar las alarmas.
Pinsky había tomado precauciones. Llevaba meses dando por supuesto que una escena como esa iba a producirse, así que había comprado una escopeta en el mercado negro. Con ayuda de su madre, se enfrentó a los dos asaltantes que se habían quedado en el piso superior. Cuando estos huyeron, acorraló a los dos que habían accedido al sótano y llamó a la policía.
El joven lo cuenta como si se tratase de una película de Tarantino, pero también reconoce que era muy consciente de estar jugándose el pellejo. Aunque había hecho prácticas de tiro, a la hora de la verdad comprobó que no tenía ni la pericia ni la sangre fría necesarias para manejar una escopeta. Por suerte, los intrusos resultaron no ser verdaderos profesionales. Los dos detenidos eran Dominic Pineda y Shon Morgan, pequeños rateros de 21 años recién llegados del Estado de Virginia. Pinsky cree saber quién los mandó, aunque tiene la cautela de no contarlo, y no tiene ninguna duda de qué andaban buscando. Los restos del botín. Un dinero que, a esas alturas, según su propio testimonio, ya no conservaba.
Diario del ladrón
Alex Morris, redactora de la revista Rolling Stone, ha sido la primera en conseguir una entrevista en profundidad con Ellis Pinsky, el ladrón informático al que la prensa de Nueva York ha bautizado como Baby Al Capone. Se publicó el 8 de julio, y es todo un documento sobre lo mucho que se ha sofisticado y enrarecido la ciberdelincuencia en los últimos años.
Morris cuenta cómo tardó varias semanas en ganarse la confianza de Pinsky, al que describe como “un niño que acaba de dejar de serlo para convertirse en un joven adulto corroído por la angustia”. La reportera y el criminal precoz tuvieron varias sesiones de contacto en terrazas del campus universitario en el que estudia él. Al final, Pinsky accedió a contarle “toda la verdad” con la única condición de que no omitiese ningún detalle de importancia en su artículo: “Quiero que el mundo conozca mi versión de la historia, y no se trata de una versión sencilla. Hay que contarla bien”.
Del relato de Morris emerge la figura de un niño perfectamente normal, hijo de migrantes nacidos en la antigua Unión Soviética. La familia vivió en la ciudad de Nueva York hasta que se trasladaron a Irvington, una apacible ciudad dormitorio a orillas del río Hudson, cuando Ellis tenía 11 años. En su nueva residencia suburbana, ese niño rechoncho y algo tímido, pero no exento de habilidades sociales, empezó a aficionarse a videojuegos online como Counter Strike o Call of Duty. Después empezó a frecuentar a la joven comunidad de aspirantes a pirata informático que rodea los entornos gamers. Hackers veteranos que se habían fijado en sus progresos como corsario vocacional empezaron a compartir con él lo que sabían a cambio de que realizase modestas tareas para ellos, no siempre legales. Sobre todo, actos de lo que se conoce como ingeniería social, es decir, sonsacar a trabajadores de redes sociales o servicios informáticos claves, contraseñas o credenciales profesionales con las que acceder a equipos ajenos. Se trata de una tan burda como eficaz técnica de espionaje. Alguien presume en un foro de informática de que trabaja como programador en prácticas en Twitter o Microsoft y puede acceder a una serie de cuentas de usuario o de teléfonos móviles, y tú muestras interés, te ganas su confianza y consigues que te cuente qué es capaz de hacer en realidad o cómo lo hace.
Pinsky demostró un talento natural para este tipo de tareas. Pero a él le interesaba “el verdadero conocimiento, el auténtico poder”. No manipular a incautos, sino proponerse retos informáticos de cierta altura y llevarlos a cabo. A los 15 años, este autodidacta brillante se consideraba “capaz de hackear cualquier cuenta y dispositivo”. Había llevado la ingeniería social a otro nivel creándose una red de cooperantes y cómplices a los que pagaba pequeñas cantidades para que le auxiliasen en sus cada vez más complejas fechorías. “¿Por qué escalamos montañas?”, se preguntaba el alpinista británico George Mallory. “Porque están ahí”. Pinsky se colaba en equipos ajenos por razones muy similares: podía hacerlo.
¿Atraco perfecto?
Llegamos así a la noche en que Baby Al Capone debutó en las grandes ligas del crimen informático. Ese día, un tal Harry, compinche eventual, contactó con Pinsky para decirle que tenía algo potencialmente grande entre manos. Un tipo al que conocía de la comunidad online OGusers, muy frecuentada por piratas, se ofrecía a venderles contraseñas de acceso a usuarios de un servicio de compraventa de criptomonedas.
Harry y Pinsky identificaron en la base de datos de clientes a una víctima potencial, Michael Terpin, un empresario que, por entonces, a sus 60 años, ya estaba a punto de convertirse en multimillonario. Con la ayuda del confidente anónimo, se hicieron con el control de la tarjeta SIM de Terpin. En cuanto empezaron a explorarla, les quedó claro que estaban ante un auténtico pez gordo. Pudieron incluso consultar los movimientos de su cartera de criptoactivos y comprobaron que disponían de 900 millones de dólares en la criptomoneda Ethereum (un dato que Terpin niega), pero no pudieron acceder a ellos.
Buscando accesos a carteras de activos con un nivel de seguridad no tan alto, fueron a parar a la de una compañía llamada Counterparty. En ella encontraron más de tres millones de Triggers, una criptodivisa emergente de la que Pinsky ni siquiera había oído hablar. Pensaron que valdrían apenas unos miles de dólares, pero una simple consulta a la cotización de las divisas virtuales les descubrió que se trataba del equivalente a 24 millones de dólares.
Tras hackear la contraseña de seguridad, que constaba de 12 palabras, se hicieron con el control de la cartera. En ese momento, Pinsky cometió un error de principiante que más tarde haría que Terpin pudiese seguir su rastro: traspasó algo de dinero a su propia cuenta para asegurarse de que se trataba de dinero real.
En cuanto comprobó que su saldo reflejaba el nuevo ingreso, Harry y él movilizaron a su red de cómplices y empezaron a hacerles decenas de transacciones para que les ayudasen a blanquear el dinero cambiándolo por bitcoins y paseándolo por distintos servidores para acabar depositándolo en una cuenta que acababan de crear. Pinsky dice que en esta operación se perdieron varios millones de dólares, porque Terpin acumulaba el 10% del total de Triggers existentes y esta venta masiva hizo que la cotización de la divisa se desplomase en tiempo real. El caso es que los cooperantes cumplieron con su parte del trato. Todos menos un tal @erupts, al que traspasaron un millón de dólares que decidió quedarse.
Patek Philippe y Louis Vuitton
Tras repartir su botín con Harry, Pinsky cerró la sesión más rentable de su vida con varios millones de dólares en la cuenta corriente que sus padres le habían abierto para que empezase a ahorrar de cara a la universidad. Se acostó pronto, tenía clase de gimnasia al día siguiente. Lo que viene a continuación es una historia aún más inverosímil y retorcida. Pinsky tardó varias semanas en comprender que, en primer lugar, acababa de convertirse en el adolescente más rico del Estado de Nueva York. Y en segundo, que el FBI podría echar abajo la puerta de su casa en cualquier momento.
No tenía conciencia de haber robado una fortuna, solo de haber perpetrado una travesura infantil cuyas dimensiones reales no calibraba del todo. Asegura que apenas tocó el dinero, pero sí reconoce que se compró un reloj Patek Philippe por 50.000 dólares pagados en bitcoins y que se gastó otros 900 dólares en vuelos de Chicago a Nueva York para toda su familia.
El periodista Daniel Kucher recoge en SoMagNews numerosos indicios de que el adolescente no fue tan discreto como asegura, que se permitió caprichos de nuevo rico como pasearse por los alrededores de Irvington al volante de un Audi R8. Sus compañeros de escuela cuentan también que empezó a vestir ropa de Louis Vuitton, que viajó a Miami y a Las Vegas haciendo uso de JetSmarter, un servicio de alquiler de aviación privada, y que zanjó una discusión durante un partido de fútbol escolar diciéndole a su rival: “Podría comprarte a ti y a toda tu familia. Tengo 100 millones de dólares”.
El caso es que no queda constancia material de nada de eso. Tal vez el único indicio inequívoco de que Pinsky se dio la gran vida en su último par de años como menor de edad es una foto en redes sociales en la que aparece rodeado de tres modelos rubias con las que comparte una enorme botella de champán. Es una foto triste. Pinsky posa con expresión de niño asustado, sosteniendo la botella como si se tratase de un extraño insecto, mientras las jóvenes sonríen y sacan la lengua a la cámara.
Pero incluso esa imagen tiene una trastienda inesperada. Pinsky dice que fue @erupts, Nick Truglia en la vida real, el hacker de 20 años que le había robado un millón de dólares, el que le invitó a una fiesta privada en un club de Nueva York, contrató a las modelos y pagó el champán. Siempre según su propio testimonio, Pinsky acudió a la cita en compañía de un amigo, convencido de que se estaba metiendo en la boca del lobo, de que Truglia iba a partirle las piernas. Pero no, solo pretendía conocerlo un poco mejor, decirle que para él era una leyenda y hablar “de negocios”. Pinsky cuenta también que volvió a Irvington de madrugada en Uber sintiéndose el protagonista de una delirante farsa cinematográfica, una especie de versión alevín de El lobo de Wall Street.
Demasiado viejo para morir joven
Al final, Terpin denunció en 2020 al niño que le había desplumado dos años antes. Pinsky se puso en manos de un buen abogado, se declaró culpable de apropiación indebida y, en un gesto de buena voluntad, devolvió 562 bitcoins, el reloj Patek y los algo menos de 100.000 dólares en efectivo que guardaba en una hucha bajo su cama. Las autoridades lo trataron con benevolencia. Después de todo, en el momento de los hechos tenía solo 15 años. Y un rififí informático no es un asalto a mano armada.
Su madre lo apoyó en todo momento. Pinsky asegura que ella nunca sospechó nada, que siempre permaneció ajena a los turbios manejos de su Al Capone en miniatura (pese al Audi R8, el alquiler de jets privados y las camisas de Louis Vuitton). Morris deja claro en la crónica de sus conversaciones con Pinsky que cree que el muchacho se ha convertido en un mentiroso patológico, porque oculta una historia demasiado sórdida y tiene mucho que perder si cuenta toda la verdad. De momento, está estudiando Informática y Economía en una facultad cerca de casa de su madre y en 2021 pasó un semestre lectivo en Florencia. Morris no duda de que le irá muy bien en la vida. Tiene talento, iniciativa y su pasado ni siquiera es un obstáculo (más bien todo lo contrario) en el par de ámbitos interconectados en que se propone hacer carrera profesional, la tecnología y los negocios.
Eso sí, lo ve consumido por una melancolía prematura, la del que ha pasado por demasiadas experiencias demasiado pronto. La del que una noche de mayo, antes de cumplir los 18 años, creyó estar al borde de la muerte mientras bajaba al sótano empuñando la escopeta con la que pensaba proteger a su familia de una banda de ladrones a sueldo. Las criptomonedas, con su volatilidad rampante e histérica, no solo nos han traído a una generación de especuladores de nuevo cuño, sino también a delincuentes tan atípicos como Ellis Pinsky.
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