Mi extraña nostalgia por Abercrombie & Fitch & lo que fuimos
Pese a la caída de la marca y las críticas de racismo y abusos, recuerdo las tiendas con una rara melancolía
Durante muchos años, para mí Abercrombie era el apellido no de uno sino de dos generales británicos, el primero de la época de El último mohicano y el segundo de la de El patriota. Estos dos Abercrombie no tienen nada que ver con las tiendas Abercrombie (& Fitch), que es lo que significa el nombre para la inmensa mayoría de la gente y también para mí desde que descubrí la firm...
Durante muchos años, para mí Abercrombie era el apellido no de uno sino de dos generales británicos, el primero de la época de El último mohicano y el segundo de la de El patriota. Estos dos Abercrombie no tienen nada que ver con las tiendas Abercrombie (& Fitch), que es lo que significa el nombre para la inmensa mayoría de la gente y también para mí desde que descubrí la firma y tras haber pasado mucho rato en esos establecimientos en distintas partes del mundo.
Mi primer Abercrombie (tienda) fue el tan requetemegapijo flagship store de Londres, en Mayfair, en Savile Row, en el número 7 de Burlington Gardens. Recuerdo el impacto que me produjo, a mí que venía de las librerías de Charing Cross y de ver una exposición en el British Museum, arribar a esa tienda que parecía una discoteca y en la que había que hacer cola para entrar ante una puerta presidida por unos jóvenes muy guapos & musculosos & rubios con el torso desnudo y más chocolatinas que en Sampaka. Como muchos padres de adolescentes de la época yo también fui en peregrinación allí, comisionado por mis hijas para aprovisionarlas de prendas de la firma, que eran un must y un sine qua non y marcaban –el encontrarlas o no– la línea entre el afecto desbordado y el mohín reprobatorio de me has fallado, papi, como sueles.
Cuando conseguí entrar, me sorprendió gratamente que junto a la música y ese intenso olor a colonia A&F Fragances del que no he conseguido aún librarme, figuraran en la decoración del establecimiento elementos tan míos como una canoa y una cabeza de alce. “Vaya, a lo mejor estoy de moda y no lo sabía”, me dije antes de ver lo que costaba una camisa de cuadros como de leñador de Siete novias para siete hermanos de toda la vida y pagar una pasta escandalosa por las sudaderas y los brevísimos pantaloncitos tejanos que me habían encargado mis niñas y que me parecieron dignos de la nínfula Iris de Taxi Driver. Para conseguirlos hube de pelear no sólo con mis escrúpulos sino con varias mamás españolas que estaban en la misma desesperada misión de compras por persona interpuesta que yo.
Con el tiempo, se convirtió en una costumbre visitar Abrecrombie. Comprar cosas a las niñas pasó a ser una excusa porque yo ahí dentro me sentía muy a gusto. Paseaba por las salas y las diferentes plantas tropezando en la penumbra con las excitadas muchedumbres que compraban; admiraba los murales con escenas deportivas –boxeo, remo, esgrima– protagonizadas por chicos que hubieran entusiasmado a Ernst Röhm y me sumergía en un aura revitalizadora de erotismo juvenil, apoteosis de marca y sueños húmedos (por la canoa). Descubrí otras tiendas por esos mundos, especialmente una en Los Ángeles, en Santa Mónica, y otra en Dublín, cerca de la estatua de Molly Malone. En todas partes me sentía como en casa, como en Starbucks pero sin café. Incluso llegué a probarme cosas yo (afortunadamente había espejos de forma que podía escuchar en el reflejo la advertencia de Hamlet sobre Polonio: “Encerradlo en casa, que si quiere hacer el tonto lo haga dentro”).
Con el tiempo he sabido que era lógica mi atracción por Abercrombie: fundada en 1892 como tienda de ropa americana auténtica, por David Abercrombie (de ascendencia escocesa, como los mencionados generales: igual va a resultar que son familia), se le sumó Ezra Fitch, que era cliente, en 1900, y juntos proveyeron a cualquier outdoorsman de élite que se preciara de ropa casual luxury y complementos de acampada, caza y pesca. Incluso tenían armería en su tienda neoyorquina. Entre los clientes famosos estaban Teddy Roosevelt, que pasó más tiempo de safari que en la Casa Blanca, Shackleton, Amelia Earhart, John Steinbeck y Hemingway, del que se dice que compró en Abercrombie & Fitch la escopeta con la que se suicidó, que ya es propaganda. Quién sabe si de conocer antes la tienda no hubiera titulado su novela El viejo & el mar. Otro cliente de A&F fue Harpo Max, pero nunca dijo por qué.
La firma renació en 1988 consagrada a la ropa para adolescentes pijos, aunque conservando algo del espíritu original de la marca, y de ahí la canoa y el alce. Está ahora de moda, y valga la palabra, cargársela por las acusaciones de racismo, abuso sexual y clasismo (por no hablar de lo del alce). Pero yo siento una rara nostalgia por Abercrombie & Fitch & lo que fuimos.
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