¿Es esto música? Lego confunde a Spotify con un disco en el que solo se oyen piezas caer
La firma danesa de juguetes ha subido a internet un álbum de 210 minutos con sonidos de sus piezas. La de supermercados Lidl lo hizo antes, con ambiente de sus tiendas. ¿Qué buscan estos raros productos en sus oyentes y qué opiniones suscitan entre musicólogos?
Recital de fichas revolconas, arrítmicos arpegios de bloques de construcción, sincopado crepitar de piezas que se arrastran, deslizan, apiñan, desparraman y precipitan como lluvia. Todo ello sin intervención molesta de instrumentos ni una voz humana que perturbe el fragor, que no es estridente, como cabría pensar, sino apacible; una especie de tranquilo oleaje de plástico. Y así durante tres horas y media, divididas en siete cortes de 30 minutos exactos cada uno. En eso consiste Lego white noise, el disco que la f...
Recital de fichas revolconas, arrítmicos arpegios de bloques de construcción, sincopado crepitar de piezas que se arrastran, deslizan, apiñan, desparraman y precipitan como lluvia. Todo ello sin intervención molesta de instrumentos ni una voz humana que perturbe el fragor, que no es estridente, como cabría pensar, sino apacible; una especie de tranquilo oleaje de plástico. Y así durante tres horas y media, divididas en siete cortes de 30 minutos exactos cada uno. En eso consiste Lego white noise, el disco que la firma danesa ha insertado en plataformas digitales.
Es uno de los productos sonoros más extraños que uno pueda echarse al oído. Aseguran sus creadores que dicho riposato (reposado) “está diseñado para ayudar a los oyentes a encontrar un momento zen en su día, lo que lo convierte en el acompañamiento de audio perfecto para conciliar el sueño o relajarse mientras construye con Lego”. La experiencia se integra dentro de una nueva línea de productos de la marca destinados a tan anestésico fin, como una colección de ramos de flores y bonsáis (de plástico, claro). “Va todo en la misma dirección”, sostiene Rafael Fernández-Cid, de 32 años, fan acérrimo de Lego. “Parte de la gracia de construir con estos bloques es la relajación que produce. Es como hacer puzles”.
Al escuchar el disco, Fernández-Cid identifica fácilmente los ruidos típicos de estas piezas (“cuando rebuscas en la bolsa para encontrar la que necesitas, cuando las vuelcas en la mesa…”), pero no se lo pondría del tirón: “Está simpático, pero no deja de ser algo anecdótico”, añade. “Lo que me ha sacado es una sonrisa”.
Con todo, la audacia de los cerebros de Lego no es nueva. Si ya resulta chocante que alguien quiera enturbiar la paz de su hogar con cascadas de bloques de construcción, ¿podría alguien querer hacerlo con el sonido ambiente de un supermercado? Los responsables de la empresa sueca Lidl creyeron que sí, y en 2019 confeccionaron un disco con los ruidos propios de sus establecimientos: del rodar de carritos y el rumor de los compradores a los avisos de megafonía y el bip de los lectores de códigos de barras. Lo titularon Allt annat är olidligt, traducible como “todo lo demás es insoportable”. Desde luego, sentido del humor no les faltó.
Reconciliados con el ruido
¿De qué va todo esto? Se entenderá mejor si aceptamos que nuestra relación con el ruido ha cambiado de un tiempo a esta parte. “En los últimos 50 años se ha producido una revolución que contempla el ruido no como algo negativo, sino como un elemento más del sonido. Ya no lo entendemos como una cosa tan mala”, explica el musicólogo y docente Ferran Escrivà. Este experto cita al autor Jacques Attali, que abre su libro Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música (1977) con esta declaración: “Desde hace 25 siglos, el saber Occidental intenta ver el mundo. Todavía no ha comprendido que el mundo no se mira, se oye. No se lee, se escucha”. Este tratado, en palabras de Escrivà, “plantea que la música tal como la conocemos es una forma de organizar los sonidos. Por tanto, no todo ruido es música pero la música proviene del ruido”.
Algunos teóricos, como la profesora de Psicología Auditiva Silvia Malbrán, sugieren que es el contexto lo que determina si determinada fuente sonora nos parece ruido. Si estás en casa viendo la tele y en la habitación de al lado alguien toca el piano, seguramente a ti el piano te parecerá molesto (un ruido), mientras que para el pianista ruido será lo que emite el televisor.
Por tanto, que la bacanal de piezas de Lego o el murmullo de Lidl nos parezca agradable y, en consecuencia, tenga sentido, depende del contexto. Jugar con el contexto era lo que llevaba al compositor experimental John Cage a abrir las puertas de la sala de conciertos para permitir que se colaran en el auditorio los ruidos de la calle.
La incorporación del ruido como ingrediente de proyectos musicales viene de lejos. En 1913, el compositor italiano Luigi Russolo defendía en un texto llamado The Art of Noises. Futurist Manifesto (El arte del ruido. Manifiesto futurista) que la variedad de sonidos a los que el oído se había acostumbrado en la era industrial deslucía el limitado potencial de las orquestas. Se imponía, pues, llenar las obras de fuelles, motores, agua que cae, tráfico, crujidos, zumbidos, silbidos, gritos… “Al seleccionar y coordinar todos los ruidos enriqueceremos al ser humano con una voluptuosidad que no sospechaba”, decretó. Y ni corto ni perezoso, lo puso en práctica en excéntricas composiciones como Intonarumoris (1913). En 1924, George Antheil compuso Ballet mécanique con acompañamiento de hélices de aviones y sirenas. Karlheinz Stockhausen y el citado Cage introducían ruidos en sus piezas. La cultura pop nos acostumbró a la inclusión de efectos sonoros en canciones: los Beatles enjaretaron el cacareo de un gallo en Good morning, good morning (1967); Yellow submarine (1966) no sería lo mismo sin las olas, las burbujas y la cháchara de sala de máquinas. Los Beach Boys remataron Caroline, no (1966) con ladridos de perro al paso de un tren. A finales del siglo pasado, el dúo Matmos empezó a manipular grabaciones de lavadoras y aparatos de cirugía plástica para crear música electrónica.
Paisajes sonoros
De mezclar instrumentos y ruidos, algunos compositores pasaron a quedarse solo con los últimos, dando pie a lo que el compositor y pedagogo canadiense R. Murray Schafer definió en 1977 como “paisajes sonoros”. Proclamaba que el ruido “son los sonidos que hemos aprendido a ignorar”, y reivindicaba ecos como “las voces del mar”, “la elocuencia del agua”, “el espíritu del viento” o “los ritmos de la vida rural”. Desde entonces, algunos compositores han centrado su producción en grabaciones de campo de sonidos de la naturaleza o industriales. Uno de esos músicos es el asturiano Juanjo Palacios. En su álbum Borde litoral (2010) recoge un compendio de sonidos marinos, de la playa al puerto; Edificio resonante (2015) capta el maquinal latido de un inmueble en obras. “Cuando hace ya unos años varios artistas empezamos a trabajar con paisajes sonoros, costaba mucho que la gente lo entendiera. Ha habido un proceso en que ha ido cogiendo más espacio”, señala. Para él, los discos de Lego y Lidl son fruto de ese auge: “No sé si es una moda o un momento adecuado para que una marca decida basarse en eso para hacer publicidad. Y todo lo que sea poner el foco en el sonido y en que la gente se pare a escuchar me parece interesante”.
Nadie mejor que Palacios para exponer qué sensaciones pretenden provocar estas grabaciones en el oyente. “En mi caso, que la gente escuche. Que preste atención. Eso puede ocurrir en un entorno como un centro de arte a través de una instalación, en un disco… Que la gente se dé cuenta de que hay un entorno a su alrededor”, dice.
En el caso de Lego, pueden confluir varios propósitos. “Estos sonidos de piezas te pueden evocar cosas del pasado, de la infancia… Hay varias intencionalidades, más allá del márquetin”, opina Ferran Escrivà. Los propios hierofantes del proyecto manifiestan que busca crear una atmósfera narcótica. Este objetivo queda subrayado por el título, Lego White Noise, que lo conecta con el empleo de ruido blanco en técnicas de relajación.
Discos funcionales
Se llama ruido blanco aquella señal acústica que contiene todas las frecuencias a la misma potencia. Suelen citarse ejemplos como el zumbido de un televisor sin sintonizar o el arrullo del mar; sonidos que invitan al letargo. Enmascara el resto de ruidos y mejora el sueño, según un estudio de 2016; YouTube está plagado de audios de este tipo indicados para insomnes; pueden encontrarse hasta diez horas seguidas de ruido blanco. Y aunque en sentido estricto el producto de Lego no es ruido blanco (“es discontinuo”, dice Juanjo Palacios), la elección del título refuerza la intención de sus creadores, lo que nos sitúa en el ámbito de un tipo de discos que podríamos llamar funcionales, como los yogures con bífidus y esos alimentos con propiedades más allá de sus valores nutricionales. Discos que cumplen (o lo intentan) una función por encima de la de deleitar o entretener; en este caso, la de dejarnos KO.
Ese objetivo entronca con la actual fiebre ASMR (Respuesta Sensorial Meridiana Autónoma, por sus siglas en inglés), que inunda internet de vídeos y audios destinados a acunarnos y hacernos sentir bien. Por las noches, gavillas de gurús llenan TikTok de directos haciendo ruidos con la boca o manipulando objetos con ánimo de desearnos felices sueños. Como indica Palacios, estas tendencias responden a que “hay una buena recepción hacia el sonido ahora mismo. Hay una pandemia por medio que nos ha puesto a todos a escuchar. Imagino que un equipo dijo: ¿cuál es la manera de marcarse un punto y llamar la atención? Pero aparte de la publicidad aporta algo más, se centra en algo que sucede y a lo que normalmente no se presta atención”.
Queda por dilucidar si estas grabaciones, como productos publicitarios, son música; si son arte, en su más amplia acepción. “Desde mi punto de vista la música es una ordenación del sonido mediante un lenguaje concreto”, dice Palacios. “La grabación de campo no es música. Sí una expresión artística. En el momento en que alguien decide hacer unas grabaciones en un supermercado con una cierta estética, es artístico. Está hecho con un criterio y con una predisposición a que resulte agradable”. Los sugerentes títulos de los cortes de Lego —Built for Two, Wild as the Wind, Searching for The One (Brick)— subrayan una intención: los ruidos no se han elegido aleatoriamente.
“Hay música cuando hay intencionalidad”, juzga Escrivá. “A mis alumnos les pongo grabaciones de piezas de piano en las que hay ruido de portazos: es música porque hay una intencionalidad. Sin embargo, cuando un imán canta llamando a la oración, no es música en tanto en cuanto la funcionalidad no es esa. Estos discos están creados ex profeso para ser escuchados. Y si no es música, no pasa nada. Se ha quedado vieja la idea de que la música debe ser de determinada manera: estamos en el siglo XXI”.
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