Iñaki Gabilondo: “Para hacer este trabajo hay que tener fe y yo la estaba perdiendo”
Iñaki Gabilondo no se va, solo se retira de la actualidad diaria. Y tras cinco décadas de actividad, el periodista donostiarra reivindica, como ha hecho siempre, la templanza y el juego limpio
Llevamos tantos y tantos años siguiéndole como a una brújula de lo que está ocurriendo, que resulta casi desconcertante escucharle decir: “A mí me cuesta opinar. Me cuesta mucho”. La confesión de Iñaki Gabilondo (San Sebastián, 78 años), superado el medio siglo de periodismo activo y con una de las reputaciones más sólidas del país, es un intento de explicar por qué ha decidido dejar atrás definitivamente los comentarios de actualidad, ha...
Llevamos tantos y tantos años siguiéndole como a una brújula de lo que está ocurriendo, que resulta casi desconcertante escucharle decir: “A mí me cuesta opinar. Me cuesta mucho”. La confesión de Iñaki Gabilondo (San Sebastián, 78 años), superado el medio siglo de periodismo activo y con una de las reputaciones más sólidas del país, es un intento de explicar por qué ha decidido dejar atrás definitivamente los comentarios de actualidad, hasta ahora inseparables de su carrera.
En medio de ese barullo en el que cada vez cuesta más distinguir si una tertulia discute sobre el Gobierno, sobre una polémica decisión arbitral o sobre las infidelidades de un famoso de medio pelo, Gabilondo ha optado por decir basta. En esta España tan propensa a la trinchera, su templanza y su estilo reflexivo siempre fueron como una exitosa rareza. Llegados a este punto, con la política más subida de tono que nunca y todavía subiendo cada día un poco más, Iñaki Gabilondo se declaró empachado.
La renuncia a seguir ejerciendo de analista cotidiano no es ni mucho menos una retirada de la profesión. Mantiene un espacio semanal en Hoy por hoy, el programa de la SER con el que despertó cada día a varias generaciones de españoles y en el que da voz a jóvenes con iniciativa. Movistar+ acaba de emitir dos programas suyos en los que trataba de adivinar las líneas del futuro tras la pandemia con entrevistas a grandes académicos internacionales. Ni el desánimo con la actualidad ni tampoco el virus le han parado, aunque deslice otra confesión: “La pandemia ha sido como un flash que me ha enfrentado a mi vejez. Ya hace mucho que sé que soy viejo, pero nunca como ahora había visto que formo parte de ese material desechable que somos los viejos para este virus gerontófobo que nos ha atacado”.
Usted parece el periodista que huye de la actualidad porque ya no la soporta.
Para hacer este trabajo hay que tener fe y yo la estaba perdiendo. Ramoneda [Josep, ensayista y comentarista político] me solía decir: ‘Tú eres un soñador, solo hablas del consenso’. No, no… La política es la gestión del disenso, y el consenso es el punto final de un recorrido al que se llega o no, pero que se alcanza en algunas cosas donde establecemos lo que llamamos sentido común, el territorio compartido. Yo estaba perdiendo la fe al ver la imposibilidad de alcanzar puntos comunes en algo. Y empiezas a sentir una gran incomodidad personal al tener que salir todos los días a la palestra con un escepticismo excesivo.
Algunos sostienen lo contrario: que el periodista tiene que ser un descreído.
Puede ser. No pretendo establecer una teoría universal, digo lo que me ha pasado a mí. He creído siempre que lo que hacía era algo no muy importante, pero que tenía alguna utilidad. Ahora, con las posiciones tan ultradeterminadas, defendidas de una forma teológica, como en las guerras de religión, acabas con la sensación de que lo que estás haciendo es inútil. Tengo 78 años y, a cierta edad, hacer lo que uno no quiere tiene algo de obsceno. Ahora parece que para todo hay una respuesta oficial de la derecha y otra de la izquierda. Yo no he ocultado nunca mi ideología, pero eso no me ha resuelto los enigmas que planteaba la actualidad.
Pero hay, pese a todo, una pasión que permanece, porque no se ha retirado usted, sigue haciendo un trabajo todas las semanas.
Si tengo salud, posibilidades y estoy razonablemente espabilado, yo no quiero quitarme de en medio de la vida, estoy felizmente integrado en ella. Y encima tengo el privilegio de que me ofrecen cosas que me gustan. De lo que me he ido quitando es del fragor diario.
Dice que nunca ha ocultado sus ideas, pero al mismo tiempo ha logrado una gran credibilidad y respeto. ¿Cómo lo ha conseguido?
Bueno, hay gente que me tiene muchísimo odio. Lo que pasa es que cuando llevas ya muchos años… La solvencia la da una suma de decencia más tiempo. Creo que sí ha habido una cierta unanimidad en que he sido un profesional decente. He cometido errores, pero no he sido sospechoso de estar jugando sucio. Aunque no me he librado de las barbaridades, se han dicho cosas de mí que me han producido muchísimo dolor. Y me han montado números de envergadura en restaurantes y así. Como consecuencia del 11-M y del papel de la SER en esos días, aún es raro el mes –hasta hace poco diría la semana– en que alguien por la calle no me interpele.
Usted llegó a reconocer que José María Aznar le hacía sacar lo peor de sí mismo.
Siempre le he dado mucha importancia a la forma en que se transmiten los mensajes y he de reconocer que con él he perdido a veces la templanza. Me sacaba de quicio. Lo seguiría criticando hoy igual, pero no me puedo enorgullecer de haber perdido en ocasiones las buenas maneras. Casualmente, el otro día me encontré con él en un restaurante y nos saludamos con educación. Las formas son muy importantes, sobre todo en los medios más populares.
Pues la tendencia parece la contraria: las tertulias políticas acaban a gritos.
Es otro de los elementos que contribuyen a mi desánimo. Comentar asuntos como el problema catalán, la monarquía o el terrorismo en modo bronca de bar, como si estuviésemos discutiendo si ha sido o no penalti, me parece extraordinariamente malo. Y le tengo miedo al efecto que produce en la gente.
¿El periodismo y la comunicación se nos han ido un poco de las manos? A los periodistas, a las empresas…
El periodismo está viviendo un proceso de transición, como todo, muy agudo. Ha estado muy marcado por la sensación de pánico financiero de las empresas. Eso ha impedido desarrollar otros elementos: investigación, trabajo de más calidad… Surge el periodismo basura, con contratos y trabajos basura. Y también la tentación de intentar seguir atajos para llegar a la gente, la búsqueda de los likes. El periodismo debe preguntarse lo que la gente tiene derecho a saber, pero si lo que nos preguntamos es solo lo que la gente quiere oír, desvirtuamos nuestro trabajo.
Nos ha entrado también un pánico nuevo: las redes sociales nos han hecho perder el monopolio de la intermediación ante la audiencia.
Estamos inmersos en un océano de señales en el que la nuestra no es más que una de las muchísimas que llegan a la audiencia. Eso nos confirma que debemos marcar bien nuestro punto, como un yacimiento de agua potable en medio de un montón de agua no potable. No basta con decir que los demás mienten. Tú tienes que acreditar tu posición ofreciendo calidad y, sobre todo, independencia. Porque no vale decir que el periodismo de calidad era el que hacíamos cuando estábamos solos. El llamado periodismo de calidad debería empezar por analizar cuánto de calidad tenía.
Cuando teníamos el monopolio de la información, ¿caímos en la autocomplacencia?
Y en cosas peores. El periodismo ha controlado el poder, pero ha controlado menos su propio poder.
¿Cuándo se jodió la política española?
Hay varios momentos, pero para señalar uno menos comentado: cuando interpretamos de modo completamente incorrecto la ola de prosperidad. Un país humilde, que había vivido en la austeridad, que fue pobre hasta cuando éramos los reyes del universo, creyó que se había hecho rico. Y no nos importó que eso fuese a costa de liberalizar todo el suelo, de poner a la venta el país, de cebar una bomba que acabaría reventando. Ahí se empezó a joder todo. Y cuando llegó el crac de 2008 y aquello se vino abajo, no interpretamos que se estaba poniendo al descubierto nuestra formidable fragilidad, sino que pensamos que eso ocurría porque estaba gobernando Zapatero. Si hubiese estado Aznar o Jesucristo resucitado, habría sido muy parecido, porque la hecatombe era mundial. Pero perdimos la oportunidad de entender que había una fragilidad estructural en este país y debíamos abordar un proceso de modernización profunda. Y no entramos en una crisis económica, sino en una especie de estupor psicosocial brutal. Fue el despertar de un sueño.
¿Le ha decepcionado lo que se llamó nueva política?
No, porque tampoco había que hacerse una ilusión excesiva. La sociedad se ha vuelto mucho más compleja y así lo refleja nuestro parlamento. Al que no le guste, mala suerte, es el que hay, por difícil que resulte gestionarlo. Las nuevas formulaciones políticas respondieron a esa complejidad. Algunos de mi generación se enfadaron porque apareciesen. Yo, en cambio, nunca esperé ni mucho ni poco, simplemente lo vi como resultado de la nueva realidad. Lo que te sorprende es la ingenuidad de los que pensaban que aquello podía ser mucho más sencillo. Construir una herramienta política de base es un tema muy complicado. Los de Podemos no se dieron cuenta de que convertir la guerrilla en ejército regular es siempre un ejercicio endemoniado.
En su generación también molesta mucho el revisionismo de la Transición.
A mí me sorprende que no se valore lo que significó todo aquello. No estamos diciendo que haya que reproducirlo tal cual ahora, pero entonces vivimos un momento de complicación máxima que la política resolvió poniéndose de acuerdo. Y fue posible lo que no parecía posible. Porque era como si ahora metes a Aznar y a Otegi en la misma mesa. A eso nos referimos cuando invocamos el espíritu de la Transición. También me sorprende muchísimo que esta sea la primera generación que pide explicaciones a las anteriores. Dicen: “Vaya mierda de democracia que nos dejasteis”. Nosotros nunca dijimos a nuestros padres que nos habían dejado un país de mierda. Y estábamos en una dictadura.
¿Hay algún comunicador actual con el que se identifique especialmente?
Uy, hay muchos…
¿Jordi Évole?
Ah, sí, por supuesto. Somos amigos. Pero también hay muchos en la segunda fila: Aimar Bretos… Lo que me intriga es la gente que tiene 17 años. ¿Por dónde van a salir? Yo tengo la impresión de que por peteneras, por otro sitio. Se empieza a vivir de otra manera, a consumir de otra manera… Por ahí van a venir los cambios, también en nuestro oficio. Porque ya Ibai [Llanos] y todos esos…
¿Lo ha seguido?
Pues claro, yo lo sigo todo. Estos nuevos fenómenos me asombran, pero los sigo con admiración y con sorpresa. Aunque el cambio gordo, gordo no está ahí, viene detrás. En el mundo está habiendo infinidad de iniciativas, periodísticas también.
Antes de Ibai, los que ya tenemos cierta edad tendíamos a despreciar a los youtubers.
Yo ya aprendí hace mucho a no despreciarlos. A mí me han llevado muchas veces a reuniones suyas como a un tipo que ha conocido a los dinosaurios. A veces me preguntan si creo que Youtube es un medio de comunicación nuevo y yo digo: “¿Nuevo? Pero qué insolencia tenéis, que pensáis que las cosas solo han cambiado al llegar vosotros y ya no van a cambiar más. Dentro de cinco minutos, Youtube va a ser una antigualla superlativa”. Yo siempre me he acercado con respeto y curiosidad a estos fenómenos, también al de Ibai, que ya empieza a ser un clásico y dentro de diez minutos será convencional. A mí me ven como un paquidermo, pero les hago gracia.
¿Y todas estas novedades no le dejan la sensación de que esta ya no es su época?
Pero es que yo ya sé hace muchísimo tiempo que esta no es mi época. Nosotros estamos de retirada. Seguirá siendo mi mundo hasta el último día de mi vida, pero nosotros ya no llevamos el volante del coche.
Realización: Silvia Ballester Cussac. Asistente de fotografía: Marc de Miguel. Posproducción: La Cápsula. Maquillaje y peluquería: Vicente Guijarro. Arte: Cito Ballesta. La butaca caramelo es Andreu World y la silla, Vitra.
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