La triste poesía de los cines abandonados
El fotógrafo Simon Edelstein ha viajado a 30 países para capturar con su cámara el declive de las salas de proyección que dieron forma a los sueños de varias generaciones
Si hace unos años el ruin porn, ese movimiento fotográfico que se refocilaba en capturar edificios en declive, vestigios de zonas posindustriales o de ciudades en horas bajas, demostraba su tremendo atractivo, ahora parece que se abre una nueva modalidad: la de fotografiar cines abandonados. Porque, ¿hay algo más hermoso que retratar, aunque sea ya en plena decadencia, esos lugares diseñados para el mejor de los esparcimientos?
Algo así debió ...
Si hace unos años el ruin porn, ese movimiento fotográfico que se refocilaba en capturar edificios en declive, vestigios de zonas posindustriales o de ciudades en horas bajas, demostraba su tremendo atractivo, ahora parece que se abre una nueva modalidad: la de fotografiar cines abandonados. Porque, ¿hay algo más hermoso que retratar, aunque sea ya en plena decadencia, esos lugares diseñados para el mejor de los esparcimientos?
Algo así debió pensar Simon Edelstein cuando, hace 14 años, empezó a retratar fachadas, salas de cine, butacas desvencijadas, carteles mohosos y demás delicatessen cinéfilas a lo largo y ancho de 30 países. El resultado del periplo es Cines abandonados en el mundo (Editorial Jonglez), un volumen que se detiene, obviamente, en California y en la India, pero también en Egipto, Rumanía, Francia, España o Cuba (La Habana tiene 135 cines, la concentración más grande del mundo si tenemos en cuenta su población). Salas que perviven, y otras reconvertidas en bingos, restaurantes, tiendas o librerías. Algunas en iglesias, fenómeno que se da sobre todo en Estados Unidos, justo a la inversa de la siempre laica Francia, donde son más las iglesias que se transforman en salas de proyección.
Muchas han quedado simplemente abandonadas y exhiben como única señal de resistencia aquellos fabulosos rótulos cuya decrepitud no consigue eclipsar el genio tipográfico de sus autores. En este decadente y bellísimo recorrido también hay lugar para los autocines (en los años cincuenta llegó a haber en Estados Unidos casi 5.000 repartidos por todos sus estados) y para algunas profesiones ya casi olvidadas, como los cartelistas o los proyeccionistas. En definitiva, un fascinante viaje por la que fue la época dorada de los cines. Pero también, ¿y por qué no?, un aviso a navegantes para no dejar de acudir a las salas que nos quedan. Porque, como bien cantaba Luis Eduardo Aute: “Cine, cine, cine / Más cine por favor / Que todo en la vida es cine / Que todo en la vida es cine / Y los sueños / Cine son”
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