Adiós al Cristo de Pasolini
Irazoqui acabó de profesor de literatura y árbitro de ajedrez, apenas volvió a trabajar en el cine
En mi último viaje a Portugal acompañé a unos amigos a visitar a un hombre que, según me anunciaron, me iba a gustar conocer. Un campesino “de los que ya no quedan”, me dijeron. No se equivocaron; fue emocionante. Don Jacinto, encorvado y sin dientes, con sus orejas puntiagudas de duende, una chamarra de cuadros y un pantalón corto de rayas que dejaba asomar sus rodillas flacas, morenas y machacadas por el trabajo en el campo, nos esperaba sonriente en la puerta de su casa de lata, construida con sus propias manos. “Parece un personaje de ...
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En mi último viaje a Portugal acompañé a unos amigos a visitar a un hombre que, según me anunciaron, me iba a gustar conocer. Un campesino “de los que ya no quedan”, me dijeron. No se equivocaron; fue emocionante. Don Jacinto, encorvado y sin dientes, con sus orejas puntiagudas de duende, una chamarra de cuadros y un pantalón corto de rayas que dejaba asomar sus rodillas flacas, morenas y machacadas por el trabajo en el campo, nos esperaba sonriente en la puerta de su casa de lata, construida con sus propias manos. “Parece un personaje de Pasolini”, le dije a uno de mis amigos cuando nos subimos de vuelta al coche, moviendo los brazos para despedirnos del señor como críos excitados. Supongo que en mi caso la asociación con el poeta y cineasta italiano era inevitable. Si hay algo que me fascina de su cine son los rostros de esos actores naturales que él encontraba en los barrios obreros y el campo, la sangre de una filmografía que bebe del documento etnográfico y que solo un genio absoluto como Abbas Kiarostami supo trascender con personajes así de poderosos ante una cámara.
No sé si Don Jacinto hubiese querido romper su rutina junto a su esplendoroso huerto para participar en una película de Pasolini, pero a principios de los años sesenta sí lo hizo Enrique Irazoqui, el joven español que protagonizó un clásico del cine europeo y una de mis películas favoritas, El Evangelio según San Mateo. Irazoqui falleció el pasado septiembre y admito que leer, entre la avalancha de noticias desgraciadas, que el Cristo de Pasolini había muerto me provocó especial pena, imagino que porque de niña me gustaba fantasear con aquel Jesús que hablaba mi idioma. El Evangelio según San Mateo le gustaba mucho a mi abuela paterna y aún recuerdo la impresión que me causó verla llorar ante la cara de aquel chico cejijunto y algo bizco que transmitía una autenticidad arcaica, una calma de otro tiempo. Irazoqui, que vivía en Cadaqués y acabó de profesor de literatura y árbitro internacional de ajedrez, apenas volvió a trabajar en el cine excepto en dos o tres películas circunstanciales, entre ellas Dante no es únicamente severo (1967), filme clave de la Escuela de Barcelona escrito y dirigido por Jacinto Esteva y Joaquín Jordà.
Hijo de un psiquiatra vasco y una empresaria italiana, en los sesenta había viajado a Italia para buscar apoyos en el extranjero para la lucha antifranquista. Fue así como acabó en casa de Pasolini, comunista expulsado del partido comunista y homosexual que nada más ver al imberbe español exclamó enloquecido que ahí estaba su Cristo. El chico se asustó y salió pitando de la casa. El resto es historia del cine. Irazoqui acabó aceptando y un ateo marxista rodó una película profundamente religiosa que, para descolocar aún más al personal, dedicó a “la feliz y familiar memoria del Papa Juan XXIII”. Toda la película, desde la María niña embarazada que abre su famoso primer plano, a la desgarrada imagen de la propia madre de Pasolini, Susanna, en la piel de María anciana, es de una belleza incomparable. Irazoqui no se libró de la ficha policial por haber trabajado “para una película comunista”, ni tampoco de la eternidad.
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