Josep Grau-Garriga, el genio catalán de los tapices cuya obra se reivindica en el MoMA pero no en España
La revolución que el sancugatense efectuó en el arte textil durante los sesenta aún se recuerda por todo el mundo, pese a que su figura permanece prácticamente en la sombra
Su nombre solo resulta familiar para un puñado de expertos: Josep Grau-Garriga nunca alcanzó la notoriedad de coetáneos como Joan Miró, Josep Maria Subirachs o Antoni Tàpies, a pesar de que fue él...
Su nombre solo resulta familiar para un puñado de expertos: Josep Grau-Garriga nunca alcanzó la notoriedad de coetáneos como Joan Miró, Josep Maria Subirachs o Antoni Tàpies, a pesar de que fue él quien les descubrió la técnica del tapiz y elaboró piezas para ellos. Pero las grandiosas esculturas textiles que este catalán creo desde los años sesenta hasta su muerte, en 2011, forman parte de las colecciones del Museo Metropolitan de Nueva York o del Museo de Arte Moderno de París. Miró, Tàpies y compañía ganaron la batalla en la pintura. Las obras de Grau-Garriga, entre la abstracción y el arte povera, vencieron en el terreno aparentemente menor de lo textil.
Grau-Garriga nació en Sant Cugat en 1929, en el seno de una familia campesina que sufrió los rigores de la Guerra Civil y de la posguerra. Allí, la única actividad no agrícola era la de la conocida manufactura de alfombras Casa Aymat. Un día, con 14 años, el joven Josep pastoreaba un rebaño de cabras con su carpeta de dibujos bajo el brazo cuando Tomàs Aymat, dueño de la mencionada empresa, le paró para verlos. Impresionado, le ofreció un puesto, pero el pequeño Josep ya se había comprometido como aprendiz en Barcelona, que para él era sinónimo del gran mundo. Regresó a casa en 1956, tras estudiar en la Escola Superior de Belles Arts de Sant Jordi y pintar murales en ermitas e iglesias. Casa Aymat había cambiado de manos. Su nuevo propietario, Miquel Samaranch, buscaba renovar la compañía, lanzar una línea más artística y recordó a este muchachito inquieto del pueblo, un fill de la terra. A pesar de no haber trenzado hasta entonces ni un solo hilo, Grau convirtió Aymat en un centro de experimentación textil que culminó con la fundación de la Escuela Catalana del Tapiz. No fue fácil. “De los tejedores que conocían el oficio, solo quedaba uno, a punto de jubilarse. Había que comenzar de nuevo. Pero me interesaban mucho los tapices, los veía como arte mural también relacionado con la pintura y la arquitectura, con un aspecto importante de funcionalidad”, contaba el artista para el libro Grau-Garriga, Els anys a Sant Cugat (Cossetania Ediciones).
Así que comenzó por el principio, de aprendiz con otro de los grandes de la disciplina, el francés Jean Lurçat, que había rescatado y depurado la técnica medieval gobelina. Su hija Esther, gestora del legado, lo recuerda: “Vivió en su casa y siguieron teniendo contactos ocasionales. Mi padre utilizaba la técnica de Lurçat dibujando cartones, pero pronto empezó a prescindir de ellos, a usar lo que tenía en su cabeza y a emplear materiales como alambres, telas y bobinas de hilo. Fue entonces cuando empezó a dar volumen a las piezas hasta convertirlas en auténticas esculturas”. Cuando a Grau-Garriga le preguntaban por estos cuerpos extraños incrustados en sus tapices, reivindicaba las dimensiones táctiles y olfativas de las cosas, y recordaba que había sido un niño pobre, acostumbrado a guardarlo todo por necesidad.
El catalán pronto comenzó a destacar por su atrevimiento tridimensional y matérico, sobre todo al exponer su trabajo en 1965 en la cita más importante de la disciplina: la Biennale Internationale de la Tapisserie Moderne de Lausana. “Se despega de la reproducción figurativa y plana del tapiz tradicional que se hacía en los años cincuenta y sesenta para entender el textil como un elemento plástico, a la altura del pigmento sobre la tela, pero con el rigor de la trama y la urdimbre en su creación. El conocimiento del telar es definitivo para dar consistencia a la cantidad de materiales que mezcla en cada una de sus piezas, y de alguna forma, la magia que se produce al colgar la obra sobre la pared y ver cómo se reordenan todos los elementos”, comentan desde la galería Michel Soskine, que lo incluyó en sus fondos en 2015 y ha llevado sus obras a encuentros como la Bienal de Sídney y Art Basel. Ahora, en pleno repunte del tapiz de autor, también lo representan Nathalie Obadia (París-Bruselas) y la vanguardista Salon 94 (Nueva York).
A Grau-Garriga esto le hubiese encantado, pues, como recuerda su hija, siempre fue curioso e inquieto. De hecho, después de más de una década al frente de Casa Aymat y en un momento de esplendor, tras haber convencido a Picasso de que les hiciera un cartón para tres únicos ejemplares de tapiz (uno de ellos se lo llevó en persona al sur de Francia), lo dejó para aceptar una beca del Institute of International Education de Nueva York que le permitía residir en Estados Unidos medio año y que luego prolongó por Canadá y México. “A partir de la marcha de Grau la intensidad en la empresa bajó mucho. Se siguió tejiendo algún gran tapiz de Grau-Garriga encargado por coleccionistas o empresas, pero se puede decir que el último gran tapiz tejido en Sant Cugat fue el Tarragona de Miró, que se hizo en 1970. A partir de esta fecha las colaboraciones y la innovación se encallan”, explica Andreu Dengra, técnico de Artes Visuales del Ayuntamiento de Sant Cugat. Al regresar a España ya solo trabajó por su cuenta, en su estudio de Barcelona, dedicado a la pintura y a los tapices. De esa alternancia procedía la plasticidad de sus piezas textiles. “Las tejía él mismo, con sus propias manos, solo en los ochenta tuvo colaboradores, estudiantes en residencia, porque fue una época muy productiva”, recuerda su hija Esther. Incluso ella y su hermano Jordi le ayudaban. “Pasábamos allí mucho tiempo y era inevitable aprender, nos pedía que le ordenásemos las lanas, los materiales…”. Entre esas lanas predominaban el azul eléctrico y rojo bermellón, vinculado tanto a lo corporal –la sangre– como a su ideología comunista. “En su arte hay una parte política muy importante, una reivindicación de la lucha contra las injusticias y la dictadura”, sostiene su hija.
En 1989 decidió mudarse a Angers, Francia, cuna del tapiz medieval y sede del museo Lurçat. Invitado allí por el bicentenario de la revolución francesa, hizo una instalación de 24 tapices llamada Retaule dels Penjats y conoció a la que sería su segunda mujer. Allí tuvo dos hijos y allí quedó toda su producción hasta su fallecimiento en 2011. Jamás dejó de trabajar. El grueso de su obra en España es custodiado en el MABCA y en el Centre Grau-Garriga d’Art Tèxtil Contemporani, con base en la antigua Casa Aymat, el primer centro de arte contemporáneo dedicado al arte textil. “Los símbolos mas identificadores de un país, las banderas o los estandartes, son de tela. Elegimos nuestra ropa por la imagen que queremos dar de nosotros, a través de ella conocemos el gusto y el carácter de una persona. El tejido es uno de los nuestros mayores descubrimientos como especie”, escribió un hombre cuya biografía se tejió tirando del hilo.