Ni blando ni doméstico: cómo el arte de tejer se ha utilizado para hacer la revolución
La exposición ‘Colección XVIII: Textil’, en el Centro de Arte Dos de Mayo de Móstoles, demuestra que el arte textil, denostado por asociarse a lo femenino, es en realidad afilado y agitador de conciencias
Gema, Toñi y Míriam son tres vecinas de Móstoles que comenzaron a juntarse en la cafetería del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), el museo de arte contemporáneo ubicado en su pueblo, para charlar mientras compartían labores de ganchillo. Hace cinco años, el propio museo decidió darle un giro institucional a su actividad. Les reservó una mesa todos los miércoles de 11 a 13 horas y les dedicó una escenografía ad hoc formada por un tapiz de la artista Teresa Lanceta...
Gema, Toñi y Míriam son tres vecinas de Móstoles que comenzaron a juntarse en la cafetería del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), el museo de arte contemporáneo ubicado en su pueblo, para charlar mientras compartían labores de ganchillo. Hace cinco años, el propio museo decidió darle un giro institucional a su actividad. Les reservó una mesa todos los miércoles de 11 a 13 horas y les dedicó una escenografía ad hoc formada por un tapiz de la artista Teresa Lanceta, perteneciente a su colección.
Es la sede de Tejiendo Móstoles, un colectivo que ha ido creciendo –justo antes de la pandemia eran más de 20 mujeres– a la vez que lo hacía su vinculación con el centro de arte. “Aquí han interactuado con nuestro equipo de educación, y también con la propia Teresa”, explica Manuel Segade, director del CA2M.
En cierto modo, son las propias compañeras de Tejiendo Móstoles quienes han inspirado la exposición Colección XVIII: Textil, que acaba de inaugurarse en el centro. La primera parte del título nos ubica ante la décimo octava muestra que se realiza a partir de los fondos de las colecciones CA2M y Fundación ARCO. Y la segunda se refiere al hecho de que todas sus piezas están realizadas mediante distintos materiales y técnicas textiles.
Tal y como explica el museo al contextualizar la exposición, la producción textil ha existido prácticamente desde siempre como actividad cultural (hasta 500.000 años de antigüedad le atribuyen las investigaciones antropológicas), pero, en gran parte debido a su asociación a lo doméstico y lo femenino, no ha gozado de una elevada posición dentro de las jerarquías artísticas. Por ejemplo, era un pilar esencial en la sociedad de la antigua Grecia, pero al mismo tiempo se le atribuían connotaciones negativas como la astucia marrullera (Penélope destejiendo cada noche lo tejido durante el día para incumplir su promesa de casamiento) o la competición que termina en venganza punitiva (Aracne, la tejedora que alardeó de ser más habilidosa que la diosa Atenea y que esta acabó convirtiendo en araña como castigo por su soberbia).
Sin abandonar la mitología griega, el tapiz también habría servido a Filomela, violada y mutilada por su cuñado Tereo, para narrar las atrocidades a las que la habían sometido y denunciarlas ante su hermana Procne. Con esto, encontramos en el tejido y el bordado antecedentes para un potencial revolucionario que quizá no se ha explotado lo suficiente en tanto que ámbito de estudio, más allá de la historiadora del arte feminista Roszika Parker (el libro The Revolutionary Stitch, publicado en 1989).
Segade y Tania Pardo –subdirectora del CA2M–, como comisarios de la exposición, transitan esta misma vía: “La historia de lo textil siempre ha estado asociada a la transformación social, con la ruta de la seda, el comercio de la lana en Flandes o la revolución industrial, que comenzó en los telares”, explican. “Pero además en los años sesenta del pasado siglo la Segunda Ola del Feminismo lo incorporó a su discurso desde una perspectiva de reivindicación política”.
Durante el siglo XX, varios creadores hombres emplearon los tapices como soporte para su obra, con resultados especialmente reconocidos en Matisse, Miró, Klee, Kandinsky o Vasarely. Pero también es cierto que, salvo Alighiero Boetti, en pocos casos se hizo de una manera sistematizada hasta el punto de definir toda una carrera, como ocurrió con la artista Anni Albers. Integrante de la Bauhaus, siendo mujer tenía en principio vedado el acceso a disciplinas duras (literal y figuradamente) como el vidrio o la metalurgia, y pronto se decantó por los soportes blandos.
También puede citarse el ejemplo de Sonia Delaunay, una de las pioneras de la abstracción pictórica, que también logró un éxito notable con sus prendas de ropa. Para comercializarlas abrió varias tiendas en España antes de arrasar con ellas en París, la capital mundial de la moda. “Es probable que a ella le pareciera incluso más importante ese trabajo textil” que el que plasmó en los lienzos, argumenta Segade. “Luego, que se haya considerado su pintura como la actividad principal y lo otro como una especie de hobby es algo ajeno a ella”.
Aunque solo tres de las 25 piezas de la exposición están realizadas por hombres, una de ellas es la encargada de abrir el fuego. Se trata de un pequeño y exquisito tapiz del catalán Josep Grau-Garriga (1928-2011), que como Albers hizo de esta técnica su medio de expresión principal, mientras contribuía a renovarla con sus propias obras o colaborando en trabajos firmados por Miró o Tàpies.
Después encontraremos otros tapices más o menos canónicos. Destacan Caroline Achaintre o Teresa Lanceta, esta última precisamente con la obra que servía de fondo a los encuentros del colectivo Tejiendo Móstoles, realizada según las técnicas aprendidas de las tejedoras del Atlas Medio.
Pero hay casos más heterodoxos. En varios de ellos el textil se convierte en medio ideal para materializar mensajes políticos y de denuncia al estilo de Filomela. De manera más literal con la mexicana Teresa Margolles –borda en alambre de oro sobre una tela manchada con la sangre de una víctima de violencia–, pero también con Asunción Molinos Gordo, Nohemí Pérez, Cristina Lucas o Yinka Shonibare.
Lo escenográfico aparece en la autofabulación de Laure Prouvost, que inventa un abigarrado universo ante el que podríamos pasar horas descifrando referencias. En otras ocasiones se realizan guiños irónicos al gesto pictórico (Arturo Herrera, Belén Rodríguez, Julia Huete o Mercedes Azpilicueta) o bien se tiende a lo escultórico, como en las piezas de Nora Aurrekoetxea y Carolina Caycedo, o en la de Sonia Navarro, llamada Atocha. Por su nombre y su color negro podría pensarse que homenajea a las víctimas de los atentados de 2004. En realidad, atocha es el nombre vulgar de la planta del esparto, y de esparto trenzado está confeccionada la obra, como de esparto estaba profusamente sembrada la calle madrileña. De ahí recibió su actual nombre.
En el momento actual parece cundir cierta reivindicación del arte textil. Solo en Madrid, podemos ver estos días las fascinantes piezas escultóricas de Aurèlia Muñoz (Barcelona, 1926-2011), artista histórica rescatada por la galería José de la Mano, mientras que Galería Nueva presenta Textiles disidentes, muestra del ecuatoguineano Pocho Guimaraes. Pero esto no siempre fue así.
Pardo y Segade subvierten el descrédito que las actividades asociadas a lo femenino y lo doméstico han sufrido a lo largo de la historia. Por eso han acuñado un término que recoge todo este conjunto de técnicas y competencias que la exposición homenajea: saberes marujos. “Se refiere a todos estos conocimientos que se trasmiten a través de códigos afectivos, que son colectivos y tienen un elemento sanador, a los que ahora se les presta atención pero que durante mucho tiempo han estado relegados”, definen. La exposición transmite algo de este espíritu a través de la placentera sensación que deja a la salida, potenciada por la iluminación cálida y la cualidad táctil y sensual de muchas de las piezas. Porque lo mínimo que debe esperarse de una revolución es que sea capaz de arroparnos.