Michael Henry Adams, el hombre que conserva Harlem: “Los especuladores creían que los negros nos iríamos”
Adams se ha convertido en una especie de arqueólogo de una arquitectura en peligro de extinción. Hoy su hogar es extraoficialmente un museo de la historia del barrio
Cuando era niño, Michael Henry Adams veía películas como Lo que el viento se llevó (1939) y La exótica (1945) y se sentía atraído por las suntuosas mansiones del sur de Estados Unidos. Pero como niño afroamericano, también era consciente de que su raza le ponía difícil ser el propietario en ese contexto. “Pensé transferir entonces mi gusto a las casas cons...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Cuando era niño, Michael Henry Adams veía películas como Lo que el viento se llevó (1939) y La exótica (1945) y se sentía atraído por las suntuosas mansiones del sur de Estados Unidos. Pero como niño afroamericano, también era consciente de que su raza le ponía difícil ser el propietario en ese contexto. “Pensé transferir entonces mi gusto a las casas construidas a finales del siglo XIX en Newport, en Rhode Island, que era también fantásticas, pero no tardé en darme cuenta de que también había sido el segundo puerto más importante de entrada de esclavos del país. Si miraba a Inglaterra, me fascinaban las casas de la dinastía Harewood, pero resultó que sus fortunas venían de las plantaciones en Jamaica”, asegura. En otras palabras, parecía difícil para él ser amante del diseño de interiores sin traicionar a su propia gente. Su padre ya se lo había advertido cuando le dijo que quería ser artista a los 14 años: eso era solo para blancos. Su madre, un poco más a favor de que persiguiera sus pasiones, le dijo que todo el mundo que se dedicaba a la decoración era “un poco raro”.
Había nacido en Ohio, Akron, en 1956, pero cuando se fue “tan pronto como fue posible” a Nueva York en los años ochenta, vio que en Harlem había un esplendor estético que no le manchaba las manos de sangre. Eran los ecos de la llamada Renaissance del barrio, la época dorada de la cultura afroamericana que duró desde 1910 hasta mitad de los años treinta. La era del Cotton Club, del poeta Claude McKay, del liderazgo intelectual de W.E.B Du Bois. Salones suntuosos, fachadas de terracota, cornisas cinceladas. Un legado que se veía amenazado con la entrada del neoliberalismo de Reagan y los primeros pasos de la gentrificación. Y fue entonces cuando Adams encontró su misión en la vida: defender, preservar y escribir sobre algunos de los lugares históricos para su comunidad. Convertirse en una especie de arqueólogo de una arquitectura demasiado reciente, demasiado desconocida y con intenciones económicas e institucionales de ser sepultada. “Harlem apenas tenía lugares protegidos por su interés histórico. Hoy hay apenas 20. La oficina que se encarga de nombrarlos sigue pensando en edificios para las élites blancas. Y aún nos tratan como si nos estuvieran haciendo un favor cada vez que añaden uno de los nuestros a su lista de edificios protegidos”, protesta. Llegó a ser detenido en dos ocasiones por sus protestas frente a la demolición del casino Renaissance (que no pudo evitar) y la sala de baile Audubon, en uno de cuyos salones asesinaron a Malcolm X. “Solo respetaron la fachada y un tercio del vestíbulo. En su momento dije, y supongo que me equivocaba, que para eso lo podrían haber demolido, que era una estafa. ¿Harían lo mismo con el teatro donde fue asesinado Lincoln?”, se pregunta.
Así, Adams se convirtió en un activista de la belleza. Luchó en la calle y en las oficinas municipales, pero también ha sido firma en el New York Times y en The Guardian, además de haber escrito libros como Harlem: Lost and Found (2002) y Style and Grace: African Americans at Home (2003). Y frente a la desidia de las autoridades e incluso de sus propios vecinos, fue llevándose pedazos de todos aquellos edificios a su casa, que hoy es extraoficialmente un peculiar museo de la historia del barrio. Tiene molduras del antiguo teatro Lafayette, que se encontraba en la calle 135. Allí debutó Duke Ellington, Orson Welles estrenó su Voodoo Macbeth y allí fue también donde Francis Ford Coppola rodó la película Cotton Club, a falta del espacio original. Lo demolieron en 2013. Del mencionado Audabon tiene una guirnalda plateada del vestíbulo. Y también conserva fragmentos de frisos de otro vestíbulo, esta vez el de la antigua Cámara de Comercio de Harlem.
Todo suena muy lujoso y enciclopédico, pero Adams en realidad vive en una especie de trampantojo que oculta su precariedad. “Siempre estuve arruinado. Quizá porque la gente odia que seas conflictivo y que los retes”, dice todavía insobornable. En su historia de vida caben tanto escenas al lado de Harry Belafonte o anécdotas de primera mano sobre Sidney Poitier con ratones en las paredes y goteras en la habitación. Su buen gusto, qué duda cabe, le ha ayudado a hacer de su capa un sayo: en un habitáculo oscuro utiliza casi únicamente iluminación de velas, incluso en su coqueto chandelier, como si fuera un palacio decimonónico. Tiene un par de candelabros de pared (birlados de los escombros de una antigua sinagoga) que aguantan velas eléctricas, pero justifica que en la recepción de Carlos y Camila en Versalles también habían pasado a estas velas falsas. Pasa en las mejores familias. Y es, por supuesto, un gran anfitrión que nos recibe en su casa con una exquisita loza para el desayuno y una bandeja de tres pisos con frambuesas y pastas. Vierte en su jarra de porcelana un vaso de café del deli de la esquina. Confiesa que de los centenares de piezas que abigarran su salón, ninguna ha costado más de 35 dólares y que algunas piezas fueron rescatadas de la basura. También en las paredes de su casa se cuenta su propia historia, claro: hay una fotografía tamaño real de su padre cuando jugaba a baloncesto, una foto de Martin Luther King realizada por su abuelo y algún dibujo realizado por él mismo. Un hogar tan humilde como suntuoso que le atrapa hasta el punto de que su médico se preocupa porque no sale de casa. “Me dice que tengo una depresión crónica, pero no me parece nada malo que no me apetezca salir de aquí”. Reside en uno de esos edificios que peleó por convertir en espacio protegido sin éxito, en el número 41 de la calle Convent. Su primer residente afroamericano fue el actor Fredrick O´Neal, fundador del American Negro Theater en 1940, y su peculiar vestíbulo abovedado conecta tres edificios trillizos construidos hace casi 100 años, en 1926.
Pero su lucha sigue. Ya en el siglo XXI, su principal enemigo ha resultado ser la universidad a la que un día se vio vinculado: Columbia, que ha acabado convirtiéndose en una especie de apisonadora inmobiliaria con nuevas instalaciones de cristal y edificios impersonales para albergar a alumnos que suben las rentas de los ciudadanos de toda la vida. “Es una de las peores cosas que le han sucedido al barrio. Ellos se llenan la boca diciendo que tiene una misión integradora y de conocimiento, pero no dejan de construir edificios que parecen fábricas”, crítica.
También tuvo sus más y sus menos con el fallecido senador Bill Perkins, demócrata y afroamericano, sirviendo al estado de Nueva York. “Éramos amigos, pero me acusaba de burgués, y consideraban más importante convertir edificios antiguos en bloques de viviendas con pisos de renta controlada para gente de bajos recursos”, explica Adams, “pero si nuestro barrio es un lugar único y auténtico, ¿cuál es el punto de convertirlo en un sitio que podrías ser cualquier lugar del mundo?”. En ocasiones, incluso defendió a los blancos que restauraron “de manera exquisita” algunas de las casas del barrio, aunque luego mostró su sorpresa al ver que las vendían al cabo de poco tiempo. “Parece que el agente inmobiliario les había dicho que en unos años los negros se habrían ido, pero eso no sucedió”.