El profesor que dejó Londres para ser ceramista en Murcia: “El mundo ya construyó todo lo que necesita, reacondicionemos lo existente”
El diseñador toledano Carlos Jiménez Cenamor dejó su puesto de docente en la Bartlett School of Architecture para encontrar en la huerta y la naturaleza su inspiración artística y ecológica
En un carril de Puente Tocinos, en plena Huerta de Murcia, entre acequias y limoneros, se encuentra la nave que sirve como estudio, taller y hogar a Carlos Jiménez Cenamor (Toledo, 46 años). Mucho antes de llegar a Murcia, y antes también de su estancia en Londres, Carlos fue un niño que paseaba entre las cárcavas de Carranque, el pueblo en que nació, fantaseando con estudiar botánica, biología marina o egiptología. Finalmente se decidió por la arquit...
En un carril de Puente Tocinos, en plena Huerta de Murcia, entre acequias y limoneros, se encuentra la nave que sirve como estudio, taller y hogar a Carlos Jiménez Cenamor (Toledo, 46 años). Mucho antes de llegar a Murcia, y antes también de su estancia en Londres, Carlos fue un niño que paseaba entre las cárcavas de Carranque, el pueblo en que nació, fantaseando con estudiar botánica, biología marina o egiptología. Finalmente se decidió por la arquitectura, una disciplina tan flexible y permeable que tiene relación con la ecología y la sostenibilidad, el diseño y la artesanía. Según explica, la arquitectura es “cada vez más híbrida y más pequeña”, porque “en el mundo ya está construido casi todo lo que se necesita, así que hay que reacondicionar lo ya existente según muten las necesidades”.
El uso que hace de la nave en la que se instaló hace cuatro años, prestada por una amiga, la empresaria Carolina Gambín, es un ejemplo práctico de reutilización. El edificio consta de dos espacios principales: el expositivo, repleto de obra terminada que se mezcla con las berenjenas y los pimientos recién recogidos; y el taller, con el horno y una amplia mesa, hoy cubierta por hojas escayoladas. En los rincones aparecen telares, un piano, ropa bordada por él, maillots de ciclista, castañuelas para acompañar jotas y otros recuerdos y bibelots que dan fe de que los días de Carlos no terminan cuando deja de trabajar en su proyecto principal: la cerámica.
Sería fácil caer en la tentación y afirmar que las piezas que Carlos crea son obras de arte: con una apariencia espectacular están llenas de motivos vegetales y son el resultado, en muchas casos, de un proceso experimental y de un relato propio. Sin embargo, Jiménez Cenamor, que en su horno cuece platos y tazas, pero también lámparas, mesas o jarrones, aclara que él no es artista: “Yo hago diseño y no arte. Por mi conciencia ecológica y por mi formación como arquitecto, creo que es necesario que las cosas tengan una función. Creo que un objeto es mejor cuantas más funciones tenga; es más, ¡ojalá nunca haya hecho ningún objeto que no tenga al menos una función!”.
Cómodo con la etiqueta de artesano y diseñador, el también arquitecto cuenta que la paciencia es su mayor talento y que disfruta haciendo cosas con las manos. “Necesito que lo que pienso se concrete en realidades. El mundo de las ideas me parece incompleto, al menos en cuanto a lo que a mí me aporta. Mi trabajo es extremadamente contextual, es decir, aprovecho mucho el lugar en el que estoy. Por ejemplo, ahora estoy experimentando con los barros de mi huerto. Plantando calabacines descubrí que son una arcilla con una capacidad elástica fantástica”.
La relación de Carlos con el entorno que habita es más que estrecha. Para él, la Huerta es una inspiración constante. “La cerámica que realizo está influida por todas las formas, texturas y detalles que tienen las hojas que encuentro a mi alrededor. Hace poco descubrí el mundo de las plantas adventicias, las mal llamadas malas hierbas, que son fascinantes desde el punto de vista culinario, pero también por su belleza, así que las he incorporado en forma de estampado o las transformo en porcelana; hago que de una forma u otra aparezcan en mi producción”.
En Londres, Jiménez Cenamor ejerció durante ocho años como docente en la Bartlett School of Architecture, y llegó a dirigir los cursos de verano de aquella institución. Pero, a medida que ganaba responsabilidades como académico, perdía el tiempo que necesitaba para sus proyectos creativos. El disgusto que le produjo el Brexit terminó de empujarlo de vuelta. En Murcia tenía amigos e imaginó una vida “en su autocaravana, con unas cuantas gallinas, un huerto y una cabra para intentar reducir los desechos orgánicos”. Un sueño que “se ha hecho realidad casi por completo: la cabra no ha llegado aún y el perro del vecino acabó con las gallinas, pero en la Huerta sí que he logrado tener un entorno salvaje que completa mi espacio doméstico”.
Aquí Carlos dice haber encontrado ese tiempo que tanto echaba de menos cuando vivía en grandes capitales. Achaca parte de su éxito a lo barato que resulta vivir en Murcia. “El dinero ahorrado se puede usar para comprar utensilios, herramientas o materiales”. También se ha reencontrado con la naturaleza, “el gran tema de nuestro tiempo”. Cada pieza de Carlos recuerda aquello que todavía es posible hacer para reconducir esa relación herida. Y él enseguida vuelve a hablar con entusiasmo de sus descubrimientos, de sus procesos y de la flor de azahar, cuyo olor lo inunda todo. Para despedirse, Carlos se estira, coge tres nísperos y te los da. Están dulces.