La infanta Eulalia, la primera Borbón que escandalizó a España con sus memorias: feminista, divorciada y un poco republicana
En 1935, 90 años antes que Juan Carlos I, la hija menor de Isabel II publicó su biografía. Décadas antes ya había lanzado una obra revolucionaria que la condenó al destierro. “La República vendrá por algunos monárquicos. Hay cada uno que, por el solo hecho de serlo, es un pregón republicano”, llegó a afirmar
Eulalia de Borbón y Borbón fue una presencia incómoda para su familia desde el mismo día de su nacimiento. El 12 de febrero de 1864, los españoles esperaban que Isabel II diera a luz a un varón para garantizar la continuidad de la dinastía, pero, en cambio, llegó ella. Mientras la niña era mostrada en bandeja de plata a embajadores y miembros de la corte, su madre, la reina, escuchaba llorando las manifestaciones de descontento de los madrileños porque el infante era infanta. El sexo de la recién nacida, séptima hija de los reyes, incluso fue utilizado como munición política por el General Prim y el duque de Montpensier, grandes conspiradores durante el reinado isabelino.
La revolución de 1868 empujó a la Familia Real a exiliarse en la Francia imperial de Napoleón III. Sin trono, Isabel II y Francisco de Asís de Borbón se separaron. La reina y sus hijos se instalaron en el Palacio de Castilla, en la avenida parisina Kléber, mientras que Francisco optó por una vida más discreta y sencilla bajo el título de incógnito de conde de Moratalla.
El destierro brindó a Eulalia la oportunidad de tener una infancia alegre y despreocupada, lejos de las intrigas palaciegas de Madrid. Pero su felicidad tenía los días contados. La restauración de la monarquía, en 1874, la condenó a volver a España. Su hermano, Alfonso XII, el nuevo rey, tenía planes para ella: iba a tener que casarse con su primo, Antonio de Orleans, hijo del duque de Montpensier, para garantizar la estabilidad de la monarquía reinstaurada.
El matrimonio de conveniencia no tardó en hacer aguas. Con 22 años, recién casada, descubrió que su marido tenía varias amantes, siendo la más destacada Carmen Giménez Flores. Antonio de Orleans empezó a dilapidar la fortuna de su esposa en sus queridas. “Mi marido, en solo seis años, había derrochado la fabulosa suma de casi 50 millones de francos en francachelas, amoríos y aventuras”, confesaría la infanta en sus memorias, publicadas muchos años después.
El cambio de siglo la envalentonó. En el año 1900, tras 14 años de matrimonio y dos hijos en común, pidió el divorcio y abandonó el domicilio conyugal. “Una hora después de mi conversación con Antonio, estaba instalada en casa de mi madre, dispuesta a arrostrarlo todo: opinión pública española, iracundia de mi familia, calumnias, pleitos, lo que viniera, pero que consideraba necesario para salvar de la ruina a mis hijos”, recordaría. Las convenciones de la época prohibían que una reina católica recibiera a una mujer separada, pero Isabel II solía ver a sus primas hermanas, la infanta Isabel, casada y separada del conde Gurowski, y la infanta Josefa, tía Pepita, separada del conde Güell y Rente. Ella misma estaba separada extrajudicialmente de su marido desde que había salido de España.
Pero Eulalia de Borbón quiso ir más allá que todas sus predecesoras. Pidió una separación legal, algo a lo que Antonio de Orleans se negó. La hija de Isabel II amenazó con ir a un juzgado a “reclamar como española lo que se me negaba como infanta”. Manuel García Prieto, antiguo ministro de Alfonso XII, asumió la defensa del príncipe. Trinitario Capdepón, ministro durante la regencia de la reina María Cristina, representó a la infanta. El contencioso se convirtió en la comidilla del pueblo y en un dolor de cabeza para los Borbones.
Mientras la familia Orleans se puso del lado de Eulalia, los Borbones, irritados por su desobediencia, trataron de dominarla por el temor. “La Familia Real no podía ver con buenos ojos que una infanta fuera motivo de murmullos, de comentarios, de que se la señalara y se temía que su actitud pudiera servir de ejemplo a otras mujeres en la corte”, escribiría ella. “En España, una separación matrimonial constituía un escándalo, algo que ponía los pelos de punta a las honestas damas, que se hacían cruces. En Francia, en cambio, parecía natural lo que en mi tierra clamaba al cielo”.
La infanta “rebelde” rompió con España. Durante un lustro casi no pisó Madrid y se dedicó a viajar por las cortes europeas. Tras varios años de litigio, consiguió que su marido firmara un acta de separación en el consulado español en París. Recuperó su dinero y su soltería y se convirtió en la primera mujer de la Familia Real española divorciada, un siglo antes que la infanta Elena, que se separó de Jaime de Marichalar en 2009.
Tras la coronación de su sobrino, Alfonso XIII, en 1902, volvió a frecuentar la corte española. Se quedó sorprendida con la pobreza intelectual de la aristocracia alfonsina. “Los nobles fueron haciendo una muralla entre la monarquía y los intelectuales, y ambos fueron extraños primero y enemigos más adelante. Por un duque de Alba empeñado en contribuir con su prestigio social, su dinero y su talento al progreso cultural del país, había 100 otros Grandes de España distanciados de todo eso, irritados contra los socialistas e incapaces de distinguir entre un Benavente y un Baroja”, observaría. Ella, en cambio, era amiga de republicanos como Rafael Altamira.
Estaba en Lisboa, visitando a su sobrina, Amelia de Orleans, cuando estalló la revolución lusitana que derrocó al rey Manuel de Portugal, en 1910. Cuando volvió a Madrid, se reunió con su sobrino y le aconsejó que hiciera reformas. “¡Republicana! Siempre que en la Corte española se decía algo que se separara del criterio predominante, o se opinara libremente, o se expusieran realidad, surgía la palabra como un mote. No cegarse, no tener en los ojos una venda ni en la boca una mordaza, era ser republicana. ¡Republicana! Para muchos de los nobles españoles, yo lo era. Lo éramos todos los que no estábamos empeñados en no ver”, señaló entonces la infanta Eulalia. Y vaticinó: “Si aquí alguna vez viene la República, no será por Altamira, ni por libros de Galdós, podéis estar seguros. No, será por algunos monárquicos. Hay cada uno que, por el solo hecho de serlo, es un pregón republicano”.
En 1911 publicó Au fil de la vie, una serie de observaciones sin pretensiones literarias en las que vaticinaba el fin de muchas monarquías europeas, lamentaba el retraso cultural de España y pedía la emancipación de la mujer y la igualdad entre hombres y mujeres. “El siglo XX no va a seguir siendo una prolongación tranquila del anterior”, adelantó. “Mi libro no aspiró a ser otra cosa que un índice señalando los caminos que la sociedad tomaba y su único mérito consistía en ser un poco profético”. La corte lo calificó de inmoral y escandaloso, de atentatorio a la religión, a la monarquía, a las buenas costumbres y al orden establecido. Nadie lo había leído todavía, pero no hacía falta. Era una obra de Eulalia de Borbón y, por lo tanto, republicana. Como en los tiempos fernandinos, Alfonso XIII lanzó contra su tía una Real Orden que le prohibió entrar en España.
Pasó años vagando por Europa, de corte en corte: Alemania, Inglaterra, Holanda. En el verano de 1921, tras 11 años de exilio, se reencontró con su sobrino en Deuville. “¿Cuándo vuelves a España? Ya sabes que nos alegrará tenerte de nuevo con nosotros. Todo esto ha sido una tontería de la que ni tú ni yo tenemos la culpa”, le dijo el Rey. “¿Sabes? He perdido un poco la costumbre de ir a España, y hasta el deseo, no creas. Nada tengo que buscar en Madrid”, respondió ella. José Quiñones de León, embajador de España en París, tuvo que intervenir para convencerla de volver.
Su regreso a España fue amargo. Quedó impresionada con la situación en la que estaba el país en 1922, en medio de la guerra de Marruecos y al borde de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. “Estaban inconformes con la situación los grandes de España, los nobles de provincia, los burgueses, los patrones, los obreros y los militares. En general, estaban todos en contra de los políticos, cansada ya España de los cabildeos, del caciquismo tradicional, del politiquear que nos habían legado los hombres del 68”, evocaría sobre esa visita.
En 1925, visitó El Escorial con unos amigos ingleses y fue testigo de cómo los guías decían a los turistas que después de Alfonso XIII ya no habría sitio para enterrar a más reyes, pero que no importaba porque después de Alfonso XIII vendría la República. Se lo contó a su sobrino, que no le dio mayor importancia.
Eulalia de Borbón salió de España en 1930 con la corazonada de que la monarquía tenía los días contados. La proclamación de la Segunda República, el 14 abril de 1931, la sorprendió en París. Tiempo después empezó a escribir Memorias de Doña Eulalia de Borbón, que se publicaron en abril de 1935 —90 años antes que la polémica biografía de Juan Carlos I—, durante la presidencia de Alcalá-Zamora. Las últimas páginas están dedicadas a la revolución. En ellas elogia el civismo con el que el pueblo español destronó a los Borbones: “Al contrario de lo que ha ocurrido en otros países en circunstancias análogas, ni un disparo se escuchó, ni un noble fue agredido, ni una injuria o un grito soez escuchó la Familia Real, que cruzó toda la península para ganar la frontera francesa”.
Alfonso XIII nunca pudo volver a España. El rey falleció en Roma, en 1941. Su tía, en cambio, vivió sus últimos años en una villa en Irún. Tras la Guerra Civil, Franco le permitió regresar al país y le concedió coche y chófer de por vida. Ya entonces, la infanta Eulalia era una leyenda. Había vivido los reinados de Isabel II, Alfonso XII, la Regencia y Alfonso XIII, había conocido a cinco pontífices y había visto caer 15 tronos europeos. Un joven Juan Carlos de Borbón la visitaba de vez en cuando. La princesa murió el 8 de marzo de 1958, a los 96 años. Su funeral se celebró en El Escorial con toda la pompa. Unos meses después, en el mes julio, Editorial Juventud reeditó sus memorias. En ellas, decía: “Dios me hizo española y como tal siento y aguardo y viviré hasta el fin de mis días”.