Josh Hartnett, el discreto regreso de aquel fugaz novio de América que decidió darle portazo a Hollywood
Pudo ser Batman (y Superman), pero los rechazó por evitar una fama aun más grande de la que ya tenía y para seguir con proyectos a su medida muy lejos de Los Ángeles. Hasta ahora. Tras ‘Oppenheimer’ y ‘Black Mirror’, vuelve con lo último de Shyamalan
Ni en restaurantes de moda, ni en fiestas, ni en alfombras rojas. Quien se pasee por Hollywood con la esperanza de encontrarse con Josh Hartnett en uno de esos sitios que se le presuponen a las estrellas, que busque en otra parte. Hace mucho que el actor de Saint Paul (Minnesota, EE UU, 45 años) no está ahí. Vive tranquilo, con sus tres hijos y su esposa —la también actriz Tamsin Egerton— en un pueblecito de Surrey, en la campiña inglesa. Está cerca de sus suegros, que les echan una mano con los chicos, y a tiro de piedra de Londres en tren, como suele desplazarse. El oropel de Hollywood le queda ya muy lejos, y por decisión propia. Nunca se ha ido, pero sí ha salido de un circo mediático en el que, al principio de su carrera, hace un cuarto de siglo, se vio arrastrado, condenado. Hasta que dijo basta. Cuando le conviene, sabe cómo regresar. Y precisamente este es uno de sus momentos.
Hartnett no se ha retirado. Si se repasa su carrera, más allá de algún parón pandémico, lleva en activo casi desde el mismo día que pisó Los Ángeles, allá por 1998. Cuando la prometedora carrera del chaval de clase media estrella del deporte en el instituto se torció tanto como su ligamento cruzado, el teatro fue su opción B. Pero resulta que hacer de Huckleberry Finn en Las aventuras de Tom Sawyer le encantó, y cuando se fue a la universidad de Nueva York a estudiar arte siguió metiendo la nariz en pequeñas obras de teatro... hasta que un agente le cazó y se lo llevó para California, donde empezó a trabajar sin parar. En su primerísima película, Halloween: H20, era el hijo de Jamie Lee Curtis y hasta aparecía en el póster. La segunda fue el hit de terror adolescente The faculty, y cumplió los 20 en el set de la tercera, Las vírgenes suicidas. Su directora, Sofia Coppola, le regaló una botella de vino: “Felicidades, ya no eres un rompecorazones adolescente”. No podía bebérsela, no tenía la edad legal.
Esa película marcó un estándar de trabajo para Hartnett. Primero, porque aprendió a prepararse sus papeles a conciencia. Él ha comentado en algunas entrevistas que por entonces era un niñato, no un actor, y que tuvo que ponerse las pilas. Hablaba con los autores de los libros en los que estaban basadas las películas (en este caso, con Jeffrey Eugenides); se veía con los protagonistas, si eran reales; entrenaba, comía, hacía lo que ellos. Pero además, recuerda hoy del debut de Coppola, cómo era “un chiquillo, con 19 años”. “Las vírgenes suicidas era como un grupo de amigos remando juntos. Creo que todavía busco esa experiencia cada vez que hago una película”, reflexionaba en una charla con The Guardian hace casi cuatro años.
Por eso, lo que llegó no le hizo mucha gracia. “Estudié arte en Nueva York, pintaba. Nunca fui el chico más popular de la escuela. De repente, tenía a gente persiguiéndome por la calle”, rememoraba en una charla con Variety hace unos meses. Sobre todo cuando en 2001 llegó ese taquillazo que fue Pearl Harbour, que recaudó 450 millones de dólares en todo el mundo. Entonces, cuenta, ya se pensó si hacerla, y se dijo que quizá no estaba preparado para una película de tal calibre. “Al final me lancé a hacerla porque rechazarla habría estado basado en el miedo. Y entonces eso me definiría, lo que significa que estaba en lo correcto con ese miedo”, ironiza ahora.
Ese 2001 fue el año de la superproducción, pero también de Black Hawk: Derribado. No paró: 2002 con 40 días y 40 noches, 2003 con Hollywood: Departamento de homicidios, junto a Harrison Ford, 2004 y 2005 con Sin City, 2006 con El caso Slevin y la aclamada La dalia negra... En menos de una década, el rostro de Josh Hartnett estaba por todas partes, tanto en las carteleras como en las carpetas de las adolescentes. Su fama era como la de Leonardo DiCaprio, Ben Affleck o Matt Damon en aquel momento. Y justo en lo alto de la cima, desapareció. Nunca dejó de actuar. Desde entonces, casi todos los años lanzó una película, con un parón entre 2011 y 2014; ahí estuvo un par de años en la serie Penny Dreadful. Pero todo en proyectos pequeños, menores, nada hollywoodienses.
Le ofrecieron ser Superman. El cheque era de 100 millones, pero no le interesó para nada. Batman también, pero solo le interesaba conocer a su director, entonces un muy poco famoso Christopher Nolan. Tuvieron una sola charla; el elegido fue Christian Bale. En cualquier caso, él no estaba en la carrera. “Decidí tener una vida. Poner eso por delante. Siempre fue mi meta”, confesaba en una charla con la revista Mr. Porter en enero de 2021. “Empecé a darme cuenta de que tenía que actuar de una cierta manera en el mercado o iba a perder mi carrera. Y lo cierto es que nunca había pensado en serio en ello como una carrera hasta entonces. Básicamente, era muy inocente”. No pretendía quemar puentes ni ser el rebelde de la temporada, y mucho menos crearse una imagen a partir de ello. Es que era así.
Puede sonar eso, inocente, incluso falso, pero el tiempo ha demostrado que no era ninguna estrategia. “A los tipos que están en la cima les aterroriza que alguien venga detrás. Si esa es tu verdadera ambición, estar siempre en la cima, te vas a pasar la vida mirando por detrás de tu hombro. Yo nunca he querido eso. Quiero hacer un buen trabajo con la gente que me gusta y pasar mi tiempo libre con la gente que me importa”, reconocía en esa misma revista. “Mucha gente dará con la forma más rápida de llegar de A a B. Si eso significa perder un poco de equipaje, es decir, tus amigos o tu conexión con tu casa, que así sea. Será mucho más fácil si te relacionas con gente del sector, porque te contratarán para el próximo trabajo. Mucha gente cae en esa trampa, pero yo me siento fuertemente unido a mis amigos de hace mucho tiempo y a mi familia. Quería asegurarme de que no perdería esas relaciones. Esa gente me hace ser quien soy. Coloqué esos asuntos antes que perseguir un sueño en Hollywood”.
El camino le funcionó. Había sentado unas bases lo suficientemente anchas como para sostener una carrera, pero fuera del sistema de los grandes estudios, con los que nunca se entendió bien, ni con el hecho de repetir un mismo papel o crear una marca con su persona. Ha ido regresando a lo comercial cómo y cuando ha querido. El gran salto fue el año pasado, con un capítulo de la serie Black Mirror, y con su pequeño papel en uno de los largometrajes del año: esta vez sí trabajó con Nolan en Oppenheimer, ganadora de siete Oscar (a los que acudió, por primera vez en más de una década). En una charla con el diario británico The Independent el verano pasado, antes de estrenar la cinta sobre la bomba atómica en la que interpreta al físico Ernest Lawrence, afirmaba que la parte que va después del rodaje no era de sus favoritas. “¿Promocionar una película? No habrá nadie que diga que soy bueno en eso”, reconocía, explicando que la fama seguía sin ser lo suyo. “Ser famoso es un trabajo a tiempo completo porque cada vez que sales de casa, te siguen”, explicaba, recordando cómo tenía tanto a fans como a paparazis tras él constantemente y cómo no era él mismo. Nunca llegó a encontrar ese equilibrio que otros intérpretes sí logran.
Tras una temporada en su Saint Paul natal (lo que volvía locos a sus agentes), se asentó en Londres con su familia. Sale de su rincón de tanto en tanto. Ahora le tocará volver a hacerlo, porque es el protagonista absoluto de una de las películas de la temporada, Trap (La trampa), del maestro del terror M. Night Shyamalan, que se estrenará en agosto. Allá por 2005 declaraba a este periódico que “las grandes producciones eran un camino a la infelicidad”. No ha cambiado de idea, pero parece que ese camino va despejándose y virando hacia una comodidad y una felicidad impensables hace dos décadas.